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Ya no tenía ninguna certidumbre. Avanzaba a tientas. ¡Y tanto mejor! Las certidumbres te nublan la vista. Estaba leyendo Eugenio Oneguin, de Pushkin. La historia de un joven ocioso que se retira al campo, cansado de vivir, directo hacia la apatía. Eugenio le gustaba muchísimo.

Por las mañanas, pasaba por su despacho de Regent Street y seguía algunos asuntos en curso. Telefoneaba a París. Al que le había reemplazado. Si al principio todo había ido bien, ahora sentía en este último una invitación apenas disimulada. Ya no soporta mi ociosidad. Ya no soporta que continúe embolsándome dividendos sin sudar la gota gorda. Después llamaba a Magda, su antigua secretaria reconvertida en la secretaria del Sapo. Ése era el nombre clave de su sustituto: el Sapo. Ella hablaba en voz baja, temiendo que el Sapo la oyese, y le contaba los últimos chismes del despacho. El Sapo era un obseso sexual.

– El otro día -dijo Magda con una risita- estuve a punto de tirarlo por la ventana por sobón.

El Sapo permanecía en el despacho hasta las once de la noche, era de una fealdad perfecta, hipócrita, odioso, pretencioso.

– ¡En los negocios es un hombre notable! Ha doblado los beneficios desde que está al mando… -decía Philippe.

– Sí, pero ¡puede explotar en cualquier momento! En todo caso, tenga cuidado, ¡le odia! Después de hablar con usted parece que los botones del chaleco le fueran a estallar.

Philippe había aumentado la nómina de sus dos abogados para guardarse bien las espaldas. ¡Hay que ser prevenido en este mundo de tiburones martillo! El Sapo era martillo, tiburón, pero brillante.

Asistía a menudo a comidas de prospección. Con clientes que escogía ricos, agradables y cultos. Para no perder el tiempo. Esbozaba las primeras negociaciones y luego los dirigía hacia el Sapo, en París. Por la tarde, elegía el bar de un hotel de lujo, un buen libro, y leía. Sobre las diecisiete treinta, iba a buscar a Alexandre al liceo y volvían juntos charlando. A menudo se detenían en un museo o en una galería. O iban al cine. Eso dependía de los deberes de Alexandre.

A veces, mientras estaba ocupado leyendo, se sentaba una chica a su lado. Una profesional disfrazada de turista, que ligaba con un hombre de negocios abandonado. El la veía acercarse. Contonearse. Simular que leía una revista. El no se movía, continuaba leyendo. Al cabo de un momento, ella se cansaba. A veces sucedía que una chica más emprendedora le pedía alguna información o una dirección. Siempre respondía con la misma frase:

– ¡Lo siento, señorita, estoy esperando a mi mujer!

Durante su último viaje a París, Bérengère, la mejor amiga de Iris, le había llamado para invitarle a una copa. Con el pretexto de obtener información sobre las escuelas inglesas para su hijo mayor. Había empezado, maternal y preocupada, y después se había acercado, el pecho en tensión bajo la blusa entreabierta, una mano que pasaba y repasaba por detrás del cuello, levantándose la melena, doblando la nuca en una postura de sumisión lasciva, la sonrisa porfiada.

– Bérengère, no me digas que esperas que nos convirtamos en… ¿cómo decirlo?, ¿íntimos?

– ¿Y por qué no? Nos conocemos desde hace mucho tiempo. Tú ya no sientes nada por Iris, supongo, después de lo que te hizo, y yo me aburro soberanamente con mi marido…

– Pero Bérengère, ¡Iris es tu mejor amiga!

– Lo era, Philippe, lo era. Ya no la veo. He cortado toda relación. ¡No me gustó en absoluto la forma en la que se comportó contigo! ¡Fue asqueroso!

Él había esbozado una sonrisa.

– Lo siento. Si quieres, tú y yo seguiremos…

No encontraba la palabra.

– Seguiremos así.

Había pedido la cuenta y se había marchado.

Ya no quería perder el tiempo. Había decidido trabajar menos para ganar tiempo. Reflexionar, aprender. No iba a dilapidar ese tiempo con Bérengère o alguien parecido. Había dejado a su asesora en el mercado del arte. Un día que estaban los dos en una galería, cuyo propietario les enseñaba obras de un pintor joven y prometedor, él vio un clavo. Un clavo plantado en una pared blanca, esperando a que colgaran un cuadro allí. Él le había hecho remarcar lo ridículo que le parecía ese clavo. Ella le había escuchado con expresión de reproche, y había contestado: no se equivoque, Philippe, ese clavo es en sí mismo el principio de una obra de arte, ese clavo participa en la belleza de la obra que va a recibir, ese clavo… Él la había interrumpido: ese clavo es un pobre clavo, sin interés, ese clavo simplemente va a soportar el peso de un cuadro. ¡Ah, no, Philippe! No estoy de acuerdo con usted, ese clavo es, ese clavo existe, ese clavo le interpela. Se había quedado un rato en silencio y había dicho, mi querida Elizabeth, a partir de ahora, prescindiré de sus servicios. Estoy dispuesto a inclinarme, a cuestionarme delante de Damien Hirst, David Hammons, Raymond Pettibon, de la bailarina de Mike Kelley, de los autorretratos de Sarah Lucas, ¡pero no delante de un clavo!

Hacía el vacío a su alrededor. Soltaba lastre. Quizás por eso Joséphine se había alejado. Me veía demasiado pesado, demasiado cargado. Ella tiene ventaja sobre mí, ella ha aprendido a despojarse. Aprenderé. Tengo todo el tiempo del mundo.

Echaba de menos a Zoé. Los fines de semana con Zoé. Los largos conciliábulos entre Zoé y Alexandre, cuando él les vigilaba con el rabillo del ojo. Alexandre no preguntaba por su prima, pero podía ver en su mirada triste del viernes por la tarde que la echaba de menos. Volvería. Estaba seguro. Habían ido demasiado lejos besándose la noche de Nochebuena. Todavía quedaban demasiadas cosas sin resolver entre ellos. Y estaba Iris… Pensó en su última velada en París. Iris había salido de la clínica. Habían cenado «en casa». ¿Podríamos hacer una cenita, los tres juntos? ¡Ir al restaurante era una pesadez! Ella había cocinado. No había quedado muy bien, pero había hecho un esfuerzo.

Dejó el libro. Cogió otro. El teatro de Sacha Guitry. Cerró los ojos y se dijo, lo abro al azar y medito la frase que me encuentre. Se concentró, abrió el libro, y sus ojos cayeron sobre esta afirmación: «Es posible lograr que la gente que os ama baje los ojos, pero no se puede obligar a bajar los ojos a la gente que os desea».

No bajaré los ojos. Esperaré, pero no renunciaré.

La única mujer cuya presencia soportaba era Dottie. Se habían vuelto a ver, por azar, una noche en una recepción en la New Tate.

– ¿Qué hace usted aquí? -había preguntado al verla.

Ya no recordaba su nombre.

– Dottie. ¿Lo recuerda? Me regaló usted un reloj, un hermoso reloj que todavía llevo, por cierto…

Había levantado la muñeca y le había enseñado el reloj Cartier.

– Vale una pasta, ¿no? Siempre tengo miedo de perderlo. No le quito ojo…

– Eso está muy bien: es un reloj, ¡sirve para eso!

Ella se había echado a reír, abriendo mucho la boca, dejando a la vista tres empastes en mal estado.

– ¿Qué hace usted aquí, Dottie? -había repetido él con cierto aire de superioridad, como si ella no estuviese en su lugar.

Enseguida se arrepintió de su tono arrogante y se mordió la lengua.

Ella había respondido, dolida:

– ¿Por qué? ¿Acaso no tengo derecho a que me interese el arte? ¿No soy lo bastante inteligente, lo bastante chic, lo bastante…?

– ¡Tocado!-había reconocido Philippe-. Soy un imbécil, un pretencioso y…

– Un esnob. Idiota. Arrogante. Frío.

– ¡No siga! Voy a sonrojarme…

– Lo he entendido. Soy una pobre contable tonta del culo, que no PUEDE interesarse por el arte. Simplemente una chica con la que se folla y a la que no se vuelve a ver.

El había adoptado una expresión tan contrita que ella se había echado a reír de nuevo.

– De hecho, tiene usted razón. Todo esto me parece tonto y absurdo, pero me ha traído una amiga… Me estoy aburriendo, ¡no se puede imaginar cuánto! No entiendo nada de arte moderno. ¡Me quedé en Turner y ni eso! ¿Vamos a tomar una cerveza?