Se estiró, levantó los brazos al aire, hundió la cabeza hacia abajo, estiró los brazos, las piernas. Le echaba de menos. Le echaba de menos. Pensaba en él todo el tiempo. Se introducía en su cabeza, ocupaba todo el espacio. Vuelve, suplicó en voz baja, vuelve, viviremos clandestinamente, nos esconderemos, robaremos instantes de felicidad esperando a que pase el tiempo, a que Iris se cure, a que las niñas crezcan. ¡Las niñas! Quizás Zoé lo sabía. Los niños saben de nosotros cosas que nosotros mismos ignoramos. No se les puede mentir. ¿Sabrá Zoé que he besado a Philippe? Ella siente el gusto de sus besos cuando me inclino hacia ella.
Se incorporó. Se masajeó las piernas, las pantorrillas. Se estiró una vez más. Tengo que hablar con ella. Hacerle confesar.
Dio algunos pasos. Reflexionó mientras trotaba. Avanzaba, absorta en sus reflexiones, cuando oyó gritar su nombre:
– ¡Joséphine! ¡Joséphine!
Se volvió. Luca venía hacia ella. Los brazos abiertos, una gran sonrisa en el rostro.
– ¡Luca! -gritó.
– Sabía que la encontraría aquí. ¡Conozco sus costumbres!
Ella le miró fijamente para asegurarse de que en verdad era él.
– ¿Está usted bien, Joséphine?
– Sí. ¿Y usted, está mejor?
Él la miró sonriendo.
– ¡Joséphine! Tengo que hablar con usted. No podemos prolongar este malentendido.
– Luca…
– Siento lo del otro día. He debido de herirla, pero no quería hacerle daño, ni reírme de usted.
Ella sacudía la cabeza, secándose el sudor que corría por su frente y separando el pelo pegado a su rostro.
– ¿Me permite invitarla a un café?
Ella enrojeció y rechazó su brazo.
– Es que estoy toda pegajosa, he estado corriendo y…
Joséphine no podía creérselo: Luca, el hombre más indiferente del mundo, ¡corriendo detrás de ella! Notó que le flaqueaban las rodillas. No estaba acostumbrada a suscitar pasiones. No sabía cómo comportarse. Por un lado, le estaba reconocida. Se sentía importante, seductora. Por otro, le miraba y se decía que era tan guapo como un trozo de madera reseca. Se dirigieron hacia el quiosco cercano al lago. Luca pidió dos cafés y los colocó ante ella. Ella cerró las rodillas, metió los pies bajo la silla y se preparó.
– ¿Está usted bien, Joséphine?
– Bien, sí…
No estaba muy dotada para mantener a los hombres a distancia. No estaba acostumbrada. Prefería dejarle hablar.
– Joséphine, he sido injusto con usted…
Ella hizo un gesto con la mano para excusarle.
– Me he comportado mal.
Ella le miró pensando que mucha gente se comporta mal con los que les quieren. No era el único.
– Me gustaría que olvidáramos todo eso…
Levantó hacia ella una mirada sincera.
– Es que… -balbuceó ella.
No sabía qué decir. Es que es demasiado tarde, es que se acabó, es que desde entonces hay otro que…
– No estoy muy acostumbrada a las cosas del amor. Soy un poco tonta…
Y añadió, en voz baja:
– Eso lo sabe usted bien, de hecho…
– La echo de menos, Joséphine. Estaba acostumbrado a usted, a su presencia, a su atención delicada, generosa…
– ¡Oh! -exclamó ella, sorprendida.
¿Por qué no le había dicho antes esas palabras? Cuando todavía estaba a tiempo. Cuando ella se moría por oírlas. Le miró, desamparada. Él leyó la desolación en su mirada.
– Ya no siente usted nada por mí, ¿verdad?
– Es que he esperado tanto una señal suya que… creo que me he…
– ¿Que se ha cansado?
– Sí, de alguna manera…
– ¡No me diga que es demasiado tarde! -declaró, jovial-. Estoy dispuesto a todo… ¡para que me perdone!
Joséphine estaba sufriendo una tortura. Intentó atrapar un pedazo de amor, un hilo del que poder tirar, enhebrar, fruncir, bordar, zurcir, hasta hacer un gran pompón. Se hundió en la mirada de Luca, hundió sus grandes ojos abiertos, buscó, buscó. ¡No podía desvanecerse así como así! Buscó un trozo de hilo en sus ojos, en su boca, en el escote de su manga, me gustaba acurrucarme allí cuando dormíamos juntos, percibía su brazo reteniéndome, se sentía emocionada, cerraba los ojos para retener esa imagen. Buscó, buscó, pero no encontró el extremo del hilo. Emergió a la superficie con las manos vacías.
– Tiene usted razón, Joséphine. No es casualidad que esté solo a mi edad. ¡Nunca he sido capaz de conservar a nadie! Usted, al menos, tiene a sus hijas…
Joséphine volvió a pensar en Zoé. Haría como Luca. Se desnudaría delante de ella y le diría háblame, soy una inútil expresando amor, pero te quiero tanto que si ya no me besas por las mañanas, ya no puedo respirar, ya no recuerdo mi nombre, pierdo el gusto por la primera tostada, el gusto por mis estudios, el gusto por todo.
– Pero tiene usted a su hermano. Él le necesita…
La miró como si no entendiese. Frunció el ceño. Intentó saber a quién se refería ella, después se repuso y dijo sarcásticamente:
– ¡ Vittorio!
– Sí, Vittorio… Es usted su hermano, y también la única persona en la que puede confiar.
– ¡Olvídese de Vittorio!
– Luca, no puedo olvidarme de Vittorio. Siempre ha estado entre nosotros.
– ¡Olvídese de él, le digo!
Su voz estaba llena de autoridad y de cólera. Se echó hacia atrás, sorprendida por el cambio de tono.
– Forma parte de nuestra historia. No puedo olvidarlo. He vivido con él porque yo le he…
– Porque usted me ha amado… ¿Es eso, Joséphine? Antes. Hace mucho tiempo…
Ella bajó la cabeza, incómoda. No se trataba de amor, si se había acabado tan pronto.
– Joséphine… Se lo ruego…
Se volvió. No pensaba suplicarle. Sería embarazoso.
Permanecieron un buen rato en silencio. Él jugaba con la bolsita de azúcar, la apretaba entre sus largos dedos, la presionaba, la enrollaba, la aplastaba.
– Tiene usted razón, Joséphine. Soy una carga. Arrastro a los demás hacia el fondo.
– No, Luca. No es eso.
– Sí, es exactamente eso.
Los cafés se habían enfriado. Joséphine hizo una mueca.
– ¿Quiere usted otro? ¿U otra cosa? ¿Un zumo de naranja? ¿Un vaso de agua?
Ella lo rechazó con un gesto de la mano. Déjelo, Luca, suplicó en silencio, déjelo. No quiero que se convierta usted en un hombre suplicante, servil.
Él volvió la mirada hacia el lago. Vio un perro que se lanzaba al agua y sonrió.
– Fue ese día cuando empezó todo… ¿Verdad? Aquel día en que yo no la escuché…
Ella no respondió y siguió al perro con los ojos. Su amo había vuelto a tirar la pelota al lago y se tiró a él para buscarla. El amo esperaba, orgulloso de sus cualidades como adiestrador, orgulloso de chascar los dedos y que el animal le obedeciese. Buscaba en la mirada de la gente que le rodeaba el reconocimiento de ese poder.
– ¿Sabe qué vamos a hacer, Joséphine?
Se había incorporado, con expresión decidida.
– Voy a darle una llave de mi casa y…
– ¡No! -protestó Joséphine, aterrada por la responsabilidad con la que le iba a cargar.
– Voy a darle una llave de mi casa y cuando haya perdonado mi indiferencia, mi grosería, vendrá y yo la esperaré…
– Luca, no debe…