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Antoine creía en el éxito, en el éxito fácil. No creía ni en Dios ni en el Hombre, creía en él. Tonio Cortès, el deslumbrante. Un fusil en la cadera, una bota sobre la fiera sacrificada, la luz de un flash que le inmortaliza. ¿Cuántas veces le he dicho que debía edificarse pacientemente, que no debía quemar etapas? El éxito se construye desde el interior. No llega por arte de magia. Han sido mis años de estudios e investigación los que han hecho que mi novela estuviese viva, llena de mil detalles que resonaron en la mente de los lectores. El alma tiene su papel. El alma de la investigadora humilde, erudita, paciente. La sociedad, hoy, ha dejado de creer en el alma. Ya no cree en Dios. Ya no cree en el Hombre. Ha abolido las mayúsculas, lo escribe todo en minúscula, engendra la desesperación y la amargura en los débiles, las ganas de desertar de los demás. Impotentes e inquietos, los sabios se alejan, dejando campo libre a los ávidos locos.

Sí pero… ¿por qué habría asesinado a la señora Berthier? ¿Porque llevaba el mismo sombrero y creyó que era yo en la oscuridad? Eso no es posible si lleva en Francia algún tiempo. Si me espía, si me sigue, si conoce mis costumbres.

Oyó el canto de las burbujas en el hervidor, el lento crescendo del agua que ruge hasta llegar al clic. Vertió el agua hirviendo sobre las hojas de té negro. Tres minutos y medio de infusión, insistía Shirley. Más de tres minutos y medio, queda agrio, menos, queda insípido. El detalle tiene su importancia, todos los detalles tienen siempre su importancia, recuérdalo, Jo.

Hay un detalle que no encaja, un detallito de nada. Un detalle que he visto sin verlo. Recapituló. Antoine. Mi marido. Muerto a los cuarenta y tres años, cabello castaño, talla media, francés medio, calza un treinta y nueve, víctima de sudores abundantes en público, fan de Julien Lepers y de «Cuestiones para un campeón», de las manicuras rubias, de los vivaques africanos y de las fieras convertidas en alfombra. Mi marido, que vendía fusiles con la condición de no meter cartuchos en ellos. En Gunman le apreciaban por su dulzura, por sus buenas maneras, por su conversación. Estoy divagando. Desde ayer por la noche no pienso más que tonterías.

Permaneció un momento pensativa, rodeando la tetera ardiente con las manos, pensando en Antoine, y después en el hombre del cuello vuelto rojo, el ojo cerrado, la cicatriz…

Antoine no es un asesino. Antoine es débil, eso seguro, pero no me desea ningún mal. No estoy dentro de una novela policíaca, estoy dentro de mi vida. Tengo que calmarme. Está en París, quizás, me sigue, es posible, quiere acercarse a mí, pero no se atreve. No quiere llamar a la puerta y decir: «Hola, soy yo». Quiere que sea yo la que vaya hacia él, le aborde, le proponga alojamiento, comida, ayuda. Como he hecho siempre.

En un andén de metro…

Dos líneas que se cruzan.

¿Por qué en ese trayecto, la línea 6, que siempre cogía ella? Le gustaba esa línea que atravesaba París sobrevolando los tejados. Que se elevaba sobre las lucernas, robando trozos de vida. Un beso por aquí, un mentón de barba blanca por allá, una mujer que se cepilla el pelo, un niño que moja su tostada en el café con leche. Una línea que juega al potro, un salto por encima de los edificios, un salto por debajo, un salto y ahora te veo, otro salto y ahora no te veo, gran serpiente de tierra, el monstruo del lago Ness parisino. Le gustaba entrar en las estaciones de Trocadéro, Passy o, cuando hacía buen tiempo, caminar hasta Bir-Hakeim pasando por el puente. Por la placita donde se besaban los enamorados, donde el Sena refleja sus besos en el espejo de sus felinas aguas.

Corrió a buscar la postal que había dejado en la entrada y leyó la dirección. Era la dirección correcta. Su dirección actual. Escrita de su puño y letra. No corregida por una simpática señora de correos.

Sabía dónde vivían.

El hombre del jersey rojo de cuello vuelto del metro no estaba en la línea 6 por casualidad. La había elegido porque estaba seguro de cruzársela, un día.

Tenía todo el tiempo del mundo.

Mojó los labios en la taza e hizo una mueca. Agrio, ¡demasiado agrio! Había dejado el té en infusión demasiado tiempo.

Sonó el teléfono de la cocina. Dudó en contestar. ¿Y si era Antoine? Si sabía su dirección, debía también de conocer su número de teléfono. Pero no. ¡No aparezco en el listín! Descolgó, tranquila.

– ¿Se acuerda de mí, Joséphine, o me ha olvidado?

¡Luca! Adoptó una voz jovial.

– ¡Buenos días, Luca! ¿Está usted bien?

– ¡Qué educada es usted!

– ¿Ha pasado unas buenas fiestas?

– Detesto esta época del año en la que la gente se cree obligada a besarse, a cocinar pavos infectos…

El sabor del pavo volvió a su boca, cerró los ojos. Diez minutos y medio de tierra que se abre en dos, de felicidad fugaz.

– Pasé la Nochebuena con una mandarina y una lata de sardinas.

– ¿Solo?

– Sí. Es una costumbre que tengo. Odio la Navidad.

– A veces, las costumbres cambian… Cuando se es feliz.

– ¡Qué palabra tan vulgar!

– Si usted lo dice…

– Y usted, Joséphine, pasó una alegre Nochebuena, por lo que parece…

Hablaba con una voz siniestra.

– ¿Por qué dice eso cuando no lo piensa ni por un segundo?

– Claro que lo pienso, Joséphine, la conozco. Se contenta con cualquier cosa. Y le gustan las tradiciones.

Captó un tono de condescendencia en esa última frase, pero lo ignoró. No quería hacer la guerra, quería comprender lo que estaba pasando en su interior. Algo que se estaba deshaciendo a sus espaldas. Se despegaba. Un viejo trozo de corazón reseco. Ella habló del fuego en la chimenea, de los ojos brillantes de los niños, de los regalos, del pavo quemado, llegó incluso a evocar el relleno de queso fresco y ciruelas, como un sabroso peligro que osaba afrontar, y no sintió sino una deliciosa duplicidad, una nueva libertad que crecía dentro de ella. Comprendió entonces que ya no sentía nada por él. Cuanto más hablaba ella, más se borraba él. El hermoso Luca que la hacía temblar cuando se cogía de su mano, cuando la metía en el bolsillo de su parka, desaparecía como una silueta en la bruma. Nos enamoramos y, un día, nos levantamos y ya no estamos enamorados. ¿Cuándo había empezado ese desamor? Lo recordaba muy bien: el paseo alrededor del lago, la conversación de las chicas que corrían, el labrador sacudiéndose el agua, Luca que no la escuchaba. Su amor se había gastado ese día. El beso de Philippe contra la barra del horno había hecho el resto. Sin que ella se diese cuenta, se había deslizado de un hombre a otro. Había desnudado a Luca de sus hermosos atavíos para vestir con ellos a Philippe. El amor se había evaporado. Hortense tenía razón: nos damos la vuelta un momento, percibimos un detalle y lo guay desaparece. Entonces ¿no es más que una ilusión?

– ¿Quiere que vayamos al cine? ¿Está libre, esta noche?

– Esto…, la verdad es que Hortense está aquí y me gustaría aprovechar mientras…

Hubo un silencio. Ella le había ofendido.

– Bueno. Ya me llamará cuando esté libre…, cuando no tenga nada mejor que hacer.

– Luca, por favor, lo siento, pero no viene a menudo y…

– Lo he comprendido: ¡el tierno corazón de una madre!

Su tono de burla enfadó a Joséphine.

– ¿Su hermano está mejor?

– En estado estacionario…

– Ah…

– No se sienta obligada a preguntar por él. Es usted demasiado amable, Joséphine. Demasiado amable para ser sincera…

Sintió cómo aumentaba la cólera en su interior. Él se convertía en un intruso con quien ya no tenía ganas de hablar. Observaba ese sentimiento nuevo con extrañeza y una cierta seguridad. Le bastaba presionar sobre esa cólera para hacer palanca y tirarle por la borda. Un hombre al agua de su indiferencia. Dudó.