Buscó a tientas la polvera dentro del bolso, y la abrió con el fin de contemplarse en el espejo. Percibió dos manchas azules inmensas y graves, que la miraban. ¡Mis ojos! ¡Me quedan mis ojos! ¡Mientras tenga mis ojos, estoy salvada! Los ojos no envejecen nunca.
– ¡Qué bien se está fuera! -dijo Iris, apaciguada por haberse reencontrado con su belleza.
Después, volviendo al espectáculo de la calle bajo la lluvia, exclamó:
– ¡Qué feo es! ¿Cómo hace la gente para vivir en esas jaulas? Entiendo que les prendan fuego. Amontonan a la gente en conejeras y luego les asombra que se rebelen…
– Piénsalo bien. Si no quieres terminar en una de esas torres, te interesa arreglarte y recuperar a tu marido. Si no, te verás obligada a descubrir el encanto escondido de los barrios pobres…
Iris esbozó una sonrisa cansada. No volvió a pronunciar palabra y se apoyó en la ventanilla.
No ha apreciado mucho mi comentario, pensó Henriette, observando con el rabillo del ojo el perfil terco de su hija mayor. Cada vez que Iris se ve ante una realidad desagradable, intenta evitarla. Nunca se enfrenta a ella. Siempre sueña en otra cosa. Transportada a un mundo ideal con un golpe de varita mágica, que borra todos los problemas y resuelve todas las dificultades. Un mundo aterciopelado, dulce, en el que ella sólo debe aparecer. Estaría dispuesta a escuchar a cualquier charlatán que viniese a venderle la felicidad más blanca que blanca y sin el menor esfuerzo. Dispuesta a ofrecerse al señor que la colme: Botox o Dios. Podría convertirse en monja, encerrarse en un convento, simplemente para no tener que luchar. Ella, a quien todos creen tan fuerte, no se sostiene más que sobre un sueño de pacotilla. Cualquier cosa antes que hundir sus manos en el pringue de la realidad. Sin embargo, va a tener que esforzarse mucho, Philippe no se dejará volver a atrapar fácilmente. Qué hija más extraña. Te barre con su sonrisa luminosa, te roza con su mirada de azul intenso, sin verte. Ni la sonrisa ni la mirada transmiten una pizca de calor, ni el menor interés. Al contrario, las despliega como dos biombos que la protegen. Y sin embargo, todos sucumben a ella: es tan hermosa… ¡Y decir que estoy hablando de mi hija! Podría decirse que estoy enamorada de ella. Como esa Carmen que la espera en casa. En todo caso, no pagaré el taxi. ¡Esta carrera es una ruina!
¿Qué va a ser de mi vida?, se preguntaba Iris limpiando con la yema del dedo el vaho de la ventanilla. Tendré que salir, enfrentarme a los demás. A esas bocas sedientas de calumnias que se han atiborrado evocando mi caso, estos últimos meses. Escuchaba sus cuchicheos malintencionados, sus silbidos de comadres: la bella Iris Dupin agoniza en una clínica a las afueras de París. Lanzó un suspiro. Tengo que encontrar una defensa. Un caballo de Troya que me reintegre a esa alta sociedad cruel y fétida. ¿Bérengère? Demasiado frívola. No da la talla. ¿Un hombre? Un hombre rico y poderoso. Un hombre eminente que se fije en mí. Soltó una risita. ¡En mi estado! Me he hecho invisible. No me queda nada más que seducir a mi marido. Mi madre tiene razón. Esa mujer tiene razón a menudo. Es prudente, tenaz. No me queda más que Philippe. No tengo elección. Es mi única carta. Está colado por ese pavo de Joséphine. Un elefante en una cacharrería. Volcaría las mesas a su paso si la invitara a comer, y sería capaz de agradecer efusivamente a la chica del guardarropa que hubiera colocado bien su abrigo. De pronto se incorporó y golpeó el bolso con las palmas de sus manos.
¿Por qué no se me había ocurrido antes?
¡Sería Joséphine, su caballo de Troya! ¡Pero, claro! Sería con ella con quien se mostraría. ¿Quién mejor que ella podría hacer ver al mundo parisino que la historia del libro no era más que un asunto injusto y exagerado? Uno de esos chismes inflados hasta la desmesura, que la punta de una aguja hace estallar. Hacerles creer a esas bocas de alcantarilla que esa historia no era más que un terrible malentendido, un pacto entre las dos hermanas. La una quería escribir, pero se negaba a firmar, a aparecer en público; la otra, a quien le hizo gracia la broma, consintió interpretar un papel. Sólo querían divertirse. Como cuando eran pequeñas e inventaban juegos de rol.
Lo que debía haber sido una diversión, se había convertido en un escándalo. Y si ellas tenían culpa de algo, era de no haber previsto el éxito.
¿Cómo no se le había ocurrido antes? Por culpa de estar rumiando en aquella clínica. Estaba perdiendo toda mi creatividad, embrutecida por pildoritas de todos los colores. No es a mi marido a quien debo conquistar primero, es a Joséphine. Será mi ábrete sésamo, la llave para mi regreso al mundo. No debe de soportar estar enfadada conmigo, y debe de sonrojarse de vergüenza ante la idea de haber seducido a mi marido. Las llamas del Infierno le acarician los dedos de los pies y ponen al rojo vivo su conciencia. La invitaré a comer en un restaurante conocido. Habré reservado una mesa bien a la vista. Mostrarme al lado de quien pretenden mi víctima bastará para acallar las lenguas de víbora. Ya se imaginaba los diálogos en las mesas vecinas: ¿no son ésas las hermanas enemigas, esas sentadas allí? ¡Sí! Creía que se habían peleado. No era tan terrible, entonces, ya que están comiendo juntas. El olvido descendería sobre este mundo de memoria agujereada como un colador. Hay demasiadas villanías que memorizar para permitirse el lujo de recordarlas todas. Y así, sin rebajarme, sin explicarme, sin pedir perdón, retomaré mi lugar y borraré la baba de los chismes. Luminoso. Fácil. Eficaz. Sintió ganas de aplaudirse. Y después, decidió, tamborileando sobre su bolso Chanel, encantada y ligera, después sólo tendré que recuperar a mi marido.
Sacó una barra de labios y retocó su sonrisa.
Tendré que comprar otra barra de este color.
Poner mi guardarropa al día.
Pedir cita en la peluquería.
Ponerme extensiones para recuperar mi pelo largo.
Cuidado de manos, cuidado de pies.
Botox.
Vitaminas buen aspecto.
Braga brasileña.
Y después, danza del vientre ¡ya que es necesario!
El paisaje había cambiado. Percibía las torres de La Défense y, más lejos, los árboles del Bois de Boulogne. Los edificios de piedra tallada reemplazaron pronto a los bloques de hormigón, y las farolas se volvieron más estilizadas. Siempre había sabido salir de las peores situaciones con un golpe maestro. Había que reconocerle esa cualidad. Quizás no sepa hacer gran cosa, pero camuflo mis crímenes con maestría.
Se estiró y extendió los brazos.
– Parece que te encuentras mejor -remarcó Henriette-. ¿Acaso reconocer el camino a tu casa es lo que fustiga tu humor?
– Hay que desconfiar del agua que duerme, madre querida. Los peores planes fermentan bajo la aparente quietud. Pero tú eso ya lo sabes, ¿verdad? Nunca se es exactamente quien los demás creen.
Se inclinó hacia el taxista y le pidió que se detuviese.
– Creo que voy a hacer el resto del camino andando. ¡Me sentará bien y acabará dándome ese latigazo del que hablas!
Henriette lanzó una mirada horrorizada al taxímetro. Iris sorprendió su mirada.
– Te dejo pagar… No llevo dinero encima. Lo siento.