De nuevo, hundieron la nariz en sus vasos, buscando la respuesta. Paul Merson estaba encantado.
– Debe de ser algo asqueroso -dijo Gaétan.
– ¡No te voy a decepcionar! ¿No lo adivináis?
Los tres negaron con la cabeza.
– Uno huele a anís y el otro huele a ano.
Lanzaron una sonora carcajada. Zoé escondió su rostro detrás del codo y simuló que contenía un ataque de risa. Paul Merson volvió a coger la botella y preguntó a la ronda:
– ¿Otro traguito?
Domitille le tendió el vaso. Gaétan dijo no, gracias, no por ahora y Zoé repitió la misma fórmula.
– Esto… ¿No hay Coca Cola? -preguntó, prudente.
– No…
– Qué pena…
– La próxima vez ¡la traes! La próxima vez traéis todos algo y hacemos una fiesta de verdad. Podemos incluso traer una minicadena y enchufarla en el contador del sótano… Yo me ocupo de la música, Zoé, de la comida, y Gaétan y Domitille, del alcohol.
– ¡No podremos! ¡No tenemos paga! -exclamó Gaétan.
– Bueno, entonces, Zoé, tú te ocupas de la comida y la bebida y yo te echaré una mano con el alcohol…
– Pero es que yo…
– ¡Pero si estáis forradas! Me lo ha dicho mi madre, ¡el libro de tu madre ha sido un bombazo!
– Sí, pero eso no es verdad.
– Tienes que saber lo que quieres. ¿Quieres formar parte de la banda o no?
Zoé no estaba segura de tener ganas de formar parte de la banda. El sótano apestaba a moho. Hacía frío. La arena le picaba el trasero. Estar sentada riéndose de chistes de dudoso gusto y bebiendo un líquido amargo le parecía estúpido. Escuchaba ruidos extraños, se imaginaba ratas, murciélagos, serpientes pitón abandonadas. Tenía sueño, no sabía de qué hablar. Nunca había besado a un chico. Pero si decía que no, se quedaría completamente aislada. Acabó haciendo una mueca que quería decir sí.
– ¡Venga, chócala!
Paul Merson le tendió la palma de la mano y ella la golpeó sin convicción. ¿Y de dónde sacaría el dinero para hacer las compras?
– ¿Y ellos, qué hacen? -preguntó señalando a Gaétan y Domitille.
– Nosotros no podemos hacer nada, ¡estamos secos!-gruñó Gaétan-. Con nuestro padre no hay diversión posible. Si supiese que estamos aquí ¡nos mataría!
– Por lo menos hay noches que salen -suspiró Domitille chupeteando el borde de su vaso-. Podemos arreglárnoslas para saberlo con antelación…
– ¿Y vuestro hermano, no se va a chivar? -preguntó Paul Merson.
– ¿Charles-Henri? No. Está con nosotros.
– ¿Y por qué no ha bajado?
– Tiene trabajo, y nos cubre si vuelven antes… Dirá que hemos bajado al patio porque habíamos oído ruido y vendrá a buscarnos. Mejor que esté atento porque si nos pillan, lo pasaremos mal, ¡muy mal!
– Pues yo, con mi madre, estoy superguay -dijo Paul Merson, que no soportaba la idea de no ser el centro de la conversación-. Me lo cuenta todo, soy su confidente…
– Está realmente buena tu madre -dijo Gaétan-. ¿Cómo será que hay tías superbién hechas y otras que son como vacas?
– Porque cuando se folla correctamente, bien tumbado, bien concentrado, se dibujan hermosas líneas fluidas que forman bonitos cuerpos de mujer. Y cuando se folla con los huevos encima de la cabeza, retorciéndose de placer, se dibuja un garabato y salen callos horribles y deformes…
Se echaron a reír. Salvo Zoé, que pensó en su padre y su madre. Habían debido de follar bien rectito para Hortense y completamente retorcido para ella.
– Si follas agitándote sobre un saco de nueces, por ejemplo, ¡seguro que haces un callo lleno de celulitis!-continuó Paul Merson, orgulloso de su demostración y esperando explotar su capital cómico.
– Yo no puedo imaginarme a los míos follando -gruñó Gaétan-, ¡a no ser bajo amenaza! Mi padre debió de ponerle una pistola en la cabeza… No aguanto a mi padre. Nos tiene aterrorizados.
– ¡Deja de cabrearte! Es fácil de engatusar -respondió Domitille-. Bajas los ojos y caminas recto ¡y no se entera de nada! Puedes hacer todo lo que quieras a sus espaldas. Tú, en cambio, ¡siempre tienes que enfrentarte a él!
– A mi madre la pillé una vez follando -contó Paul-. ¡Qué locura! No para. ¡Menudo esfuerzo que hace! No lo vi todo porque, en un momento dado, se encerraron en el cuarto de baño, pero luego me contó que el menda ¡le había meado encima!
– ¡Puag!, ¡qué asco! -exclamaron Gaétan, Domitille y Zoé al unísono.
– ¿De verdad se dejó mear encima? -insistió Domitille.
– Sí. ¡Y le soltó cien euros!
– ¿Te lo dijo ella? -interrogó Zoé con los ojos como platos.
– Ya te he dicho que me cuenta todo…
– ¿Y se bebió el pis? -preguntó Domitille, todavía interesada.
– ¡Ah, no! A él le bastaba con mearle encima para gozar.
– ¿Y lo volvió a ver?
– Sí. ¡Pero le subió el precio! ¡No es gilipollas!
Zoé estaba a punto de vomitar. Apretaba los dientes para retener la bilis que subía. Su estómago se retorció como un guante, del derecho, del revés, del derecho, del revés. Ya no podría volverse a cruzar con la señora Merson sin taparse la nariz.
– Y tu padre, ¿dónde se mete cuando se mean encima de ella? -dijo Domitille, intrigada por la vida de esa extraña pareja.
– Mi padre va a los clubes de orgías. Prefiere ir solo. Dice que no tiene ganas de salir en plan marujeo… Pero se llevan bien. No se pelean nunca, ¡siempre se están riendo!
– Pero entonces ¿nadie se ocupa de ti? -dijo Zoé, que no estaba segura de haberlo entendido.
– Me cuido solo. Venga, bebe, Zoé, no bebes nada…
Zoé, con el corazón en la garganta, enseñó su vaso vacío.
– Pero bueno, ¡sí que bebes deprisa!-dijo Paul llenando de nuevo su vaso-. ¿Eres capaz de dejar el culo seco?
Zoé le miró, aterrorizada. ¿Era un juego nuevo, eso del culo seco?
– Eso no es cosa de chicas -respondió, para recuperar un poco de aplomo.
– ¡Depende de cuáles! -dijo Paul.
– ¡Yo si quieres te dejo el culo seco! -fanfarroneó Domitille.
– ¡El culo seco y el matojo húmedo!
Domitille se retorció lanzando una risita idiota.
Pero ¿de qué están hablando?, se preguntó Zoé. Todos parecían estar al corriente de algo que ella ignoraba completamente. Era como si hubiese estado enferma y hubiera faltado a clase. No volveré nunca a este trastero. Prefiero quedarme sola en casa. Con Papatabla. Sintió ganas de subir a su casa. Buscó en la oscuridad el bote del hielo, tanteó hasta encontrarlo y preparó una excusa para explicar su partida. No quería pasar por una idiota o por una cortada.
Fue ése el momento que eligió Gaétan para pasar su brazo sobre los hombros de Zoé y atraerla hacia sí. Le dio un beso en el pelo, y frotó la nariz contra su frente.
Ella se sintió blanda, débil, sus senos se hincharon, sus piernas se alargaron, soltó una risita ahogada de mujer feliz, y apoyó la cabeza sobre el hombro del chico.
Hortense se lo contó todo a Gary.
Había llamado a su casa, a las dos de la mañana, cubierta de sangre. Él había exclamado, muy sobrio, un Oh! My God! y la había hecho entrar.
Mientras él le desinfectaba la cara con agua oxigenada y un trapo -lo siento, cariño, no tengo ni kleenex ni algodón, sólo soy un chico-, ella le contó la trampa en la que había caído.
– … Y no me digas «te lo había dicho», porque es demasiado tarde ¡y eso me haría gritar de rabia y me dolería más!
Él la curaba con gestos precisos y suaves, milímetro a milímetro, ella le contemplaba, tranquila y emocionada.
– Cada día eres más guapo, Gary.
– ¡No te muevas!
Ella lanzó un largo suspiro y ahogó un grito de dolor. Él le había tocado el labio superior.