– Si lo hubiese sabido ¡habríamos vuelto en autobús! -gruñó Henriette.
– No presumas de lo que no eres… Odias el transporte público.
– ¡Huele a cebolla verde y a pies!
Iris le dedicó su famosa sonrisa. Esa que ignoraba los taxímetros y los tropiezos de la vida. Una risa maliciosa atravesó sus ojos. Henriette se sintió aliviada. Pagaría la carrera, pero pronto se lo devolverían multiplicado por cien. Había tenido gastos importantes estos últimos tiempos, gastos imprevistos. Pero si todo funcionaba como tenía pensado, esa secretaria asquerosa no se saldría con la suya. De hecho, a esas horas, ya no debía de estar haciéndose tanto la interesante.
A esas horas, incluso debía de haber dejado de ser interesante del todo.
De vuelta a su casa, de pie en el cuarto de baño, vestida con su camisón largo, Henriette Grobz reflexionaba. Si el plan A no resultaba satisfactorio, el plan B, con Iris, estaba en marcha. Su jornada había sido, a pesar del taxímetro-¡noventa y cinco euros sin la propina!-, positiva.
Ya no se la volverían a jugar más. Con Marcel había pecado de negligencia. Se había dejado llevar, había creído que su vida estaba bien trazada. Gran error. Pero había aprendido una lección: no fiarse nunca de la aparente seguridad, prever, anticipar. La vida de un ama de casa se gestiona como una empresa. La competencia está al acecho, ¡dispuesta a desalojarte! Lo había olvidado, y el despertar había sido brutal.
Plan A, plan B. Todo estaba en marcha.
Contempló con ternura la antigua marca de una quemadura en su muslo. Un pálido rectángulo rosa, liso y suave.
¡Y pensar que todo empezó ahí! ¡Un simple accidente doméstico y se había vuelto a poner en marcha! ¡Qué buena idea había tenido, ese día de primeros de diciembre, al decidir hacerse el moño sola! Se felicitó por ello calurosamente, acariciando el rectángulo.
Ese día, lo recordaba bien, había ido a buscar el alisador del pelo al armario del cuarto de baño. ¡Hacía siglos que no lo utilizaba! Lo había enchufado. Se había desenredado los mechones largos que se agarraban al peine como paja seca, los había separado en bloques iguales y esperaba pacientemente a que la plancha se calentara para alisarlos uno por uno, y levantarlos después para hacerse un moño en lo alto del cráneo. Debía aprender a peinarse sin ayuda de Campanilla, su peluquera. Antes, en los benditos tiempos en los que Marcel Grobz le llenaba la cartera, Campanilla venía a peinarla cada mañana, antes de marcharse a su salón parisino. La había bautizado Campanilla porque realizaba maravillas con sus dedos de hada. Y porque siempre se olvidaba de su nombre. Y además eso tenía un toque afectuoso que revalorizaba a aquella pobre chica que seguía siendo bastante fea, y disminuía el monto de las propinas.
Ya no tenía los medios para regalarse los servicios de Campanilla. Ahora, debía tener cuidado para ahorrar, un euro es un euro. Por la noche, cuando se levantaba para ir al servicio, se iluminaba con una linterna y sólo tiraba de la cadena una de cada tres veces. Al principio, esa caza a los gastos superfluos la había irritado, humillado. Pero había empezado a cogerle el gustillo y debía reconocer que aquello añadía sal a su vida cotidiana. Por ejemplo, por las mañanas, se fijaba una suma de gastos que no debía rebasar en todo el día. Hoy ¡no más de ocho euros! A veces necesitaba grandes dosis de imaginación para cumplir su propósito, pero la necesidad agudiza el ingenio. Una mañana, invadida por una audacia repentina, había decidido: ¡cero euros! Había tenido un pequeño sobresalto de sorpresa. ¡Cero euros! ¿Había dicho eso? Le quedaban algunas galletas, jamón, zumo de naranja, pan de molde, pero para la baguette tierna de la mañana y el lápiz de labios Bourjois de Monoprix habría que encontrar una estratagema. Había permanecido en su cama hasta que dieron las doce. Se revolvía, cavilaba, imaginaba todo tipo de trampas para recuperar una moneda descuidada, un lápiz de labios que cae del mostrador y que empujaría con el pie hasta la salida, ante las narices del vigilante; se retorcía de satisfacción, arrugaba una nariz que volvía a ser femenina, exquisitos hoyuelos de placer horadaban sus mejillas ásperas y arrugadas, cloqueaba, ¡ayayay, qué aventura! Y después, sin poder aguantar más, se había levantado, había escondido sus mechones bajo el sombrero, se puso una blusa, una falda, un abrigo y pisó, con pie de conquistadora, la calle. Valor, se había dicho, mientras el viento se estrellaba en sus ojos y la hacía lagrimear. El frío le atenazaba los dedos, las dos manos no le bastaban para mantener quieto el gran tocado que amenazaba con volar de su cabeza. Le llegó un dulce olor a baguette caliente procedente de la panadería cercana. Miró a su alrededor, buscando un medio para obtener sus fines, y de pronto se arrepintió de haberse dejado llevar hasta tal extremo: ¡cero euros! Había apretado los dientes y había levantado el mentón. Había permanecido un buen rato inmóvil, buscando con la mirada una solución que no encontraba. ¿Irse sin pagar? ¿Dejarlo a deber? Sería hacer trampa. Lágrimas de frío le quemaban las mejillas, sacudía la cabeza, descorazonada, cuando, de pronto, bajó la mirada al suelo y vio un mendigo. Un pobre diablo con bastón blanco que había colocado su platillo al alcance de la mano. Un platillo, además, bien repleto. ¡Salvada! En el paroxismo de su codicia, había buscado en las alturas lo que tenía a sus pies. Un suspiro de felicidad se había escapado de sus labios. Se había estremecido de alegría, pero enseguida volvió a serenarse. Se había secado el sudor de la frente y estudió con calma la situación, los peatones en la avenida, su posición. El ciego había estirado sus delgadas piernas sobre la acera, y golpeaba con la punta de su bastón blanco con el fin de atraer la atención. Ella había mirado a la derecha, a la izquierda, y había vaciado el platillo con un rápido gesto de la mano. ¡Nueve monedas de un euro, seis de cincuenta céntimos, tres de veinte y ocho de diez! Era rica. Había estado a punto de besar al ciego y había subido corriendo a su casa. La risa contenida llenaba sus grandes arrugas y, cuando cerró la puerta, dejó estallar su alegría. ¡Ojala esté allí mañana! Si vuelve, si no se da cuenta de nada, ¡doblo mi apuesta de cero euros diarios!
La aventura le cosquilleaba el vientre, ya no tenía hambre.
El ciego había vuelto. Sentado sobre la acera, un gorro en los ojos, gafas oscuras, un trozo de bufanda alrededor del cuello y las manos atrozmente mutiladas. Ella ponía mucho cuidado en no mirarle para no sentir, en lugar del delicioso escalofrío por el peligro que había corrido, los tormentos de una conciencia poco acostumbrada a cometer hurtos.
Esa caza del gasto cero convertía en apasionantes sus jornadas. Olvidamos a menudo mencionar esa voluptuosidad fuera de la ley de los necesitados obligados a sisar, pensaba Henriette. Ese placer prohibido que transforma cada instante de la vida en una aventura. Porque si, por desgracia, el mendigo cambiaba de lugar, tendría que encontrar otra víctima. Por esa razón había decidido no robarle más que unas monedas cada vez, dejándole algo para subsistir. Y para que no pensara que le estaba desvalijando, hacía tintinear las monedas sustraídas para que creyese que las depositaba en lugar de llevárselas.
Ese famoso día, pues, esa mañana en la que esperaba que la plancha se calentara, se había preguntado de pronto si el ciego estaría en su lugar y, llena de angustia, queriendo verificar en el acto si su pitanza estaba asegurada, se había levantado bruscamente y había tirado la plancha al rojo vivo que había caído sobre su muslo, produciéndole una quemadura horrible. Jirones enteros de piel saltaron cuando retiró el metal candente. La sangre fluía entre la piel arrasada. Lanzó un grito de horror y corrió a ver a la portera, suplicándole que fuese a buscar una pomada, o pidiese consejo a la farmacéutica de la esquina. Fue entonces cuando la buena mujer, a la que antaño había encumbrado con regalos que ella ya no quería, la hizo entrar en su portería, descolgó el teléfono y marcó, con aire misterioso, un número.