Él la había invitado a cenar en un pequeño restaurante.
– ¡Ajá! Estoy subiendo posiciones. Tengo derecho al restaurante, al mantel blanco…
– Es sólo por esta noche. Y porque tengo hambre.
– Me olvidaba de que el señor estaba casado y no quería comprometerse.
– Y sigo en las mismas…
Ella había bajado la mirada. Estaba absorta en la lectura de la carta.
– ¿Y bien? ¿Qué hay de nuevo desde su cumpleaños fracasado? -había preguntado Philippe intentando no parecer demasiado irónico.
– Un encuentro y una ruptura…
– ¡Oh!
– Por SMS, la ruptura. ¿Y usted?
– Más o menos lo mismo. Un encuentro y una ruptura. Pero no por SMS. En silencio. Sin una palabra de explicación. No es mucho mejor.
Ella no había hecho ninguna pregunta acerca del papel de su supuesta mujer en esa malograda historia de amor. Él se lo había agradecido.
Habían acabado en casa de ella. Sin saber demasiado cómo.
Ella había abierto una botella de Chardonnay. El osito de peluche marrón, al que le faltaba un ojo de cristal, seguía allí, al igual que los pequeños cojines bordados reclamando amor y el póster de Robbie William sacando la lengua.
Habían acabado pasando la noche juntos. El no había estado muy brillante. Ella no había hecho comentarios.
Al día siguiente, él se había levantado pronto. No quería despertarla, pero ella había abierto los ojos y había posado la mano en su espalda.
– ¿Te vas a dar inmediatamente a la fuga o tienes tiempo para un café?
– Creo que me daré a la fuga…
Ella se había apoyado en el codo y le había observado, como quien contempla a una gaviota cubierta de petróleo.
– Estás enamorado, ¿verdad? Lo veo. No estabas realmente conmigo esta noche…
– Lo siento.
– ¡No! Soy yo la que lo siente por ti. Así que…
Había cogido un cojín y se lo había encajado sobre los pechos.
– ¿Cómo es ella?
– Así que de verdad quieres hacerme hablar.
– No estás obligado, pero sería mejor. ¡Como no estamos destinados a vivir una gran pasión física, mejor dedicarnos a la amistad! Así que ¿cómo es?
– Cada vez más guapa…
– ¿Eso es importante?
– No… Con ella descubro una forma de ver la vida y eso me hace feliz. Vive entre libros y salta sobre los charcos con los pies juntos…
– ¿Qué edad tiene? ¿Doce años y medio?
– Tiene doce años y medio y todo el mundo se aprovecha de ella. Su ex marido, su hermana, sus hijas. Nadie la trata como merece y a mí me gustaría protegerla, hacerla reír, hacerla volar…
– Estás seriamente afectado…
– ¡Pero no me aporta nada! ¿Me haces un café?
Dottie se había levantado y preparaba el café.
– ¿Vive en Londres?
– No. En París.
– ¿Y qué es lo que os impide vivir vuestra hermosa historia de amor?
Él se incorporó y cogió su camisa.
– Se acabaron las confidencias. ¡Y gracias por esta noche en la que he estado particularmente lamentable!
– A veces pasa, ¿sabes? ¡No vamos a hacer un drama de eso!
Bebía el café y añadía terrones de azúcar a medida que el nivel de la taza bajaba. Él hizo una mueca.
– ¡Me gusta así!-dijo viendo su expresión de disgusto-. ¡Me puedo comer una tableta de chocolate sin engordar un gramo!
– ¿Sabes qué? Me parece que vamos a volver a vernos… ¿Te apetece?
– ¿Aunque no seas Tarzán, el rey del estremecimiento?
– ¡Eso lo decides tú!
Ella puso cara de pensárselo y dejó la taza.
– De acuerdo -dijo-. Pero con una condición… Que me enseñes pintura moderna, me lleves al teatro, al cine…, en fin, que me instruyas… Ya que ella está en París, no será un problema.
– Tengo un hijo, Alexandre. Él está por encima de todo.
– ¿Sales con él por la noche?
– No.
-It's a deal? [10]
– It's a deal.
Se habían estrechado la mano como amigos.
Él la llamaba. La llevaba a la ópera. Le explicaba el arte moderno. Ella escuchaba, calladita como una niña buena. Apuntaba los nombres, las fechas. Con una seriedad sin tacha. Él la acompañaba a su casa. A veces, subía y se dormía en sus brazos. A veces, emocionado por su abandono, su inocencia, su simplicidad, la besaba y caían sobre la cama king size que ocupaba toda la habitación.
Él no la hacía infeliz. Actuaba con mucho cuidado. Vigilaba el temblor del labio que reprime un sollozo o la arruga de una ceja que bloquea un dolor. Aprendía sobre las emociones con ella. Ella no sabía mentir, simular. Él le decía ¡estás loca! Aprende a disimular, se lee en tu cara como en un libro abierto.
Ella se encogía de hombros.
Él se preguntaba si aquello podía durar mucho tiempo.
Ella había dejado de buscar hombres por Internet.
Él le había dicho que no debía interrumpir esa búsqueda por su culpa. Que no era ese hombre. El hombre que la llevaría en brazos. Ella suspiraba lo sé, lo sé. E imaginaba la tristeza futura. Porque eso siempre termina con tristeza, ella lo sabía bien.
Él había terminado preguntándole la edad. Veintinueve años.
– ¿Ves? ¡Ya no soy un bebé!
Como si diera a entender, puedo defenderme y también saco provecho de nuestra extraña relación.
Él le estaba infinitamente agradecido.
Desde que estaban esperando la respuesta de Vivienne Westwood para saber cuál de las dos candidaturas sería elegida para el periodo de prácticas, la atmósfera entre Agathe y Hortense era muy tensa. Casi no se hablaban. Escondían sus apuntes, sus cuadernos. Agathe se levantaba pronto, asistía a clase, ya no salía. Chocaban una con la otra en el piso. Se había puesto a trabajar y reinaba una calma extraña en el piso. Hortense se felicitaba por ello. Podía trabajar sin tapones en los oídos, aquello era un gran progreso.
Una noche, Agathe volvió con un plato preparado de un chino, y le propuso a Hortense compartir la cena. Hortense desconfió.
– Si pruebas la comida tú primero… -declaró.
Agathe lanzó una risa infantil y cayó sobre el sofá agarrándose el vientre.
– ¿Crees realmente que voy a envenenarte?
– ¡De ti me lo espero todo! -gruñó Hortense, que se encontraba un poco ridícula, pero seguía desconfiando a pesar de todo.
– Escucha. Si eso te tranquiliza, comeré primero y te pasaré el plato después… ¿De verdad no confías en mí?
– No confío en absoluto, si quieres saberlo.
Habían cenado sentadas sobre la alfombra de pelo largo. Agathe no había volcado nada. No había bebido desmesuradamente. Había recogido y guardado las cosas. Había vuelto a sentarse con las piernas cruzadas sobre la alfombra.
– Yo estoy tan nerviosa como tú, ¿sabes?
– Yo no estoy nerviosa -había replicado Hortense-. Estoy muy tranquila. Yo seré quien lo consiga. ¡Espero que seas buena perdedora!
– Mañana por la noche hay una fiesta en Cuckoo's. Una fiesta a la que asistirá toda la escuela francesa, ya sabes, Esmod…
No sólo estaban Saint Martins o la Parsons School de Nueva York, también estaba Esmod, en París. Si Hortense no había elegido ir allí, era porque quería dejar París y a su madre. Vanina Vesperini, Fifi Chachnil, Franck Sorbier y también Catherine Malandrino habían salido de esa escuela. Si hacía cinco años sólo se hablaba de Londres, ahora París había vuelto al centro del planeta moda. Con una especialidad francesa: el modelismo. En Esmod se aprendía a dominar las técnicas del moldeado de la tela, el trabajo del corte, del patrón. Un saber hacer valioso que Hortense tenía muchas ganas de aprender. Dudó.