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Había sacado los billetes escondidos en el sujetador y los había dejado sobre la mesa.

Ese día había salido a la calle, aturdida. Sin un céntimo. Había tenido que hacer un esfuerzo para entrar en una boca de metro y había vuelto a su casa, preocupada. Debería multiplicar sus días a cero euros para pagar a Chérubine.

Tres semanas más tarde, se había desplazado hasta el parque Monceau en busca de la sirvienta, a la que encontró sentada en un banco leyendo una revista, mientras el retoño en su sillita estaba inmerso en la contemplación de un pegajoso envoltorio de caramelo.

– Buenos días… -había dicho sentándose al lado de la chica.

– Buenas -había respondido la chica levantando los ojos de la revista.

– ¿Ha pasado buenas fiestas?

– Así, así…

– Feliz Año Nuevo -añadió Henriette, que pensaba que la muchacha no hacía muchos esfuerzos para animar la conversación.

– Gracias. Igualmente…

– ¿Qué está haciendo? -había preguntado Henriette señalando al niño con la punta de su escarpín.

– Es el papel de su piruleta -había contestado la chica, inclinándose para limpiar las mejillas maculadas de caramelo-. Le encantan las piruletas. Las mordisquea…

– ¡Parece que los devore!-exclamó Henriette-. ¡El caramelo y el papel!

– Está intentando leer el chiste que hay escrito.

– ¿Es que lee?

– ¡Uf! ¡Hace maravillas este niño! No me lo puedo creer. No sé en qué estaban pensando cuando lo fabricaron, ¡pero no debían de estar contándose tonterías!

Dejó a la criada hablar del niño, de los asombrosos progresos que hacía cada día, de sus expresiones joviales o enojadas, del estado de sus dientes, de sus pies, de sus excrementos bien compactos.

– ¡Sólo le falta hablar! Y si quiere usted mi opinión ¡no va a tardar mucho!

Henriette intentó aparentar interés, escuchó todavía algunas anécdotas sorprendentes viniendo de un niño de esa edad, y después la cortó.

No iba a empezar a enternecerse ante un retoño que babeaba con el papel de una piruleta.

– ¿Y la madre? ¿Se encuentra bien? Ya no la veo por el parque…

– ¡No me hable! Está completamente deprimida.

– Pero ¿qué le pasa?

– Tiene una languidez terrible.

– ¿Ah, sí? ¿Con toda la felicidad que acaba de entrar en su vida?

– ¡Resulta completamente incomprensible!-dijo la chica sacudiendo la cabeza-. Se pasa los días en la cama. Llorando a todas horas. Empezó una mañana, me dijo creo que tengo la gripe, me siento débil, todo me da vueltas y se volvió a acostar… y desde entonces, no ha levantado cabeza. ¡El pobre señor no sabe ya qué hacer! Le van a salir costras en el cráneo de tanto rascarse la cabeza. Incluso el pequeño ha dejado de balbucear. Se dedica a sus lecturas, atrapa todo lo que cae en sus manos y, como le digo, ¡pronto leerá solo! A la fuerza, no tiene a nadie que le divierta, se aburre ¡y entonces lee!

Henriette escuchaba, maravillada. Habría besado el aire que respiraba. ¡Así que funcionaba! Era como la quemadura: Josiane iba a desaparecer como por encanto.

– ¡Dios mío! ¡Eso es terrible!-dijo con un tono que pretendía ser de compasión, pero que relinchaba de felicidad-. ¡Pobre señor!

La chica asintió y prosiguió:

– Da vueltas como una peonza. Ella está acostada todo el día, no quiere ver a nadie, ni siquiera quiere que le abran las cortinas, la luz le hace daño en los ojos. Hasta Navidad, todo iba bien. En Navidad, se levantó, incluso tuvo invitados, pero después ¡terrible!

Henriette leía en los labios de la muchacha el boletín de su victoria.

– Tengo que hacerlo todo yo. ¡La casa, la cocina, la ropa y el niño! ¡No tengo ni un minuto libre! Salvo cuando salgo a pasearle… Entonces, respiro un poco, puedo leer un libro.

– A veces ocurren, ¿sabe?, esas depresiones. Se llaman depresiones posparto. En fin, en mis tiempos decíamos eso.

– Ella se niega a ir al médico. ¡Se niega a todo! Dice que hay mariposas negras revoloteando en su cabeza. Se lo juro, son sus propias palabras. ¡Mariposas negras!

– ¡Dios mío!-suspiró Henriette-. ¡Tan grave es!

– ¡Ya se lo estoy diciendo! A mí eso no me viene bien. ¡Y es imposible hacerla entrar en razón! Dice que se le pasará. Y lo que va a pasar ¡es que vamos a acabar marchándonos todos!

– ¡Oh! ¡Él no hará eso! ¡Está enamorado de Josiane!-había protestado Henriette, a quien le costaba contener su alegría.

– ¿Conoce usted a muchos hombres que aguanten la enfermedad? Quince días bueno, ¡pero no más! Y esto ¡hace semanas que dura! No le auguro mucho futuro a esa pareja. Y lo siento por el niño. Siempre son ellos los que pagan en esos casos…

Había dirigido su mirada hacia el bebé, que las observaba fijamente, como si intentara comprender lo que se decía por encima de su cabeza.

– Pobre pequeñín -había susurrado Henriette-. ¡Es tan rico! Con sus ricitos rojos y sus encías en carne viva.

Se había inclinado hacia el retoño, había querido posar su mano sobre su cabeza. Él había lanzado un grito estridente, se había puesto tenso y había retrocedido hasta el fondo de la sillita para evitar su caricia. Peor aún: había unido los pulgares y los dos índices y blandió hacia ella una especie de rombo amenazante, gritando para que se alejase.

– ¡Pero bueno! ¡Se diría que es usted el mismísimo diablo! ¡Así es como alejan al Maligno en El exorcista!

– ¡No, mujer, es mi sombrero! Le da miedo. Me pasa mucho con los niños.

– Es cierto que es extraño. Parece un platillo volante. ¡No debe de ser muy práctico en el metro!

Henriette se contuvo para no mandarla a paseo. ¿Acaso tengo pinta de coger el metro? Su boca se torció para impedir que se le escapara una réplica hiriente. Necesitaba a esa chiquilla.

– Bueno -había dicho levantándose-, la dejo a usted con su lectura…

Había deslizado un billete en el bolso entreabierto de la chica.

– ¡Oh! No es necesario. Me quejo, pero son buenos conmigo…

Henriette se había marchado con una sonrisa en los labios. Chérubine había trabajado bien.

Todo eso costaba dinero, seguro, calculaba Henriette en camisón, acariciándose la quemadura rosa y lisa del muslo, pero también era una inversión. Pronto Josiane no sería más que un despojo. Con un poco de suerte, se volvería amargada, agresiva. Rechazaría a papá Grobz, le echaría de su cama. Marcel, desamparado, volvería con ella. Él podía llegar a ser así de pánfilo. Siempre le había extrañado que un hombre tan temible en los negocios pudiese ser tan ingenuo en el amor. Y además, la criada tenía razón, a los hombres no les gustan las enfermas. Las soportan durante un rato, luego se desentienden.

Ahora quizás, se dijo metiéndose en su cama, sería el momento de pasar a la etapa siguiente de mi plan: acercarme a Grobz, fingir que quiero discutir los términos del divorcio, mostrarme dulce, comprensiva, dar muestras de arrepentimiento. Entonar el mea culpa. Adormecerle y atraparle. Y, esta vez, ya no se volvería a escapar.

Y si eso no funcionaba, siempre estaría el plan B. Iris había vuelto a la vida, por lo que parecía. Había esbozado una gran sonrisa triunfante cuando se había bajado del taxi. Plan A, plan B… ¡Estaría salvada!

* * *

Gary y Hortense, en un Starbucks café, saboreaban un capuchino. Gary se había citado con Hortense durante su pausa para comer; miraban a través del escaparate pasar a la gente por la acera, hundiendo los labios en la espuma blanca y espesa. Era uno de esos días de invierno que los ingleses llamaban «gloriosos». What a glorious day!, decían, por la mañana, saludándose con una gran sonrisa satisfecha, como si fueran personalmente responsables. Cielo azul, frío intenso, luz brillante.

Hortense se fijó en un hombre que caminaba mientras terminaba de vestirse con una mano y comía un donut con la otra. ¡Qué tarde! ¡Qué tarde!, canturreó estudiando su caminar de pingüino retrasado. Estaba tan ocupado que no vio la pared transparente de una marquesina de autobús y se golpeó de frente; por efecto del golpe, se dobló y soltó todo lo que llevaba. Hortense se echó a reír y dejó la taza que sorbía lentamente.