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– ¡Ni lo sueñes! -exclamó Hortense, los dientes apretados para rechazar todo el blanco que la ahogaba.

– Bájate los vaqueros, o saco la navaja de afeitar…

Ella pensó con rapidez. Si se bajaba los pantalones, sacaría la navaja después. No quedaría nada de ella.

– Ni lo sueñes -repitió, buscando un detalle de color en el cuarto de baño.

El dejó el cinturón sobre el borde de la bañera, abrió el botiquín y cogió una navaja de afeitar. Una navaja negra de cuchilla larga, plegable. La navaja de abuelete mafioso que usa Marlon Brando en El Padrino. Se agarró a esa escena, la reprodujo mentalmente. Él tiene el mentón completamente blanco y desliza la cuchilla haciendo una mueca, una mueca apática y cruel. No podía agarrarse a Marlon Brando para salir de aquello. No era fiable.

– No me das miedo… -dijo localizando una toalla amarilla enrollada en la bañera.

«Desde el rojo hasta el verde, todo el amarillo muere». Apollinaire. Fue su madre quien se lo había enseñado cuando eran pequeñas. Su madre que les contaba la historia de los colores. Azul, verde, amarillo, rojo, negro, violeta… Ella lo había utilizado en un trabajo sobre el tema «Armonía y color» no hacía mucho tiempo. Había sacado la mejor nota. Muy buena cultura, había dicho el profesor, referencias interesantes que profundizan en la idea. Se lo había agradecido mentalmente a su madre, al siglo XII, a Apollinaire, y había hecho propósito de enmienda por haberse burlado tanto de todo aquello.

El miedo retrocedió más de diez centímetros. Si encontraba otro detalle de color, estaría salvada.

– Agathe, ven a ver aquí… -vociferó el cubo.

Agathe entró, los hombros encogidos, la mirada pegada al suelo. Muerta de miedo. Hortense buscó su mirada, pero la otra se escapó como una anguila.

– ¡Enséñale el dedo del pie! -ladró el cubo.

Agathe se apoyó en la pared blanca del cuarto de baño, deshizo el lazo de su escarpín y exhibió el muñón de un dedo meñique de pie. Una cosa minúscula, arrugada, que había debido de ser seccionada de raíz. Era una visión asquerosa: un trozo de carne completamente violeta con algo de rojo. Ninguna uña, sólo rojo. Rojo vino, rojo estropeado, ¡pero rojo!

– ¡ Puedes guardártelo! ¡Lárgate!

Agathe salió como había entrado: arrastrándose apoyada en la pared.

Hortense la oyó gemir al otro lado de la puerta.

– ¿Has comprendido cómo se hace obedecer a las chicas?

– Yo no soy una chica. Soy Hortense. Hortense Cortès. ¡Y a ti que te jodan!

– ¿Lo has comprendido o tengo que dibujártelo?

– Venga. Os denunciaré. Iré a ver a la poli. ¡No tenéis ni idea del marrón en el que os habéis metido!

– Yo también conozco gente, pequeña. Quizás no muy recomendable ¡pero también bien situada!

Había dejado la navaja y vuelto a coger el cinturón.

Recibió el primer golpe. En plena cara. No lo había visto venir. No se movió. No debía mostrarle que le dolía o que sentía miedo. El segundo golpe lo dejó llegar, no se agachó y apretó los dientes para no gritar. Eran como descargas de fuego por todo el cuerpo. Punzadas que partían desde lo alto y bajaban hasta el vientre.

– Vamos…, me da igual, no cambiaré de idea. Estáis perdiendo el tiempo.

Otro golpe en el pecho. Después otro más en la cara. La golpeaba con todas sus fuerzas. Ella podía ver cómo tomaba impulso y se lanzaba. Tenía expresión seria, aplicada. Estaba ridículo.

– He avisado a mi amigo -jadeó Hortense, la boca llena de saliva-, si no he vuelto a medianoche, llamará a la poli. He dado tu nombre, el de Agathe, el de la discoteca. Os encontrarán…

Ya no sentía los golpes. Sólo pensaba en la palabra que debía añadir a la ya pronunciada. Usaba la excusa de hablar para colocarse de lado y no recibir todo de frente.

– Tú le conoces -escupió entre dos golpes-. Es el moreno alto que está a todas horas en mi casa. Su madre trabaja para el servicio secreto. Puedes comprobarlo. Forma parte de la policía secreta de la reina. No son gente amable. No os divertiréis con ellos…

El debía de estar escuchando porque golpeaba con menos fuerza. Había una ligera vacilación en su brazo. Ella intentaba no gritar porque, si se ponía a gritar, él se diría que estaba a punto de rendirse y redoblaría los golpes. Tenía la impresión de que la piel le saltaba a jirones, que perdía sangre, que le iban a saltar los dientes. Oía resonar los golpes en la mandíbula, en las mejillas, en el cuello. Le saltaban las lágrimas, pero él no debía verlas. Estaba demasiado oscuro y además él bloqueaba toda la luz con su torso de bruto, sus brazos de bruto, sus jadeos de bruto.

Al cabo de un momento, ya no sintió más que un gran torbellino en el que sólo las palabras, que intentaba pronunciar de forma que se acercaran en lo posible a su pensamiento, conservándolo de la forma más precisa, y más determinada posible, le impedían rendirse y dejarse caer al suelo. Mientras se mantuviese en pie, podría discutir. De igual a igual. Y más aún con el gnomo, al que sacaba dos buenas cabezas. ¡Debía de ponerle de los nervios tener que ponerse de puntillas para golpearla!

– ¿Acaso no me crees? ¿No crees que si no estuviese tan segura ya me habría echado a tus pies?

Veía su barrigón subir y bajar cada vez que respiraba. Había puesto un pie hacia delante, como si quisiera conservar el equilibrio. Recuperar fuerzas. No está en buena forma, tuvo tiempo de pensar antes de que él volviese a estabilizarse. Eso la hizo reír, le imaginó derrumbándose, víctima de un infarto porque había pegado demasiado fuerte.

– ¡Das pena, tío! Deberías hacer un poco de deporte, estás en un estado lamentable.

Y le escupió en la cara.

El golpe le alcanzó de lleno, desgarrándole el labio superior. Hizo un movimiento de sorpresa y le saltaron las lágrimas sin que pudiese retenerlas. El cuero la alcanzó por segunda vez. Estaba como loco.

– Se llama Weston. Paul Weston. Puedes comprobarlo. Y su madre es Harriet Weston, guardaespaldas de la reina. A su último amante le enviaron a Australia porque la otra opción era desaparecer con un peso atado a los pies…

Su voz estaba llena de sangre y de lágrimas, pero no se rendía.

– Y el jefe… Su jefe es Zachary Gorjiack… Tiene una hija, Nicole, que está inválida y eso le pone hecho una fiera con los tipos de tu clase. Porque si Nicole se encuentra en ese estado, es por culpa de un tipo como tú. Así que no puede tragar a los tipos como tú. Los aplasta con el pulgar, y escucha el ruido que hacen. Parece ser que es un ruido de papilla crujiente. ¿Conoces ese ruido? Debería interesarte, puede que lo escuches muy pronto…

Era la verdad. Shirley les había contado cómo ese Zachary era un cuchillo afilado, cómo acababa con los que intentaban intimidarle o estafarle. Los degollaba fríamente. Y los hombres caían inertes. También les había contado, a Gary y a ella, cómo uno de esos hombres se había vengado atrepellando a su hija y pasándole con el coche por encima. La chica había acabado en una silla de ruedas. Zachary se había vuelto más loco aún, aún más violento, más encarnizada su caza de hombres a quienes acuchillar.

El cubo flaqueaba. Sus golpes eran menos precisos. Ahora podía soportarlos.

– ¿Y Diana, te suena de algo, Diana? ¿El túnel del puente del Alma? Acabarás así. Porque me sé todos vuestros nombres. Se los he dado a mi amigo por si acaso… Hace ya tiempo que no puedo tragarte. De acuerdo, soy una chica, pero no gilipollas. Porque las hay, ¿sabes? ¡Tenaces y no gilipollas! Te tocó el número equivocado. ¡Mala suerte! Y siempre os podrán encontrar por medio de Agathe… Os han filmado en las discotecas junto a ella. Me lo ha dicho mi colega. Me había dicho también que no me fiara de vosotros. Tenía razón. ¡Mucha razón! Y esta noche, cuanto más tiempo pasa, más se pregunta dónde estoy, por qué no llamo. No me gustaría estar en tu lugar…

Ya no podía dejar de hablar. Eso la mantenía en pie. Miraba fijamente la toalla amarilla, se agarraba a ella para borrar el blanco. Ya no tenía miedo. Lo bueno que tiene el dolor es que al cabo de un momento ya no lo sientes. Es un eco ajeno, un pequeño eco, y después se disuelve en la masa. Una gruesa masa que se levanta a cada golpe, pero que ya no se siente.