– ¿Joséphine? ¿Sigue ahí?
El tono era burlón, despreocupado. Reunió todo su coraje y empujó la palanca.
– Tiene usted razón, Luca, me da completamente igual su hermano, que se pasa el tiempo tratándome de alcornoque sin que usted vea mal en ello.
– Está enfermo, no consigue adaptarse a la vida.
– ¡Eso no le prohíbe a usted defenderme! Me da pena que no me defienda. Y que además me lo cuente. Como si estuviese orgulloso de humillarme. No me gusta su actitud, Luca, quiero dejarlo claro.
Las palabras se precipitaban como si las hubiese reprimido demasiado tiempo. Notaba cómo su corazón latía con fuerza y la emoción le quemaba las orejas.
– ¡Ay, ay, ay! ¡La monjita se rebela!
¡Y ahora se ponía a hablar como su hermano!
– Adiós, Luca… -dijo ella casi sin palabras.
– ¿La he molestado?
– Luca, creo que no merece la pena que me vuelva a llamar.
Sintió que cogía altura. Después repitió, con una especie de indiferencia estudiada y una lentitud calculada que la embriagó:
– Adiós.
Colgó. Miró el teléfono como si fuese el arma de un crimen, extrañada por su temeridad, invadida por una ola de respeto hacia esa nueva Joséphine, que colgaba en las narices a un hombre. ¿Soy yo›? ¿Soy yo la que ha hecho eso? Se echó a reír. ¡He roto! ¡Por primara vez en mi vida, he roto con un hombre! Me he atrevido. Yo, la zoquete, la que lleva la nariz como una tonta en medio de la cara, la que se señala como ahogada de oficio, la que se abandona por una manicura, la que cubrían de deudas, de acusaciones, la que se manipula. Lo he hecho.
Levantó la cabeza. Era demasiado pronto para hablar con las estrellas pero, esta noche, se lo contaría. Contaría cómo ella había mantenido su promesa: ya nunca nadie la trataría como a una cantidad despreciable, ya nadie la aplastaría con su desdén, ya nadie la ofendería sin que ella se defendiese. Había mantenido su palabra.
Corrió a despertar a Shirley para contarle la buena noticia.
Henriette Grobz salió del taxi recolocándose el vestido de seda cruda e, inclinándose hasta la ventanilla, pidió al taxista que la esperase. El hombre masculló que tenía cosas mejores que hacer. Henriette le prometió con tono seco una buena propina; él asintió mientras ajustaba la frecuencia de la radio. «Le ofrezco dinero para que se quede sentado detrás del volante sin moverse, ¡y protesta!», gruñó Henriette aplastando bajo sus tacones cuadrados la grava del paseo. «¡Qué asco de vagos!».
Venía a buscar a su hija. «Ya basta, ya has descansado bastante, no te vas a pudrir en la habitación de una clínica, eso ya no es más que autocomplacencia; haz las maletas y prepárate para marcharte», la había prevenido por teléfono.
Los médicos habían dado su conformidad, Philippe había pagado la factura, Carmen la esperaba en casa.
– ¿Qué voy a hacer ahora?-preguntó Iris, ya sentada en el taxi, las manos apoyadas en las rodillas-. Aparte de una buena manicura…
Escondió las manos bajo el bolso para disimular sus uñas estropeadas.
– Estaba bien en mi pequeña habitación. Nadie venía a molestarme.
– Vas a luchar. A recuperar a tu marido, a reconquistar tu posición y tu belleza, que tienes tendencia a desatender. ¡Un montón de espinas! ¡En eso te has convertido! Se corta una al darte un beso. Una mujer que se abandona es una mujer sin porvenir. Eres demasiado joven para enclaustrarte.
– Estoy acabada -dijo Iris con voz calmada, como si constatara un hecho.
– ¡Tonterías! Haces un poco de gimnasia, engordas un poco, te maquillas y recuperas a tu marido. A cualquier hombre se le atrapa con una buena danza del vientre. ¡Aprende a mover las caderas!
– Philippe… -suspiró Iris-. Viene a verme por caridad.
Le molesto, se dijo. No sabe qué hacer conmigo. No se debe molestar cuando el amor ha terminado. Hay que conseguir que te olviden, hacerse muy pequeña para no precipitar la caída. Esperar a que el otro te olvide, que no recuerde lo que tiene que reprocharte. Esperar que vuelva a ti, una vez pasada la tormenta.
– ¡Haz un esfuerzo!
– No tengo ganas…
– Las ganas tendrás que recuperarlas, si no, acabarás como yo: vestida con chándales que pican y comiendo atún en aceite de coche usado, y guisantes del Día.
Iris se incorporó con una chispa de ironía en los ojos.
– ¿Así que es por eso por lo que me sacas de allí? ¿Porque ya no tienes dinero y cuentas con Philippe para recuperarte económicamente?
– ¡Ah! Ya veo que estás mejor ¡estás recuperando fuerzas!
– No te he visto muy a menudo durante estas semanas en la clínica. Tu ausencia era notable.
– Me deprimía.
– Y, de pronto, vienes porque me necesitas, o más bien necesitas el dinero de Philippe. ¡Es desesperante!
– Lo desesperante es que tú renuncies mientras Joséphine, en cambio, se pavonea. Ha ido a comer a casa de ese cerdo de Marcel. ¡Del brazo de tu marido!
– Lo sé, me lo ha dicho él… No se esconde, ¿sabes? Ni siquiera hace ese esfuerzo… Preferiría que me mintiese, eso me dejaría algo de esperanza. Podría decirme que me preserva, que todavía le importo.
– ¿Y tú te dejas hacer?
– ¿Qué quieres que haga? ¿Que me eche a llorar? ¿Que me arrastre a sus pies? Eso estaba muy bien en tus tiempos. Hoy en día la piedad ya no funciona. Ahora hay que competir en todo, incluso en amor. Se necesita nervio, siempre más nervio, seguridad, aplomo y yo carezco absolutamente de todo eso.
– No importa. Lo recuperarás…
– Además, ni siquiera estoy segura de quererle. No quiero a nadie. Hasta mi hijo me deja indiferente. No le di un beso en Nochebuena. ¡No tenía ganas de agacharme para besarle! Soy un monstruo. Así que mi marido…
Había pronunciado las últimas palabras con un tono despreocupado, como si esa observación la divirtiese en vez de afligirla.
– ¿Quién te pide que le ames? ¡Eres tú la pasada de moda, querida!
Iris se volvió hacia su madre y decidió que la conversación se volvía interesante.
– ¿Tú quisiste a papá?
– ¡Qué pregunta más estúpida! Era un marido, no me planteaba esas cuestiones. Nos casábamos, vivíamos juntos, a veces reíamos, otras no, pero no sufríamos por ello.
Iris no recordaba haber oído a sus padres reír juntos. Él se reía solo de los juegos de palabras que inventaba. ¡Qué hombre más curioso! No se hacía notar, hablaba poco, murió como vivió: sin hacer ruido.
– De todas formas -prosiguió Henriette-, el amor es un engañabobos que se inventó para vender libros, periódicos, cremas de belleza y entradas de cine. En realidad, lo es todo salvo romántico.
Iris bostezó.
– Quizás deberías haber pensado en todo eso antes de tener hijos… Ahora es un poco tarde, ¿no?
– En cuanto al sexo al que tanta importancia dais hoy en día, prefiero no hablar… Es un aspecto repugnante que hay que esforzarse en cumplir para satisfacer al hombre que se menea encima de una.
– Cada vez peor. Si querías darme ganas de volver a mi habitación de enferma ¡no podrías hacerlo mejor!
– ¡Pero si no has salido de allí para enamorarte! Has salido para recuperar tu posición, tu piso, tu marido, tu hijo…
– ¡Mi cuenta en el banco y compartirla contigo! Lo he entendido. Pero tengo miedo de decepcionarte.
– No dejaré que caigas por la pendiente de la desesperación. ¡Es demasiado fácil! Voy a cogerte de la mano, hija. ¡Cuenta conmigo!
Iris sonrió con una especie de desencanto tranquilo, y volvió su rostro melancólico a la ventanilla. ¿Qué les pasaba a todos que estaban empeñados en que pasara a la acción? El médico que la trataba le había encontrado un profesor de gimnasia, que iba a ir a su casa a «reconectarla a su cuerpo». ¡Qué espantosa jerga! Como si yo fuese un cable que se conecta a un enchufe. Era un médico joven. Alto, dulce, el pelo castaño, los ojos marrones, redondos como canicas, una barba de bardo melancólico. Un hombre preciso y sin misterio, con el que una está segura de no sufrir nunca. Un hombre que debía de llegar siempre puntual. Él la llamaba señora Dupin, ella le llamaba doctor Dupuy. Ella podía leer, en sus ojos, el diagnóstico preciso que estaba estableciendo. Podía casi descifrar en ellos el nombre de los medicamentos que iba a prescribirle. Ella no provocaba ninguna reacción en él. Antes de entrar en esa aterciopelada clínica, todavía gustaba. Las miradas de los hombres no resbalaban sobre mí como la del doctor Dupuy. Mi madre tiene razón, debo recuperarme. No tengo más que mentir, pretender que tengo cinco años menos y rellenar mi mentira de Botox.