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– En unos minutos, no sentirá calor y en una semana, ¡la piel estará sonrosada y hermosa! -le aseguró, golpeando el aparato con expresión de conspiradora.

Después le había pasado a su interlocutora.

Y así fue. El calor desapareció y después la carne abotargada se alisó como por encanto. Cada mañana, Henriette, atónita, constataba la rápida curación.

A pesar de todo, le había costado cincuenta euros y ya podía gruñir, la curandera al otro lado de la línea no cedía. Era su precio. Si no, soplaba por el teléfono y el dolor volvería. Henriette había prometido pagar. Más tarde, en posesión del precioso número, había llamado a la que ya había bautizado como la bruja. Le había dado las gracias, había preguntado a qué dirección debía enviar el cheque y después, cuando estaba a punto de colgar, la otra propuso:

– Si necesita usted otros servicios…

– ¿Qué hace usted además de curar quemaduras?

– Esguinces, picaduras de insectos, venenos, herpes…

Enumeraba con tono mecánico un catálogo de servicios a la carta.

– Inflamaciones diversas, pérdidas blancas, eccemas, asma…

Henriette la había interrumpido. Le había venido, de forma fulgurante, una idea a la cabeza:

– ¿Y las almas? ¿Trabaja usted las almas?

– Sí, pero es más caro… Retorno de afecto, depresión, caza de espíritus, desencantamientos…

– ¿También realiza encantamientos?

– Sí, y es aún más caro. Porque tengo que protegerme si no quiero que me rebote…

Henriette había reflexionado, y concertó una cita.

Un buen día, pues, justo antes de las fiestas de Navidad que iban a consagrar su soledad y su pobreza, se había presentado en casa de Chérubine. En un viejo edificio del distrito veinte. Calle Vignoles. Sin ascensor, una moqueta verde tachonada de manchas y agujeros, un olor a col rancia, una vivienda en el tercer piso en la que, sobre el timbre, un cartel decía: «Llame aquí si está perdido». Le abrió una mujer gruesa. Entró en un apartamento minúsculo donde cabía con dificultad el diámetro de la cintura de su propietaria.

Todo era rosa en casa de Chérubine. Rosa y en forma de corazón. Los cojines, las sillas, los cuadros de las paredes, los platos, los espejos y las flores de papel maché. Hasta la frente abombada y reluciente de Chérubine estaba adornada con tirabuzones lacados. Sus brazos, grasos y blanduzcos como el queso blanco, salían de una chilaba de fular rosa. A Henriette le pareció que había entrado en la caravana de una gitana obesa.

– ¿Me ha traído ella una foto? -preguntó Chérubine encendiendo velas rosas sobre una mesa de bridge cubierta con un mantel rosa.

Henriette sacó de su bolso una foto de cuerpo entero de Josiane, y la colocó ante la gruesa mujer cuyo pecho se levantaba emitiendo un silbido. Tenía la tez pálida, el pelo extraño. Le debía de faltar clorofila. Henriette se preguntó si saldría alguna vez de casa. Quizás haya entrado un día y ya no pudo volver a salir, vista su envergadura y la estrechez de la estancia.

Levantando la mirada, mientras Chérubine sacaba una caja de labor de debajo de la mesa, Henriette percibió, colocada sobre la esquina de una cómoda, una gran estatua de la Virgen María que, las manos juntas y una corona dorada sobre su velo blanco, se inclinaba hacia ellas. Se sintió aliviada.

– ¿Y qué desea ella exactamente? -preguntó entonces Chérubine, adoptando el mismo aire devoto e inclinado que la Virgen.

Henriette dudó durante un instante, preguntándose si Chérubine se dirigía a ella o a la Virgen. Después se rehízo.

– En realidad no quiero recuperar un afecto -explicó Henriette-, quiero que mi rival, la mujer de la foto, caiga en una profunda depresión, que todo lo que toque se agrie y que mi marido vuelva.

– Ya veo, ya veo… -dijo Chérubine cerrando los ojos y cruzando los dedos sobre su abundante pecho-. Es una petición muy cristiana. El marido debe permanecer junto a la mujer que ha elegido como compañera el resto de su vida. Ésos son los lazos sagrados del matrimonio. El que los deshace provoca la furia divina. Vamos a pedir, pues, un encantamiento de primer grado. ¿Desea ella su muerte?

Henriette dudó. El uso del pronombre personal de tercera persona del singular la turbaba. Le costaba entender a quién se dirigía Chérubine.

– No quiero su muerte física, sólo quiero que desaparezca de mi vida.

– Ya veo, ya veo… -salmodió Chérubine, los ojos todavía cerrados, pasando y repasando sus manos sobre su pecho como si lo amasara.

– Esto… -preguntó Henriette-, ¿qué es exactamente un encantamiento de primer grado?

– Pues bien, esa mujer se sentirá muy cansada, perderá el gusto por todo, el gusto por el acto sexual, por las tartaletas de fresas, por la conversación, por jugar con sus hijos. Irá marchitándose como una flor cortada. Perderá su belleza, su risa, su fuerza. En una palabra: perecerá lentamente, tendrá pensamientos sombríos e incluso suicidas. Una flor cortada, no puede decirse mejor…

Henriette se preguntó si era por esa razón que el apartamento estaba lleno de flores de papel maché. Una flor por víctima.

– ¿Y mi marido volverá?

– El aburrimiento y el asco se extenderán a todo lo que toque esa mujer y, a menos que él esté movido por un amor extraordinario, más fuerte que el sortilegio, se alejará de ella.

– Perfecto -dijo Henriette, hinchándose de satisfacción bajo su sombrero-. Necesito que él siga en forma para mantener su negocio y ganar dinero.

– Entonces le protegeremos… Ella deberá traerme una foto suya.

¡Ah! ¡Tendrá que volver! La boca de Henriette se arrugó con una mueca de asco.

– ¿Tiene hijos con esa mujer?

– Sí. Un hijo.

– ¿Quiere ella que se le trabaje también?

Henriette dudó. Al fin y al cabo, era un bebé…

– No. Primero quiero desembarazarme de ella…

– Perfecto. Ahora ella puede marcharse, voy a concentrarme en la foto. Los efectos serán inmediatos. El sujeto va a sumergirse en una languidez y un malestar perpetuos, en una tristeza existencial, y perderá el gusto por todo.

– ¿Está usted segura? ¿Completamente segura?

– Ella podrá verificarlo, si está en sus manos… Chérubine no fracasa nunca.

Se volvió hacia la estatua de escayola y juntó las manos en signo de sumisión a la Virgen.

– El hombre casado no debe abandonar a su esposa. El sacramento del matrimonio es sagrado. Ya lo verá -añadió volviéndose hacia Henriette-. Ella sabrá decírmelo… ¿Tiene ella un medio para verificar la eficacia del sortilegio?

Henriette pensó en la criada que encontraba en el parque cuando ésta paseaba al niño, y a la que sobornaba desde hacía varios meses para conseguir noticias de la repudiada pareja.

– Sí. Podré, en efecto, seguir los progresos de su…

Quiso pronunciar la palabra «trabajo», pero no lo consiguió. Se sentía oprimida en esa atmósfera de calor sofocante, en la que los muebles parecían acercarse a ella poco a poco y rodearla.

– Serán seiscientos euros. En efectivo. Acepto cheques para las pequeñas sumas, para las grandes quiero efectivo. ¿Ella lo ha comprendido?

Henriette se atragantó. Había calculado que la bruja le pediría doscientos, trescientos euros como mucho.

– Es que sólo tengo trescientos euros aquí…

– No hay problema, ella me los da y volverá con el resto cuando traiga la foto del marido. Pero hay que volver pronto… -añadió con cierto tono de amenaza en la voz-. Porque si empiezo el trabajo…

Se acentuó el silbido de su respiración. Apoyó la mano en el pecho, lanzó un largo suspiro que terminó en un mugido. Henriette tembló. Se preguntaba si no había cometido un gran error recurriendo a esa mujer. Pero la imagen de Marcel y Josiane cubiertos de amor, beatíficos en su gran piso, barrió sus escrúpulos.