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– Joséphine, ¿qué te pasa? -preguntó Philippe, con un halo de inquietud en la mirada.

– No lo sé…

– Puedes decírmelo todo, ya lo sabes.

Ella sacudió la cabeza. Recibía, como una puñalada, la doble certeza de que estaba sola y en peligro. No sabía de dónde venía ese convencimiento. Le miró y sintió rencor contra él. ¿Cómo podía estar tan seguro de sí mismo? ¿Tan seguro de mí? ¿Tan seguro de bastar para mi felicidad? ¡Como si la vida fuera tan sencilla! Sintió su necesidad de protección como una intrusión, su declaración de protección como una intolerable arrogancia.

– Te equivocas, Philippe. No eres una solución. Tú eres un problema para mí.

El la miró, estupefacto.

– ¿Qué te pasa?

Ella hablaba mirando al vacío, los ojos muy abiertos como si estuviese leyendo un gran libro, el gran libro de las verdades.

– Estás casado. Con mi hermana. Pronto te marcharás a Londres; antes de eso, irás a ver a Iris, es tu mujer, es normal, pero también es mi hermana, y eso, eso no es normal.

– ¡Joséphine! ¡Para!

Ella le hizo una señal para que callara y continuó:

– Nada será nunca posible entre nosotros. Estábamos soñando. Hemos vivido un cuento, un cuento de Navidad, pero… Acabo de bajar de nuevo a la realidad. No me preguntes cómo porque no lo sé.

– Pero… estos últimos días parecías…

– Estos últimos días estaba soñando… Acabo de comprenderlo… ahora.

¿Así que eso era, esa infelicidad que había sentido abatirse sobre ella con un negro tijeretazo? Debía renunciar a él y cada palabra que cortaba su relación era una cuchillada en pleno corazón. Ella dio un paso atrás, luego otro y declaró:

– ¡Atrévete a contradecirme! Ni siquiera tú puedes cambiar eso. Iris estará siempre entre nosotros.

El la miraba como si la viese por primera vez, como si nunca hubiese visto a esa Joséphine, dura y decidida.

– No sé qué decir. Quizás tengas razón… Quizás estés equivocada…

– Mucho me temo que tengo razón.

Se había alejado de él y le contemplaba, los brazos cruzados sobre el pecho.

– Prefiero sufrir ahora mismo. De golpe… en vez de perecer a fuego lento.

– Si eso es lo que quieres…

Ella asintió con la cabeza en silencio, se abrazó el pecho con fuerza, para evitar que sus brazos se tendiesen hacia él. Dio otro paso atrás, y otro. Al mismo tiempo suplicaba, va a protestar, a hacerme callar, a taparme la boca, a decir que estoy loca, mi loca querida, mi loca que quiero, mi loca que vuela, mi loca por qué dices eso, mi loca recuerda. El la miraba, inmóvil, con la mirada sombría, y en esa mirada se reflejaban sus últimos días juntos, los dedos que se rozaban bajo una mesa, las manos que se entrelazaban en la penumbra de un pasillo, las caricias robadas al coger un abrigo, al sostener una puerta, al recoger las llaves, besos murmurados con la punta de los labios y el largo, largo beso contra la barra del horno, el sabor a ciruela negra, a relleno, a armagnac… Las imágenes pasaban como una película muda en blanco y negro por su mirada y ella podía leer su historia en sus ojos. Después él parpadeó, la película se detuvo, se pasó la mano por el pelo como para prohibirse posarla sobre ella y, sin decir nada, sonrió. Se detuvo un instante en el umbral, dispuesto a añadir algo, pero cambió de opinión y cerró la puerta al salir.

Le oyó llamar a su hijo:

– Alex, cambio de planes, volvemos a casa.

– ¡Pero no han terminado Los Simpson, papá! ¡Sólo faltan diez minutos!

– ¡No! ¡Ahora! Coge tu abrigo…

– ¡Diez minutos, papá!

– Alexandre…

– ¡Jo, qué fastidio!

– ¡Alexandre!

Su voz había subido de tono. Imperiosa, ruda. Joséphine sintió un escalofrío. No conocía esa voz. No conocía a ese hombre que daba órdenes y esperaba que le obedecieran. Escuchó el silencio que siguió, aguzó el oído, esperó que la puerta se abriese, que volviera, que dijera, Joséphine…

La puerta de la cocina se entreabrió. Joséphine se echó hacia delante.

Alexandre asomó la cabeza.

– ¡Adiós, Jo! -soltó sin mirarla.

– Adiós, cariño.

Oyó cerrarse la puerta de la entrada. Y la voz de Zoé gritar: «Pero ¿por qué se van? No han terminado Los Simpson».

Joséphine se mordió el puño para no gritar su pena.

* * *

Al día siguiente, en el buzón, había una postal de Antoine. Sellada en Mombasa. Escrita con rotulador negro de punta gruesa.

Feliz Navidad, mis amorcitos. Pienso mucho en vosotras, tanto como os quiero. Estoy mejor, pero todavía es demasiado pronto para que pueda viajar y reunirme con vosotras. Os deseo un año nuevo lleno de sorpresas, de amor y de éxito. Besad a mamá por mí. Hasta muy pronto.

Vuestro papá querido.

Joséphine analizó la letra: era la de Antoine. Siempre dibujaba la letra jota sólo hasta la mitad, en lugar de escribirla hasta el final, como si fuese demasiado cansado alargar la línea hasta arriba, y retorcía las eses como muñones de chinas con los pies vendados.

Después echó un vistazo al matasellos: 26 de diciembre. Esta vez no podía pensar que era una vieja postal escrita antes de morir. La releyó varias veces. Sola frente a la letra de Antoine. Shirley y Gary habían vuelto tarde el día anterior, las niñas todavía dormían. Depositó la postal sobre la mesa de la entrada, bien a la vista, y fue a hacerse una taza de té. Mientras esperaba a que el agua hirviese, acodada cerca del hervidor eléctrico verde almendra, esperando las primeras burbujas, le vino una pregunta a la mente: ¿por qué Antoine no daba nunca ni dirección ni teléfono para localizarle?

Era su segundo envío sin indicar la más mínima seña. Cualquier cosa: una dirección e-mail, un apartado de correos, un número de teléfono, un hotel… ¿Tenía miedo de que le encontraran y le pidiesen explicaciones? ¿Estaba tan desfigurado que temía provocar aversión? ¿Vivía en el metro de París? Y si vivía en París, ¿dirigía sus cartas a sus amigos del Crocodile Café de Mombasa para que las enviasen, y sus hijas creyeran que estaba todavía allí? ¿O todo eso no era más que una superchería y estaba muerto, bien muerto? Pero entonces… ¿a quién le interesaba hacer creer que estaba vivo? ¿Y por qué razón?

¿Para asustarla? ¿Para extorsionarla? Ahora era rica. Es lo que subrayaban los periódicos que, cuando evocaban el éxito del libro, no se privaban nunca de hablar de los millones que había ganado la escritora.

¿Se habría enterado de que ella era la auténtica autora de Una reina tan humilde? Si no estaba muerto, leía los periódicos. O los había leído en el momento del escándalo provocado por Hortense en la televisión. Y, en ese caso, ¿existía una relación entre la agresión de la que había sido víctima y la reaparición de Antoine? Porque, si a ella le pasaba cualquier cosa, serían las niñas las que heredarían.- Las niñas y Antoine.

Estoy delirando, se dijo, mirando cómo el nivel de agua del hervidor se alborotaba por las burbujas. ¡Antoine era incapaz de disparar contra un conejo de feria! Sí, pero el dulce, el sensible, siempre sueña con la rudeza, la virilidad, como un medio para escapar de la realidad, de la presión que sufre, de la ineluctable constatación de su impotencia. La sociedad actual empuja a la gente a la violencia como única afirmación de sí misma. Si se ha enterado de mi éxito, ¿cómo no pensar que no lo haya vivido como un insulto personal? Yo, Joséphine, la tonta de la Edad Media, a quien siempre había mantenido bajo tutela, consigo el éxito y me convierto en una provocación viviente, que compara con sus repetidos fracasos. Eso desarrolla en él un sentimiento de inferioridad y de frustración, que sólo puede suprimir suprimiéndome a mí. Rápida ecuación en la mente de un hombre en fuga.