– Bueno… Se diría que estás en forma -declaró Gary con tono siniestro.
– ¿Por qué? ¿Tú no lo estás? -respondió Hortense sin dejar de mirar al hombre.
Ahora él estaba a cuatro patas, intentando recuperar el contenido de su maletín derramado sobre la acera, la marea de peatones se abría para evitarle y se cerraba una vez franqueado el obstáculo.
– Ayer por la tarde fui convocado por mi abuela…
– ¿En Palacio?
Gary asintió. El capuchino había dibujado un fino bigote blanco encima de sus labios. Hortense lo borró con el dedo.
– ¿Por algún motivo en particular? -preguntó mientras seguía mirando con el rabillo del ojo al hombre arrodillado que respondía al teléfono e intentaba cerrar el maletín a la vez.
– Sí, dijo que ya he holgazaneado bastante, que debo decidir lo que voy a hacer el año que viene. Estamos en enero… Es ahora cuando tengo que inscribirme en la universidad…
– ¿Y qué le has respondido?
El hombre había colgado, se preparaba para volver a ponerse de pie, cuando se puso a golpearse los muslos y el pecho con todas sus fuerzas, con expresión de pánico, los ojos mirando a todos lados.
– Pues ése es el problema, nada. ¿Sabes?, ¡impresiona mucho! Tienes que obedecerla en todo…
Hortense contuvo la risa. ¿Y ahora qué le pasaba?
– Me dio a elegir entre una academia militar o una facultad de derecho, algo así. Me precisó que todos los hombres de la familia habían pasado por el ejército, ¡incluso ese viejo pacifista de Carlos!
– ¡Te van a afeitar la cabeza!-exclamó Hortense, sin dejar de ver el espectáculo en la calle-. ¡Y vas a llevar un uniforme!
El hombre parecía haber perdido su teléfono y volvió a ponerse a cuatro patas entre el gentío para buscarlo.
– ¡No iré a una academia militar, no entraré en el ejército ni estudiaré derecho, negocios o cualquier otra cosa!
– Bueno, al menos está claro… Entonces ¿cuál es el problema?
– ¡El problema es la presión a la que va a someterme ella! No te suelta así como así, ¿sabes?
– ¡Eres tú quien decide, es tu vida! Tienes que decirle lo que tú tienes ganas de hacer.
– Quiero hacer música… Pero no sé todavía de qué modo. Pianista. ¿Es una profesión, pianista?
– Si estás dotado y trabajas como un loco.
– Mi profe dice que tengo un oído absoluto, que debo continuar pero… No sé, Hortense. No sé. Sólo hace ocho meses que estudio piano. Es angustioso decidir a mi edad lo que voy a hacer durante toda la vida…
El hombre había encontrado el móvil y, todavía agachado, intentaba recolocar la tapa, mientras mantenía su maletín agarrado bajo el brazo, lo que no facilitaba la tarea.
– Vuelve a acostarte, chaval -suspiró Hortense-, ¡hoy no es tu día!
– ¡Muchas gracias!-exclamó Gary-. ¡La verdad es que a ti se te ocurren fácilmente las soluciones!
– ¡No te lo decía a ti! Hablaba del hombre que se acaba de caer en la calle. ¿No has visto nada?
– ¡Creía que me estabas escuchando! ¡Eres realmente increíble, Hortense! ¡Los demás te importan un comino!
– No es eso… Es que empecé a ver el culebrón del tío ese en la calle antes de que empezases a hablar. Bueno, ya no le miro más, te lo prometo…
Sólo un último vistazo: el hombre se había incorporado y buscaba algo por el suelo. ¡No irá a recoger su donut! Levantó ligeramente las nalgas para seguirle. El hombre escrutaba la acera, localizó el bollo un poco más lejos, al lado del pie de la marquesina, se agachó, lo recogió, le quitó el polvo y se lo llevó a la boca.
– ¡Agg, qué tío más asqueroso!
– Muchas gracias -dijo Gary, levantándose-. ¡Vete a la mierda, Hortense!
Abrió la puerta del café y salió cerrándola de golpe.
– ¡Gary!-gritó Hortense-, vuelve…
No se había terminado el capuchino y dudaba si dejarlo en la mesa. Era su comida.
Se precipitó a la calle y buscó con la mirada en qué dirección se había marchado Gary. Percibió sus espaldas anchas, su gran estatura que giraba en la esquina de Oxford Street con una pirueta furiosa. Le alcanzó y le cogió del brazo.
– ¡Gary! Please! ¡No estaba hablando de ti cuando he dicho «tío asqueroso»!
Gary no respondió. Avanzaba con grandes zancadas y a ella le costaba seguirle.
– Teniendo en cuenta que mides dieciocho centímetros más que yo, tus zancadas son, pues, un dieciocho por ciento más grandes que las mías. Si continúas a ese ritmo, pronto me dejarás atrás y ya no podremos hablar…
– ¿Quién te ha dicho que tengo ganas de hablar? -masculló él.
– Tú, hace un momento.
El permaneció mudo y continuó a paso ligero, arrastrándola del brazo derecho.
– ¿Es que voy a tener que tirarme al suelo? -preguntó ella, sin aliento.
– Vete a la mierda.
– ¡Qué argumento tan poco consistente! Tu abuela tiene razón, deberías continuar tus estudios, estás perdiendo vocabulario.
– ¡Que te jodan!
– ¡No estás mejorando!
Continuaron caminando. What a glorious day! What a glorious day!, canturreaba mentalmente Hortense. Esa mañana, había sacado la mejor nota en clase de estilo y había dibujado un ojal muy elegante para la clase de la tarde. Los otros alumnos la detestarían. Si apreciaba el estilo, no dejaba de lado la técnica y recordaba una frase que leyó en una revista: «Un diseñador que no conoce la técnica no es más que un ilustrador».
– Te doy hasta la esquina de la calle para cambiar de humor, porque en la esquina nuestros caminos se separan. Mi tiempo es valioso.
Él se detuvo con tanta brusquedad que ella chocó contra él.
– Quiero hacer música, es la única cosa de la que estoy seguro. No fumo, no bebo, no me drogo, no siso en las tiendas para conseguir un determinado look, no me dedico a escuchar cómo me crece el pelo esperando a Dios, no tengo gustos caros, pero quiero hacer música…
– Pues entonces, dile todo eso…
Gary se encogió de hombros y la miró desde su gran altura. Sus ojos se detuvieron por encima de ella y dibujaron un techo de cólera.
– ¿Saco el pararrayos o me fulminas ahora mismo? -preguntó ella.
– ¡Como si fuese tan sencillo! -dijo él levantando los ojos al cielo.
– Y tu madre, ¿qué dice?
– Que haga lo que quiera, que todavía tengo tiempo…
– ¡Y tiene mucha razón!
Él se había sentado sobre un murete y se había levantado el cuello del chaquetón. Estaba enternecedor, refugiado dentro de las grandes solapas, con unos rizos de pelo negro cayendo sobre sus ojos perdidos. Ella fue a sentarse a su lado.
– Escucha, Gary, te puedes permitir el lujo de poder hacer lo que quieras. No tienes problemas de dinero. Si tú no intentas hacer lo que te apasiona en la vida, ¿quién podría hacerlo?
– Ella no lo entenderá.
– ¿Desde cuándo dejas que otro decida tu vida?
– Tú no la conoces. No cede fácilmente. Presionará a mamá, que se sentirá culpable por no ocuparse de mí «seriamente» -dibujó unas comillas en el aire- e intervendrá.
– Pídele que confíe en ti durante un año…
– ¡Pero un año no bastará! Necesitaré mucho más tiempo para hacer música de verdad… ¡No voy a hacer un curso de cocina!
– Inscríbete en una escuela de música. Una buena escuela de música. Una que imponga.
– No querrá oír hablar de eso…
– ¡Pasa de ella!