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– ¿Crees que voy a quedar desfigurada?

– No. Es superficial. Se verá unos días, después bajará la hinchazón y cicatrizará… Las heridas no son profundas.

– ¿Desde cuándo eres médico?

– Hice varios cursos de socorrismo en Francia. Acuérdate… y mi madre insistió para que siguiese haciéndolos aquí.

– Yo me salté esos cursos.

– Lo olvidaba: ¡tu destino no es ocuparte de los demás!

– ¡Exacto! Me concentro en mí misma… y tengo trabajo: ¡ésta es la prueba!

Señaló su rostro con el dedo y se puso seria. Le dolía sonreír.

Él la había instalado sobre una silla en el gran salón. Ella veía el piano, las partituras abiertas, un metrónomo, un lápiz, un cuaderno de solfeo. Había libros por todos lados, colocados del revés, abiertos, sobre una mesa, en el borde de una ventana, en un sofá.

– Tengo que hablar con tu madre para que me ayude. Si no hay represalias, volverán a hacerlo. En todo caso ¡no vuelvo a poner los pies en mi casa!

Ella le lanzó una mirada de súplica que le imploraba por favor que la alojara y él asintió, impotente.

– Puedes quedarte aquí…, y mañana hablamos con mi madre…

– ¿Puedo dormir contigo esta noche?

– ¡Hortense! No te pases…

– No. Si no, voy a tener pesadillas…

– Bueno, pero sólo por esta noche… ¡y te quedas en tu esquina de la cama!

– ¡Prometido! ¡No te violaré!

– Sabes bien que no es eso…

– De acuerdo, de acuerdo.

Él se incorporó. Consideró su rostro seriamente. Dio unos cuantos retoques más a su trabajo. Ella hizo una mueca.

– Los pechos no los toco. Puedes hacerlo sola…

Le tendió el frasco y el trapo. Ella se levantó, fue a colocarse delante del espejo sobre la chimenea y se desinfectó las heridas, una por una.

– Mañana me pondré gafas negras y un jersey de cuello vuelto.

– No tienes más que decir que te han pegado en el metro.

– Y pillaré por banda a esa zorra para decirle dos palabras.

– En mi opinión, no volverá a la escuela…

– ¿Tú crees?

Fueron a acostarse. Hortense se instaló en una esquina de la cama. Gary, en la opuesta. Ella se quedó con los ojos abiertos y esperó a que la invadiese el sueño. Si los cerraba, reviviría toda la escena y no le hacía mucha gracia. Escuchaba la respiración irregular de Gary. Permanecieron un buen rato espiándose, después Hortense sintió un largo brazo posarse sobre ella y escuchó a Gary decirle:

– No te preocupes. Estoy aquí.

Ella cerró los ojos y se durmió inmediatamente.

* * *

Al día siguiente, Shirley fue a verles. Lanzó un grito al ver la cara hinchada de Hortense.

– Es impresionante… Deberías ir a denunciarlo.

– No serviría de nada. Hay que meterles miedo.

– Cuéntamelo todo -dijo Shirley cogiendo a Hortense de la mano.

Es la primera vez que tengo un gesto de ternura hacia Hortense, se dijo.

– No he dado tu nombre, Shirley. Me inventé un nombre para ti y otro para Gary, pero di el nombre de tu jefe: Zachary Gorjiack… ¡y eso le calmó! En todo caso, lo suficiente como para que saliese del cuarto de baño y fuese a hablar con los otros enanos.

– ¿ Estás segura de que no hiciste alusión a Gary? -se inquietó Shirley

Estaba pensando en el hombre de negro. Se preguntaba si tenía algo que ver en la agresión a Hortense. Si no era un medio indirecto para acercarse a Gary. Todavía temblaba por su hijo.

– Absolutamente segura. Simplemente pronuncié el nombre de Zachary Gorjiack, eso es todo. ¡Ah, sí! Les conté el accidente que tuvo su hija, Nicole…

– Bueno -consideró Shirley-. Voy a contarle esto a Zachary. En mi opinión, después no volverán a mover un dedo… Mientras tanto, ten cuidado. ¿Piensas volver a tu escuela?

– ¡No voy a dejarle vía libre, encima, a esa zorra! Volveré esta misma tarde… ¡Y tendremos una conversación!

– Y ¿dónde vas a vivir, mientras tanto?

Hortense se volvió hacia Gary.

– Conmigo -dijo Gary-, pero tiene que buscarse otro piso…

– ¿No quieres que se quede aquí? Esto es muy grande.

– Necesito estar solo, mamá.

– Gary… -insistió Shirley-. ¡No es el momento de ser egoísta!

– ¡No es eso! Es sólo que tengo que decidir un montón de cosas y necesito estar solo.

Hortense no decía nada. Parecía darle la razón. Es asombrosa la complicidad que existe entre estos dos, se dijo Shirley.

– O si no, le dejo el piso y me voy a vivir a otro lado… Me da igual.

– Eso ni hablar -dijo Hortense-. Encontraré un piso. Sólo déjame tiempo para organizarme.

– De acuerdo.

– Gracias -dijo Hortense-. Eres majo de verdad. Y tú también, Shirley.

Shirley no podía impedir sentirse impresionada ante esa chica que se enfrentaba a cinco maleantes, escapaba por una ventana en plena noche, se encontraba con la cara y los senos lacerados, y no se quejaba. Quizás la juzgué mal…

– ¡Ah! Una última cosa, Shirley -añadió Hortense-. En ningún caso, escúchame bien, en ningún caso, quiero que se le diga algo de esto a mi madre…

– Pero ¿por qué?-se extrañó Shirley-. Tiene que saberlo…

– No -la cortó Hortense-. Se morirá si se entera. Se preocupará por todo, no dormirá, temblará como una hoja y, por otro lado, me tocará las narices… ¡Y eso siendo educada!

– Con una condición, entonces… -concedió Shirley-. Me lo cuentas todo a mí. ¡Pero absolutamente todo! ¿Me lo prometes?

– Te lo prometo -respondió Hortense.

Gary no se había equivocado: Agathe no estaba en la escuela. Hortense provocó que la gente se arremolinara a su alrededor, y estallaron preguntas y exclamaciones horrorizadas. Tuvo que responder a cada alumno que la miraba fijamente, adoptando una expresión de horror o de compasión. Le pidieron que se quitara las gafas para comprobar el alcance de sus heridas. Ella se negó decretando que no era un fenómeno de feria, que el incidente estaba cerrado.

Fue a colgar un pequeño anuncio en el tablón de la escuela.

Precisó que buscaba una compañera de piso que no fumara ni bebiera; y a ser posible virgen, pensó mientras ponía una chinche- ta al anuncio.

Cuando volvió a casa de Gary, él estaba al piano. Atravesó la entrada de puntillas y se metió en su habitación. Era una pieza que conocía que interpretaba Bill Evans, Time Remembered. Se echó sobre la cama y se quitó los zapatos. La melodía era tan triste que no se extrañó cuando notó las lágrimas sobre sus mejillas. No soy de acero templado, soy una persona con emociones, sentimientos, se dijo seriamente extrañada, como los que se han creído invencibles y perciben de pronto una grieta en su armadura. Me doy diez minutos de reposo y retomo las armas. Siempre estaba de acuerdo consigo misma cuando afirmaba que las emociones afectan gravemente a la salud.

* * *

Pasó una semana antes de que recibiese la llamada de una chica que buscaba una compañera de piso. Se llamaba Li May, era china de Hong Kong y parecía muy firme en sus principios: había expulsado a su última compañera porque se había fumado un cigarrillo en el balcón de su habitación. El piso estaba bien situado, justo detrás de Piccadilly Circus. El alquiler razonable, en una planta alta. Hortense aceptó.

Invitó a Gary a un restaurante. Él estudió el menú con la seriedad de un contable ante un balance de fin de año. Dudó entre una melba de vieiras y un perdigón con verduras del tiempo y especias. Optó por el perdigón y esperó su plato, silencioso, detrás de su mechón de pelo negro. Degustó cada bocado como si comiese un trozo de hostia sagrada.

– Me gustaba nuestra vida en común. Te voy a echar de menos -suspiró Hortense durante el postre.