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Metió los pies bajo la mesa -no debía haberse puesto esos zapatos-, escondió las manos bajo la servilleta blanca -sus uñas pedían a gritos una manicura- y esperó a Iris. No podría dejar de verla. Su mesa estaba en el mismo centro del restaurante.

Así que iba a volver a ver a su hermana…

Vivía, desde hacía algún tiempo, rodeada de pensamientos borrascosos. Iris. Philippe. Iris, Philippe, Philippe… Exhalaba de su nombre una felicidad tranquila, un placer turbio que saboreaba como un caramelo, para escupirlo inmediatamente al borde del empalago. Imposible, silbaba la borrasca en su cabeza, olvídalo, olvídalo. Por supuesto que tengo que olvidarlo. Y lo olvidaré. No debería ser tan difícil. No se forma un vínculo de amor en diez minutos y medio, de pie contra la barra de un horno. Es ridículo. Anticuado. Lastimoso. Era una especie de juego en el que se entrenaba a decir cosas que no pensaba, para convencerse de ellas. Funcionaba un momento, levantaba la cabeza, sonreía, encontraba un bonito par de zapatos en un escaparate, canturreaba la música de una película, y después la tormenta azotaba de nuevo, silbando siempre la misma palabra: Philippe, Philippe. Se agarraba a esa palabra. La recuperaba, testaruda, emocionada, Philippe, Philippe. ¿Qué hace? ¿En qué piensa? ¿Qué siente? Giraba como una cabra atada a una estaca alrededor de esos signos de interrogación. Añadía otras estacas: ¿me detesta?, ¿no quiere volver a verme?, ¿me ha olvidado? ¿Con Iris? Ya no era un simple pensamiento, era una cantinela, una estrofa que la aturdía definitivamente.

Fue entonces cuando Iris hizo su entrada.

Joséphine asistió, maravillada, a la llegada de su hermana. La tempestad amainó, una vocecita se elevó: «¡ Qué guapa es! ¡Pero qué guapa es!».

Entró sin prisas, con paso despreocupado, cortando el aire como si avanzara en territorio conquistado. Un largo abrigo de cachemir beige, botas altas de ante, largo chaleco color berenjena que hacía las veces de vestido, cinturón ancho caído sobre las caderas. Collares, brazaletes, largo y espeso pelo negro, y ojos azules que cortaban el espacio con sus espinas heladas. Tendió su abrigo a la chica del guardarropa que la envolvió con una mirada aduladora, barrió las mesas vecinas con una sonrisa ausente, y después, tras haber recogido todas las miradas en un ramo de ofrendas, se dirigió hasta la mesa donde yacía, derrumbada, Joséphine.

Segura de sí misma y divertida de ver a su hermana en un sillón tan bajo, le lanzó una mirada radiante.

– ¿Te he hecho esperar? -preguntó, haciendo como si se diese cuenta entonces de que llegaba con veinte minutos de retraso.

– ¡Oh, no! ¡Es que yo he llegado antes!

Iris volvió a sonreír, inmensa, misteriosa, magnánimamente. Extendió su sonrisa como quien desenrolla una tela sobre un mostrador chino. Se volvió hacia las mesas vecinas para asegurarse de que la habían visto bien, que habían identificado a la mujer con la que iba a comer, agitó la mano, sonrió a uno, hizo una seña a otra. Joséphine la veía como a un retrato: una mujer seductora, elegante, de facciones regulares, de ojos llenos de belleza, dotada, en la línea del cuello y en los hombros, de algo de orgullo, de obstinación, incluso de crueldad y, en el instante siguiente, cuando esa mujer posaba sus ojos sobre ella, la descubría atenta, emocionada, casi tierna. Con los ojos levantados hacia Iris, veía pasar por el rostro de su hermana todos los matices del afecto.

– Estoy tan contenta de verte… -dijo Iris, sentándose delicadamente sobre el mismo asiento bajo, dejando su bolso sin que se volcara-. Si supieses…

Le había cogido la mano y la estrechaba. Después se acercó y besó la mejilla de Joséphine.

– Yo también -murmuró Joséphine, con la voz ahogada por la emoción.

– No te habrás enfadado por posponer tanto nuestra cita… ¡Tenía tantas cosas que hacer! ¿Has visto? Ahora llevo el pelo largo. Extensiones. Son bonitas, ¿no?

La aprisionaba con su mirada azul profundo.

– Lo siento. Me comporté de forma incalificable en la clínica. Eran las medicinas que me daban las que me volvían miserable…

Suspiró, levantó su masa de pelo negro. La última vez que la vi, hace tres meses, tenía el pelo corto, muy corto. Y el rostro afilado como la hoja de un cuchillo.

– Detestaba a todo el mundo. Estaba odiosa. Ese día te detesté a ti también. Te diría cosas horribles… Pero, ¿sabes?, me comportaba así con todo el mundo. Tengo mucho que hacerme perdonar.

Su boca dibujó una mueca horrorizada, sus cejas se alzaron como dos trazos rectos y paralelos, subrayando el horror que le inspiraba su conducta, y sus ojos, de un azul parpadeante, se fundieron con los de Joséphine para conseguir su perdón.

– Te lo ruego, no hablemos más de eso -murmuró Joséphine, incómoda.

– Insisto absolutamente en excusarme -subrayó Iris echándose hacia atrás en el asiento.

La miró con una ingenuidad grave, como si su suerte dependiese de la mansedumbre de Joséphine, y esperó un gesto de su hermana que significara que la había perdonado.

Joséphine tendió el brazo hacia Iris, se incorporó y la estrechó contra sí. Debía de tener un aspecto grotesco en esa posición, el trasero hacia atrás, en equilibrio sobre las piernas flexionadas, pero se dejó llevar por la emoción y abrazó a Iris, buscando el reposo, la absolución en la fuerza con la que se enlazaban sus brazos.

– ¿Lo olvidamos todo? ¿Pasamos página? ¿No hablaremos nunca más del pasado?-sugirió Iris-. ¿De nuevo Cric y Croe? ¿Cric y Croe para siempre?

Joséphine asintió.

– Entonces cuéntame cómo te va -ordenó Iris cogiendo el menú que le tendía una belleza, que se había vuelto repentinamente transparente para ella.

– ¡No! Tú primero -insistió Joséphine-. Yo no tengo muchas novedades que contarte. He retomado mi HDI, Hortense está en Londres, Zoé…

– Sé todo eso por Philippe -la interrumpió Iris, espetándole a la camarera-: Tomaré lo de siempre.

– Yo también, como mi hermana -se apresuró a decir Joséphine, a la que aterraba la idea de tener que leer el menú y elegir un plato-. ¿Cómo estás?

– Bien, bien. Poco a poco estoy volviendo a cogerle gusto a la vida. Comprendí muchas cosas cuando estaba en la clínica, y voy a intentar ponerlas en práctica. He sido estúpida, inconsistente, increíblemente superficial y egoísta. Sólo he pensado en mí, me he dejado llevar por un remolino de vanidad. Lo he destruido todo, no estoy muy orgullosa de ello, ¿sabes? Me da incluso vergüenza. He sido una esposa asquerosa, una madre asquerosa, una hermana asquerosa…

Continuó haciendo acto de contrición. Enumerando sus faltas, sus traiciones, sus sueños de falsa gloria. Colocaron en la mesa una ensalada de judías verdes, y después una pechuga de pollo. Iris mordisqueó algunas judías y desgarró la pechuga. Joséphine no se atrevía a comer por miedo a parecer grosera, insensible al flujo de confidencias que se escapaba de la boca de su hermana. Cada vez que se encontraba en compañía de Iris, recuperaba su rango de sirvienta. Recogió la servilleta que Iris había tirado, le sirvió un vaso de vino tinto y después un poco de agua mineral, cogió un minúsculo trozo de pan, pero sobre todo, sobre todo la escuchó hablar mientras decía: «Sí, claro, tienes razón, ¡oh, no!, ¡no! En el fondo no eres así». Iris recogía los cumplidos y los puntuaba con un «qué buena eres, Joséphine» que ésta recibía con reconocimiento. Ya no estaban peleadas.

Evocaron a su madre, su vida, más difícil por la marcha de Marcel, sus dificultades económicas.

– ¿Sabes?-suspiró Iris-, cuando se está acostumbrada al lujo, es duro perderlo. Si comparas la vida de nuestra madre con la de millones de personas, no tiene de qué quejarse, por supuesto, pero para ella, a su edad, es difícil…