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Y sin embargo esa chica tenía talento. Era una diseñadora bastante inspirada, una estilista que no dibujaba, sino que encontraba instintivamente la línea del vestido, los cortes. Añadía el pequeño detalle que afinaría el talle y estilizaría la silueta. Sabía trabajar una tela. No conocía el gusto por el esfuerzo y el trabajo. Las habían elegido a las dos, entre ciento cincuenta candidatos, para un periodo de prácticas en Vivienne Westwood. Sólo contratarían a una. Hortense esperaba ser la elegida. Todavía había que pasar una entrevista. Se había documentado sobre la historia de la marca, con el fin de salpicar la entrevista de esos pequeños detalles que le darían ventaja. Seguramente Agathe ni siquiera había pensado en eso. Estaba demasiado ocupada en salir, bailar, beber, fumar, mover las caderas. Y vomitar.

Story of her Ufe [8] pensó Hortense dibujando el último botón de la camisa blanca de esmoquin de Gary, cenando en Buckingham Palace.

* * *

– ¿No quieres ir a Londres?

Zoé sacudió la cabeza, bajando la mirada.

– ¿Ya no quieres ir nunca más a Londres?

Zoé emitió un largo suspiro que quería decir no.

– ¿Te has peleado con Alexandre?

La mirada de Zoé se deslizó hacia un lado. Nada en su rostro le permitía saber si estaba enfadada, infeliz o amenazada por algún peligro.

– ¡Pero di algo, Zoé! ¿Cómo quieres que lo adivine?-se enfadó Joséphine-. Antes dabas saltos de alegría cuando te ibas a Londres, ¡y ahora ya no quieres volver! ¿Qué te pasa?

Zoé lanzó una mirada furiosa a su madre.

– Son las ocho menos cinco. Voy a llegar tarde al colegio.

Cogió su cartera, se la echó a la espalda, ajustó las correas y abrió la puerta de entrada. Antes de salir, se volvió y la amenazó.

– ¡Y no entres en mi habitación! ¡Prohibido!

– ¡Zoé! ¡Ni siquiera me has dado un beso! -continuó Joséphine viendo desaparecer la espalda de su hija.

Corrió por la escalera, bajó los escalones de cuatro en cuatro y alcanzó a Zoé en el vestíbulo del inmueble. Se vio en el espejo, en pijama con una camiseta que le había regalado Shirley que decía: Muerte a los glúcidos. Sintió vergüenza cuando cruzó su mirada con la de Gaétan Lefloc-Pignel, que se había reunido con Zoé. Giró sobre sí misma y se metió en el ascensor. Allí se encontró frente a una joven rubia que no tenía mejor aspecto que ella.

– ¿Es usted la mamá de Gaétan? -preguntó, feliz de conocer a la señora Lefloc-Pignel.

– Había olvidado su plátano para el recreo. A veces tiene bajadas de tensión, necesita azúcar. Así que he corrido para alcanzarle y… No he tenido tiempo de vestirme, he salido tal cual.

Llevaba puesto un impermeable sobre el camisón y estaba descalza.

Se frotaba los brazos, evitando la mirada de Joséphine.

– Me alegra mucho conocerla. No la había visto nunca…

– ¡Oh! Es mi marido, no le gusta que yo…

Se detuvo como si pudiesen oírla.

– ¡Se pondría furioso si me viera sin vestir en el ascensor!

– Yo no estoy en mejor situación que usted -exclamó Joséphine-. He corrido detrás de Zoé. Se ha marchado sin darme un beso; no me gusta empezar el día sin un beso de mi hija…

– ¡A mí tampoco! -suspiró la señora Lefloc-Pignel-. Qué suaves son los besos de los niños.

Parecía una niña. Enclenque, pálida, dos grandes ojos pardos asustadizos. Bajaba la mirada y temblaba ajustándose los faldones del impermeable. El ascensor se detuvo y salió del ascensor diciendo varias veces adiós, aguantando la pesada puerta. Joséphine se preguntó si querría confiarle algo. De sus cabellos recogidos en dos trenzas finas se escapaban algunos mechones rubios. Lanzaba miradas inquietas a derecha e izquierda.

– ¿Quiere usted tomar un café en mi casa? -preguntó Joséphine.

– ¡Oh, no! No sería…

– Podríamos conocernos mejor, hablar de los niños… Vivimos en el mismo edificio y no nos conocemos.

La señora Lefloc-Pignel se frotaba los brazos de nuevo.

– Tengo una lista de cosas que hacer. No debo retrasarme…

Hablaba como si se sintiese aterrada de olvidar algo.

– Es usted muy amable. En otra ocasión, quizás…

Seguía reteniendo la puerta del ascensor con su brazo enjuto.

– Si ve usted a mi marido, no le diga que me ha visto usted así, desaliñada… Es demasiado… ¡Le da mucha importancia a la etiqueta!

Lanzó una risita incómoda, se frotó la nariz con el codo, escondiendo su rostro en la manga del impermeable.

– Gaétan es encantador. A veces llama a casa… -tanteó Joséphine.

La señora Lefloc-Pignel la miró, aterrada.

– ¿ No lo sabía?

– A veces me echo la siesta por la tarde…

– No conozco bien a sus otros dos hijos, Domitille y…

La señora Lefloc-Pignel alzó las cejas, dudó como si también ella tratara de recordar el nombre de su hijo mayor. Joséphine repitió:

– Pero Gaétan es encantador.

Ya no sabía qué más decir. Le hubiese gustado que ella soltara la puerta del ascensor. Hacía frío y la camiseta Muerte a los glúcidos no era muy gruesa.

Finalmente, como con lástima, la señora Lefloc-Pignel dejó que la puerta se cerrase. Joséphine le hizo un gesto amistoso con la mano. Debe de tomar tranquilizantes. Tiembla como una hoja, se sobresalta al menor ruido. No debe de ser una compañía muy agradable, ni una madre muy presente. Nunca la había visto en el colegio, ni en el supermercado del barrio. ¿Dónde iría a hacer la compra?

Después cambió de opinión. Quizás hace como yo, que vuelvo al Intermarché de Courbevoie. Una costumbre que conservo de mi vida anterior. Todavía tenía la tarjeta de cliente. Antoine tenía también una. Dos tarjetas para una sola cuenta. Era todavía un vínculo que conservaba con él.

Entró en casa y decidió ir a correr. Pasó delante del cuarto de Zoé y empujó la puerta. No entró. Una promesa es una promesa. Había llegado otra postal. Con la letra de Antoine. Se la había entregado a Zoé, que se había encerrado en su habitación para leerla. Había oído la doble vuelta de llave que significaba que no había que molestarla. Joséphine no había preguntado nada.

Zoé permaneció encerrada en su habitación con Papatabla. Joséphine pegaba la oreja en la puerta, y escuchaba a Zoé pedirle su opinión sobre una regla gramatical o un problema de matemáticas, una falda o un pantalón. Hacía las preguntas y daba las respuestas. Decía: «Claro, qué tonta soy, tienes razón» y se echaba a reír. Con una risa forzada, que inquietaba a Joséphine.

Por la noche, Zoé cenaba en silencio, evitando su mirada, sus preguntas.

«Pero ¿qué puedo hacer?», se preguntaba Joséphine corriendo alrededor del lago esa mañana. Había hablado con los profesores de Zoé pero no, le habían contestado, todo va bien, participa, juega en el patio, entrega los deberes limpios y bien hechos, aprende las lecciones. Echaba de menos a la señora Berthier. Le hubiera gustado confiarse a ella.

La investigación sobre su muerte no avanzaba. Joséphine había vuelto a ver a la capitán Gallois. Amable como una circular administrativa.

– Tenemos muy pocos elementos. Le mentiría si le dijera lo contrario…

Esa mujer tenía una manera muy desagradable de dirigirse a ella.

Concluyó una primera vuelta al lago y comenzó una segunda. Percibió al desconocido que iba a su encuentro, las manos en los bolsillos, el gorro hundido hasta las cejas. Se la cruzó sin mirarla.

Tenía que recordar exactamente cuándo había empezado la metamorfosis de Zoé. La noche de Nochebuena. Durante los regalos, todavía estaba alegre, haciendo el payaso. Fue la entrada en escena de la efigie de su padre la que lo había desencadenado todo. A partir de ese momento, a partir del momento en el que Antoine se sentó con nosotros, Zoé empezó a alejarse. Como si tomara partido por su padre en contra mía… Pero ¿por qué? ¡Jolines!, exclamó Joséphine, ¡pero si fue él el que se marchó con su manicura! Debería llamar a Mylène. No había tenido tiempo. ¿Falta de tiempo o de ganas? Dudaba en confiarse a Mylène. No sabía por qué. No soy de esas mujeres que dan una palmadita en los muslos de su rival y se convierten en su mejor amiga. Se detuvo. Había forzado demasiado en la cuestecita antes del embarcadero frente a la isla.

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[8] «La historia de su vida».