– Por esa razón quería usted la dirección de esa mujer, Mylène… ¡Para saber si ella también había recibido noticias!
– Fue la amante de mi marido. Si nos ha escrito, seguramente le ha escrito a ella también. O la ha llamado por teléfono…
– Sé que llamó a Marcel hace poco. Habla mucho de sus hijas. Pregunta por ellas. Le pidió su dirección para enviarle una felicitación de Navidad.
– Tiene sentido de la tradición. Me he dado cuenta de que uno presta más atención a esas cosas cuando vive en el extranjero. En Francia tenemos tendencia a olvidarlo. Marcel tiene su dirección…
– La anotó en un papel que me enseñó esta mañana. No quería olvidarse de dársela.
Se levantó, buscó en una mesita de noche, vio una hoja de papel allí encima, la leyó y se la tendió.
– Es ésta, creo… En todo caso, ésta es la última que tuvo de ella. A veces se pone en contacto con él, cuando tiene problemas…
– ¿Y a usted no le gusta?
Josiane sonrió encogiéndose de hombros.
– Esa chica es lista. Así que no me fío… Ya sabe usted que la pasta ¡vuelve a la gente miope! Mi osito se convierte en un Apolo, rodeado de todos esos billetes que le borran los michelines.
En el camino de vuelta, mientras Philippe conducía el coche, Joséphine se dijo que le gustaba mucho Josiane. Las raras veces que había visitado el almacén de Marcel, en la avenida Niel, sólo había obtenido una imagen parcial de ella: la de una secretaria detrás de su mesa mascando chicle. Las palabras de su madre habían completado el retrato, «esa secretaria asquerosa», decía Henriette escupiendo cada sílaba. Sobre la imagen de ese busto femenino se había superpuesto otra, la de una mujer de poca virtud, común, venal, maquillada como una máscara de carnaval. Es todo lo contrario, suspiró. Es buena, dulce, atenta. Esponjosa.
Shirley y Gary habían ido a pasear por el Marais. Joséphine volvía a su casa con Philippe, las niñas y Alexandre. Philippe conducía la gran berlina en silencio. En la radio sonaba un concierto de Bach. Alexandre y Zoé charlaban detrás. Hortense acariciaba con las yemas de los dedos el sobre que contenía los doscientos euros. La lluvia mezclada con nieve blanda dibujaba sobre el cristal círculos vacilantes, que los limpiaparabrisas borraban con un ballet regular.
Fuera, sobre los árboles helados vestidos de bombillas luminosas, veía la decoración navideña de los Campos Elíseos y la avenida Montaigne. ¡Navidad! ¡Nochevieja! ¡Año Nuevo! ¡Cuántos rituales para justificar vestir de guirnaldas los árboles helados! Seremos una familia que vuelve a casa, es domingo por la tarde, los niños jugarán mientras se prepara la cena. Acabamos de comer, no tenemos hambre, pero vamos a forzarnos a cenar. Joséphine cerró los ojos y sonrió. Siempre sueño en «conyugal», nunca sueño «canalla». Soy una mujer aburrida. No tengo ninguna fantasía. Pronto Philippe volverá a Londres. Mañana o pasado irá a ver a Iris a la clínica. ¿De qué debían de hablar durante esas visitas? ¿Se mostraría tierno? ¿La cogería en sus brazos? ¿Y ella? ¿Cómo se comportaría ella? ¿Alexandre estaría siempre presente?
La mano cálida y suave de Philippe cubrió la suya y la acarició. Ella se la apretó también, pero tuvo miedo de que los niños se diesen cuenta y se soltó.
En el vestíbulo del edificio se dieron de bruces con Hervé Lefloc-Pignel, que corría detrás de su hijo Gaétan gritando: «Vuelve, vuelve, in-me-dia-ta-men-te, he dicho inmediatamente». Se los cruzó sin detenerse, abrió la puerta y se precipitó por la avenida.
Atravesaron el vestíbulo y se dirigieron hacia el ascensor.
– ¿Has visto? ¡Estaba completamente despeinado!-cuchicheó Zoé-. ¡El, normalmente tan impecable!
– Parecía fuera de sí, ¡no me gustaría estar en el lugar de su hijo! -murmuró Alexandre.
– ¡Callaos, ahí vuelven! -susurró Hortense.
Hervé Lefloc-Pignel atravesaba el amplio vestíbulo del edificio sosteniendo a su hijo por el cuello de su chaqueta. Se detuvo frente al gran espejo y gritó:
– ¿Te has visto, niñato estúpido? ¡Te había prohibido tocarla!
– ¡Pero si yo sólo quería que tomase el aire! ¡También ella se aburre! ¡Nos aburrimos todos en casa! ¡No podemos hacer nada! ¡Estoy harto de colores obligatorios, yo quiero cuadros escoceses! ¡Escoceses!
Había pronunciado esas últimas palabras gritando. Su padre le sacudió violentamente para hacerle callar. El niño tuvo miedo y, levantando los brazos para protegerse, dejó caer un objeto redondo y marrón que rebotó en el suelo. Hervé Lefloc-Pignel soltó un chillido.
– ¡Mira lo que has hecho! ¡Recógela, recógela!
Gaétan se agachó, cogió la cosa entre sus dedos y, manteniéndose a distancia por miedo de recibir un golpe, se la tendió a su padre. Hervé Lefloc-Pignel la cogió, la posó delicadamente en la palma de su mano y la acarició.
– ¡No se mueve! ¡La has matado! ¡La has matado!
Se inclinó con suavidad sobre la cosa hablándole con dulzura.
Gracias al efecto de los espejos, ellos asistían a la escena sin mostrarse y no perdían comba. Philippe les hizo una seña para que no hiciesen ruido. Se metieron en el ascensor.
– En todo caso, es efectivamente el Lefloc-Pignel que conocía… No ha cambiado. ¡En qué estado pueden ponerse a veces las personas! -dijo Philippe cerrando la puerta.
– Ahora mismo la gente está a punto de estallar-suspiró Joséphine-. Hay violencia por todas partes. La noto cada día en la calle, en el metro, es como si la gente ya no se soportase. Como si la vida les pasara por encima y estuviesen dispuestos a aplastar al prójimo para evitarlo. Se pelean por cualquier cosa, dispuestos a saltar al cuello. Me da miedo. Antes, no tenía tanto miedo…
– ¡No me atrevo a pensar lo que debe de sufrir ese pobre chico! -dijo Philippe.
Estaban en la cocina, las niñas y Alexandre, en el salón, encendieron la televisión.
– Qué odio había en su voz… Creí que iba a destrozarlo.
– ¡No exageres tampoco!
– Sí, te lo aseguro. Siento el odio, lo siento en el aire. Se infiltra en todos lados.
– ¡Venga! Vamos a abrir una buena botella, hacer un buen plato de pasta y a olvidarlo -propuso Philippe abrazándola.
– No sé si bastará -suspiró Joséphine, poniéndose rígida.
El malestar se expandía, la invadía, la cubría con un pesado manto negro. Perdía el equilibrio. Ya no estaba segura de nada. Ya no tenía ganas de abandonarse a él.
– ¡No exageres! Simplemente ha perdido los nervios. No te llevaré nunca a un partido de fútbol. ¡Quedarías aterrada!
– ¡Lloro al ver un anuncio del amigo Ricoré en la tele! Me gustaría formar parte de la familia Ricoré…
Se volvió hacia él, esbozó una sonrisa temblorosa, que le ofreció en un esfuerzo por compartir la angustia que la paralizaba.
– Estoy aquí, te defenderé…, conmigo no tienes nada que temer -dijo, tomándola en sus brazos.
Joséphine sonrió distraídamente. Estaba pendiente de otra cosa. Había notado algo familiar en la escena a la que acababa de asistir. Una violencia, el estallido de una voz, un gesto que se arrastraba como una larga bufanda. Rebuscó en su memoria para recordar. No lo encontraba, pero se sentía amenazada. ¿Otro misterio de su infancia que empezaba a revelarse? ¿A conducirla hacia otro drama? ¿Cuántos dramas se ocultan, de niño, para no sufrir? Había olvidado durante treinta años que su madre había estado a punto de ahogarla. Esa noche, en el recibidor del inmueble, ante el espejo y las plantas, se había colado otro peligro. Una sombra amenazante, huidiza, sostenida por una sola nota que la había dejado helada. Una sola nota. Sintió un escalofrío. Nadie puede comprender la muda violencia que me amenaza. ¿Cómo explicar ese miedo fantasma que no tiene nombre, pero que se desliza y me envuelve? Estoy sola. Nadie puede ayudarme. Nadie puede comprenderme. Siempre estamos solos. Tengo que dejar de hacerme ilusiones románticas para consolarme, tengo que dejar de refugiarme en brazos de hombres encantadores. Esa no es la solución.