– ¿Estarán tus amigos?
Agathe hizo una mueca que significaba «qué remedio».
– No son precisamente un regalo, esos tíos. Son una pandilla de cerdos.
– Pero también son buenos, ¿sabes?
– ¿Buenos?
Hortense se echó a reír.
– A veces, me ayudan, me animan, me dan alas…
– ¡Si los cerdos tuviesen alas se sabría! ¡No se restregarían el culo en la mierda, sino que volarían! ¡Y ellos no parecen listos para despegar!
Había terminado aceptando ir a la fiesta con Agathe.
Habían cogido un taxi. Agathe había dado una dirección que no era la de la discoteca.
– ¿Te molesta si pasamos antes por su casa?
– ¡A casa de ellos! -había gritado Hortense-. Yo no subo a casa de esos tíos.
– Por favor -había suplicado Agathe-. Contigo tendré menos miedo… Me acojonan un poco cuando estoy sola.
Parecía realmente asustada.
Hortense había subido a su pesar.
Estaban sentados en el salón. Un decorado que brillaba por su mal gusto. Lleno de mármol, oro, candelabros, cortinas con bordados dorados, poltronas de lentejuelas, sillones obesos. Cinco hombres de negro. Sentados sobre sus gordos culos de cerdo. No le había gustado que se levantaran todos a la vez y se acercasen a ella. No le había gustado nada que Agathe se hubiese alejado con el pretexto de ir al baño.
– Bueno… Parece que se te ha cerrado el pico de repente. ¿Son cosas mías, Carlos, o la chiquilla se lo ha hecho encima? -había preguntado un fortachón bajito.
Hortense no había respondido, esperando a que Agathe saliese del baño.
– Oye, chavala, ¿sabes por qué te hemos traído aquí?
Había caído en una trampa. Como una novata. La fiesta del Cuckoo's era tan inexistente como el buen gusto de ese salón.
– Ni idea. Pero seguramente me lo vais a contar.
– Queríamos hablarte de algo… Después, te dejamos tranquila.
Me van a pedir que me prostituya. Que me venda para esas jetas de cerdo que no vuela. Que les llene los bolsillos mientras las chicas curran. Así que de ahí viene la pasta de Agathe, sus vaqueros de trescientos euros y sus chaquetas Dolce & Gabbana.
– Creo que me hago una idea y podéis esperar ahí sentados…
– Pues yo creo que no tienes ni la menor idea -dijo el que debía de ser el jefe, porque medía por lo menos un metro setenta y cinco y los demás le llegaban al hombro.
– Me extrañaría. No me he caído de un guindo, ¿sabéis?
Muchas estudiantes se dedicaban a la prostitución. Para pagar sus estudios o ir a esquiar a Val-d'Isère. Existían agencias especializadas que las contrataban los fines de semana. Viajaban a países del Este a pasar una noche con un gordo y volvían con los bolsillos llenos.
– Vamos a pedirte un favorcito algo especial… Que te interesa aceptar. Porque si no, nos vamos a enfadar. Y mucho. ¿Ves allí, la puerta del cuarto de baño…?
Hortense se obligó a no volver la vista y miró fijamente al que debía de pasar por un gigante comparado con los enanos que le rodeaban. Tiene el vello recio y el mentón azul, se dijo rechazándole con la mirada, y una manchita en el ojo, como una salpicadura de mayonesa.
– Detrás de la puerta del cuarto de baño, te arriesgas a que te den una paliza. Una paliza de las buenas…
– ¿Ah, sí? -dijo Hortense intentando evadirse mentalmente, pero sentía cómo el miedo de un blanco algodonado la invadía y le hacía temblar las piernas.
– Así que esto es lo que vas a hacer…, vas a retirarte amablemente de la competición con Agathe. Vas a dejarle la plaza en Vivienne Westwood.
– ¡Jamás! -gritó Hortense, que ahora entendía la comida china, la repentina limpieza de su compañera de piso, el ambiente estudioso en la casa.
– Piénsatelo. Me duele pensar en lo que vas a sufrir detrás de la puerta del cuarto de baño…
– Ya está pensado, y la respuesta es no.
Agathe no reaparecía. Zorra, pensó Hortense. ¡Y yo que pensaba que estaba enmendándose! Tenía razón en desconfiar de sus buenos sentimientos.
Sobre todo no debía derrumbarse frente a esos chulos de mal gusto. Todos vestidos de negro, con zapatos puntiagudos. ¿Estamos en un campamento de verano o qué?
– Tienes dos minutos para pensártelo. ¡Sería estúpido por tu parte que salieses malparada de aquí!
Y sería idiota privaros de una entrada gratuita en ese mundo, se dijo Hortense, que pensaba con rapidez. Utilizáis a esa idiota de Agathe para entrar en un abrir y cerrar de ojos en el templo de la moda. No contéis conmigo, tíos. No contéis conmigo.
Pasaron cinco minutos. Hortense inspeccionó el lugar con la aplicación de una turista en Versalles: los dorados de las cómodas, los cajones abultados, el servicio de plata sobre el mantelete -¿para hacer creer que tomaban el té, quizás?-, el péndulo del reloj que batía el aire en silencio, los espejos biselados, el parqué bien encerado. Estaba atrapada.
– Ha pasado el tiempo -dijo ella consultando su reloj-. Os voy a dejar, encantada de conoceros y espero que no nos volvamos a ver…
Giró sobre sus talones y se dirigió hacia la puerta.
Uno de los chulos se levantó y fue a bloquear la salida y la devolvió al punto de partida. Otro eligió un CD, la obertura de La urraca ladrona, de Rossini, y subió el volumen a tope. Iban a pegarle, eso seguro. No gritaré. No les daré ese gusto. No iban a cargársela. ¡Menudo lío con un cadáver bajo el brazo!
– Encárgate tú, Carlos -dijo el más alto con su tono de jefe.
– OK -respondió el interpelado.
La empujó hasta el cuarto de baño, la tiró al suelo. Volvió a salir. Ella se levantó, esperó un momento, de pie, con los brazos cruzados. Me ha dejado aquí para que me lo piense. Está decidido. No voy a echar raíces aquí.
Volvió a salir del cuarto de baño, se enfrentó a ellos en el salón y preguntó:
– ¿Y bien? ¿Nos hemos desinflado?
El alto que se tomaba por el jefe enrojeció. Se fue hacia ella, la arrastró hasta el cuarto de baño y la lanzó contra el suelo gritando ¡puta! Cerró la puerta. Le he ofendido, se dijo Hortense. Punto para mí. Eso no va a suavizar los golpes pero, al menos, están prevenidos. No me voy a dejar hacer.
Se ajustó la chaqueta y se frotó los hombros. Permanecer digna y erguida. Era lo único que le quedaba. La atmósfera seguía igual de blanca, algodonosa, y tenía ganas de vomitar.
Sobre todo no debía dejarse dominar por el miedo. Tendría que mantenerlo a distancia. Poner detalles entre el miedo y ella. A lo práctico. Nada del abstracto que aterra y nubla el pensamiento. Nada de grandes ideas del estilo no es justo, no está bien lo que estáis haciendo, me quejaré a quien haga falta… Eso sería arrodillarme ante ellos.
Escuchó al llamado Carlos. Siempre tenía que hacer ruido, gritar para anunciarse. Allí estaba. En el cuarto de baño. Todo blanco. Ni un detalle de color al que agarrarse, del que obtener un poco de resistencia. Ese hombre era un cubo. Un metro cincuenta y cinco por un metro cincuenta y cinco. Un cubo calvo y graso. Un auténtico gnomo. Sólo le faltaban los pelos en la nariz, la glotis como una gota de aceite y las orejas puntiagudas. Aunque los pelos en la nariz, mirándole de cerca, los tenía.
Su ancha silueta ocultó la luz del aplique de cristal opaco. Todo estaba oscuro. Ante la violencia que tenía delante, lo olvidó todo. Ni siquiera podía mirar sus ojos de tanto que brillaban de cólera. Si quería conservar algo de sangre fría, sería mejor que se fijase en la cortina de la ducha. Blanca, todo blanco, como el blanco algodonado que la invadía y la ahogaba. Las paredes también eran blancas. El espejo, la ventanita, el mueble sobre el lavabo. Blanco el lavabo. La bañera, blanca. La alfombrilla de baño, también blanca.
Alargó el brazo, se quitó el cinturón y le pidió que se bajase los vaqueros.