Al final de la avenida Paul-Doumer empezaba el bulevar Émile-Augier. Ella vivía un poco más lejos, en los jardines del Ranelagh. Atisbo a un hombre que hacía flexiones, colgado de un árbol. Un hombre elegante, con un impermeable blanco. Resultaba cómico verle así, tan elegante, agarrado a una rama, subiendo y bajando, estirando los brazos. No le veía la cara: le daba la espalda.
Podría ser el principio de una novela. Un hombre colgado de una rama. Estaría oscuro, como esta noche. Vestiría ese mismo impermeable y contaría las flexiones que hacía para levantarse. Las mujeres se volverían a mirarle, mientras se apresuraban por llegar a sus casas. ¿Estaría pensando en ahorcarse, o en lanzarse al ataque de un paseante? ¿Era un hombre desesperado o un asesino? Allí comenzaría la historia. Ella confiaba en la vida para que le proporcionara pistas, ideas, detalles, que convertiría en historias. Así es como había escrito su primer libro. Abriendo bien los ojos al mundo. Escuchando, observando, olfateando. Así es también como no se envejece. Envejecemos cuando nos encerramos, cuando nos negamos a ver, a oír o a respirar. A menudo, la vida y la escritura viajan juntas.
Avanzó a través del parque. Era una noche sin luna, una noche sin luz alguna. Se sentía perdida en un bosque hostil. La lluvia emborronaba las luces traseras de los coches, débiles resplandores que lanzaban un brillo incierto sobre el parque. Una rama empujada por una ráfaga de viento le rozó la mano. Joséphine se sobresaltó. Se le aceleró el corazón y empezó a latir con fuerza. Se encogió de hombros y apretó el paso. En estos barrios no puede pasar nada. Todos están ocupados en sus casas, comiendo una buena sopa de verduras frescas o viendo la televisión en familia. Los niños se han bañado, se han puesto el pijama y cortan la carne mientras sus padres comentan la jornada. No hay locos deambulando en busca de pelea y empuñando cuchillos. Se obligó a pensar en otra cosa.
No haber avisado no era el estilo de Luca. Algo le había pasado a su hermano. Algo grave para que él olvidara su cita. «Tengo que hablar con usted, Joséphine, es importante». A estas horas debía de estar en alguna comisaría, intentando sacar a Vittorio de algún lío. Siempre lo dejaba todo para ayudarle. Vittorio se negaba a conocerla, no me gusta esa chica, te acapara, me parece que es torpe, además. Está celoso, había comentado Luca, divertido. ¿No me defendió usted cuando dijo que era torpe? El había sonreído y había dicho estoy acostumbrado, le gustaría que sólo me ocupase de él, ya no es como antes, cada vez se está volviendo más frágil, cada vez más irritable, por eso no quiero que le vea, podría ser muy desagradable y yo la aprecio, mucho. Ella no había retenido más que el final de la frase y había metido la mano en su bolsillo.
Así que a mi querida madre le gustaría inspeccionar mi nuevo piso, pero se niega a confesarlo. Henriette Plissonnier nunca telefoneaba la primera. Se le debía respeto y obediencia. La noche en la que me enfrenté a ella fue mi primera noche de libertad, mi primer acto de independencia. ¿Y si todo hubiese empezado aquella noche? La estatua de la Gran Mandona había sido derribada y Henriette Grobz había caído de cabeza. Aquél había sido el principio de las desgracias de Henriette. Ahora vivía sola en el gran apartamento que, generosamente, le había cedido Marcel Grobz, su marido. El había huido al encuentro de una compañera más clemente, que le había dado un hijo: Marcel Grobz Júnior. Tengo que llamar a Marcel, pensó Joséphine, que sentía más ternura por su padrastro que por su progenitora.
Las ramas de los árboles se balanceaban, formando una coreografía amenazante. Parecía la danza de la muerte: largas ramas negras como los harapos de las brujas. Se estremeció. Una ráfaga de lluvia helada le golpeó en los ojos, como pequeñas agujas que le pincharan el rostro. Ya no veía nada. De las tres farolas que bordeaban la avenida sólo funcionaba una. Era una pincelada de luz blanca estriada por la lluvia, que ascendía hacia el cielo. El agua subía, desbordaba y volvía a caer como una fina bruma. Aparecía, se arremolinaba, se escondía, se deshacía antes de volver a aparecer. Joséphine procuraba seguir el rastro luminoso hasta que se perdía en la oscuridad, y volvía a buscar otro haz tembloroso, pendiente de la trayectoria de la lluvia.
No vio la silueta que se le acercó sigilosamente por detrás.
No oyó los pasos precipitados del hombre que se acercaba.
Sintió que la tiraban hacia atrás; la aplastaron con un brazo, la silenciaron con una mano, y con la otra, un hombre la golpeó en el corazón varias veces. En un primer momento pensó que querían robarle el paquete. Consiguió sujetar la caja de Antoine con el brazo izquierdo, se debatió, resistió con todas sus fuerzas, pero sucumbió. Se ahogaba, sentía náuseas, y terminó rindiéndose y se dejó caer al suelo. Sólo tuvo tiempo de percibir las suelas lisas de unos zapatos limpios, de ciudad, que cubrían su cuerpo de patadas. Se protegió con los brazos, se hizo una bola. Soltó el paquete. El hombre escupía insultos, puta, puta, maldita zorra, gilipollas de mierda, ya no te harás más la lista, ya no te darás esos aires de hija de puta, te vas a callar, gilipollas, ¡te vas a callar! Soltaba obscenidades mientras redoblaba sus golpes. Joséphine cerró los ojos. Permaneció inerte, de su boca fluía un hilo de sangre, las suelas se alejaron y ella siguió tirada en el suelo.
Esperó un buen rato, después se incorporó, se apoyó sobre las manos y las rodillas, se puso de pie. Cogió aire. Inspiró profundamente. Constató que le sangraba la boca, y la mano izquierda. Tropezó con el paquete en el suelo. Lo recogió. La parte superior estaba cosida a cortes. Su primer pensamiento fue: Antoine me ha salvado. Si no hubiese llevado ese paquete sobre el corazón, el paquete que contiene lo que queda de mi marido, su zapatilla de deporte de suela gruesa, estaría muerta. Pensó en el papel protector de las reliquias en la Edad Media. La gente llevaba encima, guardado en un medallón o en una bolsita de cuero, un trozo del vestido de santa Inés o un pedazo de suela de san Benito y estaba protegida. Dio un beso al papel de embalaje y dio las gracias a san Antoine.
Se palpó el vientre, el pecho, el cuello. No estaba herida. De pronto, sintió un dolor agudo en la mano izquierda: tenía un corte en el dorso que sangraba mucho.
Tenía tanto miedo que le temblaban las piernas. Fue a refugiarse tras un gran árbol que la ocultaba y, apoyada sobre la corteza húmeda y áspera, intentó recuperar el aliento. Su primer pensamiento fue para Zoé. Sobre todo no hay que decirle nada, nada. No soportaría la idea de saber que su madre está en peligro. Ha sido una casualidad, no venía a por mí, era un loco, no era a mí a quien quería matar, no era yo, era un loco, quién podría odiarme hasta el punto de matarme, no era yo, era un loco. Esas palabras le invadían la cabeza. Se apoyó en las rodillas, verificó que se aguantaba de pie y se dirigió hacia la gran puerta de madera barnizada que daba entrada a su edificio.
Sobre la mesa del recibidor, Zoé había dejado una nota: «Mamaíta, estoy en el trastero con Paul, un vecino. Creo que ya tengo un amigo».
Joséphine entró en su habitación y cerró la puerta. Le faltaba el aliento. Se quitó el abrigo y lo tiró sobre la cama, se quitó el jersey, la falda, descubrió un resto de sangre en la manga del abrigo y dos desgarrones verticales sobre el faldón izquierdo; hizo una bola con él, fue a buscar una bolsa de basura grande, metió en ella toda la ropa y la tiró en el fondo del armario empotrado. Ya se desembarazaría de ella más tarde. Se examinó los brazos, las piernas, los muslos. Ni rastro de heridas. Fue a ducharse. Al pasar ante el gran espejo colgado sobre el lavabo, se llevó la mano a la frente y observó su imagen. Lívida. Sudando. Los ojos desorbitados. Se tocó el pelo, buscó su sombrero. Lo había perdido. Había debido de caerse al suelo. Se le llenaron los ojos de lágrimas. ¿Debería ir a buscarlo para hacer desaparecer cualquier pista que pudiera identificarla? No se sintió con el suficiente valor para hacerlo.