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Se echó a reír y volvió a escupirle.

Él dejó el cinturón y salió.

Ella miró a su alrededor. Tenía un ojo tan hinchado que no veía nada con él, no podía cerrarlo sin estremecerse, pero el otro estaba todavía en buen estado. Tuvo la impresión de estar encerrada en una caja. Una caja blanca y húmeda. Se quedó de pie. Por si acaso volvía. Se tocó la cara cubierta de sangre, de lágrimas, de sudor. Se lamió con la lengua, la sintió espesa y viscosa. Tragó el agua salada de su garganta. Debían de estar discutiendo en la habitación de al lado. El cubo les repetía todo lo que le había soltado. ¿Los servicios secretos de Su Majestad? Zachary Gorjiack, debían de conocer su nombre.

Le daba igual que le hubiesen pegado. Podían incluso cortarle el dedo del pie si querían. ¿Eso no vuelve a crecer? Había leído que el hígado volvía a crecer, así que el dedo del pie también debía de volver a crecer.

Se desplazó hasta el lavabo. Abrió los grifos. Cambió de idea. Podrían volver a entrar y eso les daría ideas. Del estilo la cabeza bajo el agua y te ahogo. Ahí estaba menos segura de aguantar. Miró a su alrededor. Vio un cerrojo en la puerta. Lo cerró. Se inclinó sobre el lavabo y se enjuagó la cara. El agua estaba helada. Le hacía tanto daño que estuvo a punto de gritar.

Después, vio la ventana encima de la bañera. Un pequeño tragaluz blanco. Lo abrió muy despacio. Daba a una terraza. Esos cerdos vivían en un buen barrio, con terrazas floridas.

Se encaramó hasta la ventana, pasó una pierna, la otra, la atravesó y aterrizó suavemente, se deslizó en la noche hasta la terraza vecina, después a otra, y a otra, y se encontró en la calle.

Se volvió, anotó la dirección.

Levantó la mano para parar a un taxi. Se cubrió la cara para que el taxista no se asustase al verla. Debía de parecer un auténtico Picasso, periodo escacharrado.

El taxi se detuvo. Le dio la dirección de Gary con una mueca de dolor: tenía un corte muy profundo en el labio superior. Casi podía pasar un dedo entre las dos mitades partidas.

¡Jolines!, gimió, ¿y si me quedo con un labio bífido?

Se hundió en el asiento del taxi y estalló en sollozos.

TERCERA PARTE

Paul Merson no sólo tocaba la batería. Paul Merson tenía un grupo y a Paul Merson le gustaban las fiestas con baile, los sábados por la noche.

Paul Merson tenía una madre de silueta ondulante, que hacía perder la cabeza a más de uno. Trabajaba como relaciones públicas en una empresa de licores. No siendo el señor Merson un acérrimo defensor de la fidelidad conyugal, la señora Merson se contoneaba en libertad y hacía que sus clientes se aprovecharan de sus contoneos, primero verticales, luego horizontales. Después obtenía ventajas, algunas contantes y sonantes, otras más sutiles, que le permitían mantenerse en un puesto envidiado por muchos de sus compañeros.

Paul Merson se había dado cuenta muy pronto de los beneficios que podía sacar de los contoneos de su madre. Cuando un fulano venía a buscarla, por la noche, y se acercaba demasiado a ella, Paul Merson se interponía y preguntaba inocentemente al sujeto si no estaría pensando en hacer una fiestecita, en la que él y su orquesta pudiesen poner el ambiente previo pago. Somos buenos, muy buenos incluso, podemos tocar a petición, canciones antiguas o actuales, no pedimos mucho, no grandes galas, sino reuniones con baile, un poco de música de fondo, eso nos va muy bien. Teloneros, fines de fiesta, lo aceptamos todo. La vida del colegial es dura, suspiraba, no tenemos edad para conseguir trabajos de verdad, pero sí unas ganas terribles de cambiar de material o de salir a beber una cerveza. Con todas sus relaciones, debe usted de tener algún contacto… El cliente, cuyos ojos húmedos seguían los contoneos de la señora Merson, decía: «Sí, sí, ¿por qué no?», y se encontraba comprometido por su asentimiento distraído.

Si no, los contoneos cesaban.

Así fue como Paul Merson y Los Vagabundos empezaron a animar fiestas promocionales para los tractores VDirix, las patatas fritas Guiño o las salchichas Roches Claires. Gracias a sus primeros contratos, Paul Merson se había convertido en un chico audaz, insolente, con prisas, que descubría el mundo y esperaba aprovecharse de él. Una tarde en la que Joséphine asistía a un grupo de trabajo y volvía tarde, Paul fue a llamar a la puerta de Zoé.

– ¿Quieres bajar al trastero? Estarán Domitille y Gaétan. Sus padres han salido. A la ópera. Vestido largo y todo eso. No vuelven hasta dentro de un montón de rato… Fleur y Seb no pueden venir: sus padres reciben a la familia.

– Tengo trabajo…

– ¡Deja de hacerte la empollona! ¡Vas a terminar metiéndote en líos!

No se equivocaba: empezaban a mirarla de reojo en el colegio. Ya le habían robado dos veces el estuche, la empujaban en las escaleras, y nadie quería volver a casa con ella por la tarde.

– Bueno. De acuerdo.

– Genial. Te esperamos.

Se había girado contoneándose, reproduciendo los pasos de un movimiento cuidadosamente estudiado ante el espejo. Se detuvo en seco, volvió marcha atrás, los pulgares en los bolsillos, la cadera hacia delante.

– ¿No tendrás cerveza en el frigo?

– No. ¿Por qué?

– No importa… Trae hielo.

Zoé no estaba demasiado tranquila. Si Gaétan le gustaba, Paul Merson le impresionaba y Domitille Lefloc-Pignel le hacía sentirse incómoda. En realidad no podía explicar por qué, pero esa chica oscilaba. No se sabía nunca de qué iba. De jovencita impecable, perfectamente arreglada, falda planchada y blusa blanca; o de una que, a veces, tenía un brillo malévolo en la mirada. Los chicos hablaban de ella entre risitas y cuando Zoé preguntaba por qué, se reían aún más humedeciéndose los labios.

Bajó sobre las nueve y media. Se sentó en la oscuridad del sótano alumbrado con una vela y enseguida dijo:

– No voy a poder quedarme mucho tiempo…

– ¿Has traído el hielo? -preguntó Paul Merson.

– No he encontrado más… -dijo abriendo un recipiente de plástico-. He de acordarme de subir el bote…

– ¡Ay, la amita de casa! -se burló Domitille chupándose el índice.

Paul Merson sacó una botella de whisky y cuatro vasitos, y los llenó hasta la mitad.

– Lo siento, no tengo agua mineral -dijo volviendo a cerrar la botella, que escondió detrás de una gruesa tubería cubierta de espesa cinta adhesiva negra.

Zoé cogió su vaso y contempló el líquido ámbar con aprensión. Una noche, para festejar el éxito del libro, su madre había abierto una botella de champán, ella lo había probado y había salido corriendo al cuarto de baño para escupirlo todo.

– ¡No me digas que no has bebido nunca! -se mofó Paul Merson.

– Déjala -protestó Gaétan-, ¡no es un defecto no beber!

– Simplemente es delicioso -dijo Domitille estirando las piernas sobre el suelo de hormigón-, ¡Yo no podría vivir sin alcohol!

¡Menuda creída!, pensó Zoé. Se hace la fatal y la voluptuosa y tiene un año menos que yo.

– ¡Eh! ¿Sabéis para qué sirve la mitad de un perro? -exclamó Gaétan.

Esperaron la respuesta chupeteando los cubitos. Zoé estaba muy tensa. Si no bebía, quedaría como una lela. Pensó en verter discretamente el contenido del vaso a su espalda. Estaba oscuro. Se acercó a la tubería, se pegó a ella, separó el brazo, lo hizo deslizar por el suelo y derramó lentamente el vaso.

– ¡Para guiar a un tuerto!

Zoé rio de buena gana y se sintió más tranquila al oírse reír.

– ¿Y tú sabes cual es la diferencia entre un Pastis 51 y un sesenta y nueve? -preguntó Paul Merson, irritado de ver que Gaétan le robaba el protagonismo.