Выбрать главу
* * *

A primera hora, tenía clase de historia del arte.

El profesor, un hombre completamente gris, con cutis de marfil, hablaba con lentitud, arrastrando las palabras, y tenía una barriguita redonda que sobresalía de un chaleco burdeos. El cuello de su camisa era un cuello rácano. Habría que darle amplitud al cuello, a las mangas, a los faldones, observaba Hortense mientras dibujaba croquis sobre su hoja en blanco. Insuflarle el viento de alta mar. Él explicaba cómo el arte y la política caminan a veces de la mano, y a veces iban cada uno por su lado. Preguntó a la adormecida clase cuándo habían nacido los primeros partidos políticos.

– ¿En el mundo? -preguntó Hortense levantando la cabeza de su cuaderno.

– Sí, señorita Cortès. Pero más concretamente en Inglaterra, pues los primeros partidos, mal que le pese, nacieron en Inglaterra. No tienen ustedes la exclusividad de la democracia, a pesar de su Revolución francesa.

Hortense no tenía ni idea.

– En Inglaterra -prosiguió tirando de las puntas de su chaleco-. En el siglo XVII. Existieron primero lo que llamaban «agitadores», que arengaban a los hombres en los ejércitos, después, en 1679, una querella enfrentó a los parlamentarios con las personalidades del reino. Los debates se hicieron más intensos, se insultaban tratándose de tories, ladrones de ganado, y de whigs, asaltantes de caminos. Estos insultos permanecieron y así nacieron los nombres de las dos grandes formaciones políticas inglesas. Más tarde, en 1830, se fundó el primer partido político, se trataba del partido conservador, el primer partido europeo y podemos decir también del mundo…

Se detuvo, satisfecho. Su mano tamborileó sobre su vientre redondo. Hortense cogió un lápiz y se dedicó a vestirle con brillantez. Un hombre tan cultivado debería ser elegante. Se puso a dibujar una camisa de caballero: el cuello, las mangas, los botones, la caída, la forma larga, con faldones regulares, irregulares.

Pensó en el torso de Gary y garabateó un torso juvenil dentro de un cuello de chaquetón. Su Alteza Real Gary. Gary perseguido por los paparazzi. Dibujó camisas de golfo cubiertas de cazadoras estrechas, y añadió sonriendo unas gafas negras. Gary en Buckingham, en una recepción, ¿frente a la reina? Esbozó una camisa romántica de esmoquin con múltiples pliegues. No demasiado anchos, los pliegues. Se le rompió la punta de su lápiz, y cayó un montón de mina sobre la hoja en blanco. «¡Jolines!», dejó escapar. «Eres como tu madre, ¡nunca dices joder!». Se sentía incómoda con su madre. Su amor pesaba toneladas. El deseo de querer dar todo al hijo que se ama envenena el amor. Encierra al niño en una gratitud obligada, en un reconocimiento pueril. No era culpa de su madre, pero era pesado soportarlo.

La emoción era un lujo que no podía permitirse. Cada vez que estaba a punto de sucumbir a ella, la bloqueaba. Clic, clac, cerraba escotillas. Y así continuaba siendo un buen ejemplo para sí misma. Seguía siendo su mejor amiga. Es el problema de las emociones, te torpedean. Te destrozan en mil pedazos. Te enamoras y, de pronto, te ves demasiado gorda, demasiado delgada, senos demasiado pequeños, senos demasiado grandes, demasiado baja, demasiado alta, nariz demasiado grande, boca demasiado pequeña, dientes amarillos, cabello graso, estúpida, sarcástica, pegajosa, ignorante, parlan- china, muda. Dejas de ser tu mejor amiga.

Al volver de ir de compras con su madre, mientras levantaban el brazo para parar un taxi, habían visto a un caracol refugiado en el borde de la avenida, metido en su concha, intentando pasar desapercibido bajo una hoja seca. Su madre se había agachado, lo había recogido y le había hecho cruzar la avenida. Hortense se había encerrado inmediatamente en un reproche mudo.

– Pero ¿qué te pasa?-había preguntado Joséphine, al acecho del menor cambio de humor que apareciese en el rostro de su hija-. ¿No estás contenta? Creía que lo pasarías bien si te regalaba un día de compras…

Hortense había sacudido la cabeza, exasperada.

– ¿Te sientes obligada a ocuparte de todos los caracoles que encuentras?

– ¡Pero es que iban a aplastarle si cruzaba!

– ¿Y tú qué sabes? Quizás le ha costado tres semanas cruzar la calzada, y estaba descansando, aliviado, antes de ir al encuentro de su pareja y tú, en diez segundos, ¡le devuelves a su punto de partida!

Su madre la había mirado, pasmada. Sus ojos asustados se habían llenado de lágrimas. Había corrido a buscar el caracol y habían estado a punto de atropellada. Hortense la había cogido por la manga y la había empujado dentro de un taxi. Ése era el problema de su madre. La emoción le enturbiaba la vista. Y a su padre también. Lo tenía todo para triunfar, pero se licuaba en cuanto se enfrentaba a una sombra de adversidad, a una nube de hostilidad. Sudaba la gota gorda. Ella, de pequeña, sufría durante las comidas en casa de Iris o de Henriette, cuando veía aparecer los primeros signos de angustia. Juntaba las manos bajo la mesa, rezando para que la inundación se detuviese, y sonreía, inerte. Los ojos hacia dentro para no ver.

Así que ella lo había aprendido todo. A bloquear su transpiración, a bloquear sus lágrimas, a bloquear la onza de chocolate que la engordaría, a bloquear la glándula sebácea que se transformaría en espinilla, el azúcar del caramelo que se convertiría en caries. Bloqueaba todas las entradas de la emoción. La chica que quería convertirse en su mejor amiga, el chico que la acompañaba e intentaba besarla. No quería correr ningún peligro. Cada vez que corría el riesgo de dejarse llevar, pensaba en la frente humedecida de su padre y la emoción se paraba de golpe.

¡Así que nadie le dijera sobre todo que se parecía a su madre! Era el trabajo de toda una vida el que se ponía en entredicho.

No se controlaba únicamente porque le desagradaran las emociones, lo hacía también por una cuestión de honor. El honor perdido de su padre. Quería creer en el honor. Y el honor, estaba segura, no tenía nada que ver con las emociones. En el colegio, cuando había estudiado El Cid, se había implicado hasta el fondo en los tormentos de Rodrigo y Jimena. El la ama, ella le ama, eso es la emoción, eso les convierte en débiles y cobardes. Pero él había matado a su padre, ella debía vengarse, su honor estaba en juego y ahí se alzaban. Corneille lo había dejado bien claro: el honor engrandece al hombre. La emoción lo doblega. Al contrario que Racine. No aguantaba a Racine. Berenice la ponía nerviosa.

El honor era una mercancía escasa. La compasión había reemplazado al honor. Los duelos se habían prohibido. A ella le hubiese encantado batirse en duelo. Provocar a quien le faltase al respeto. Despedazar de un sablazo al ofensor. ¿Con quién, de esta adormecida clase, me gustaría cruzar la espada?, se preguntó sobrevolando con la mirada a la asistencia.

Percibió, a su izquierda, el perfil de su compañera de piso. Agathe había hundido la cabeza bajo el brazo como si estuviese tomando apuntes, pero dormitaba. De frente podían creerla absorta por el discurso del profesor, pero de lado se veía perfectamente que estaba dormida. Había vuelto a casa a las cuatro de la mañana. Hortense la había oído vomitar en el cuarto de baño. Esa nunca luchaba. Reptaba. Dejaba que esos enanos de mal gusto dictaran su ley. Iban a buscarla casi todas las noches. Ni siquiera llamaban para avisarla. Llegaban, gritaban: «¡Venga! ¡Vístete que salimos!», y ella los seguía. No puedo creerme que esté enamorada de uno de ellos. Son gnomos vulgares, brutales, vanidosos. Tienen una voz extraña como de brasas ardientes, una voz que se te agarra a la garganta, que te quema el rostro, que te provoca temblores en todo el cuerpo. Ella les evitaba, pero también se entrenaba para no dejarse dominar por el miedo cuando se los cruzaba. Los mantenía a distancia, imaginaba que había un kilómetro entre ellos. Era un ejercicio difícil, porque eran terroríficos, a pesar de sus sonrisas forzadas.