Joséphine decidió volver andando. Subió la calle Saint-Honoré, suspiró de felicidad ante la belleza perfecta de la plaza Vendôme, recorrió la calle Rivoli y sus pórticos, bordeó los muelles del Sena, y dio la espalda a los carros alados del puente Alexandre III para llegar a Trocadéro.
Necesitaba recuperar consistencia. La presencia de Iris la había sofocado. Como si su hermana hubiese absorbido todo el aire del restaurante. Frente a Iris, se asfixiaba. «¡Basta!», gruñó golpeando con el pie la esquina de un adoquín. «Me comparo con ella y desaparezco. Me aventuro en su territorio, el de la belleza, el del saber estar, el del último chismorreo parisino, el del abrigo elegante, la extensión de pelo, la desaparición de la arruga, y no puedo luchar. Pero si la atrajese al mío, si le hablase de lo íntimo, de lo invisible, de la mirada en el otro, del amor que se entrega, de las emociones que embargan, de la vanidad de las apariencias, de la fuerza que hay que desplegar para saber quién es uno mismo, quizás llegue entonces a engrandecerme un poco en lugar de arrugarme como un calcetín».
Miró al cielo, percibió el dibujo de un ojo en el pliegue de una nube. Le encontró cierto parecido con la mirada de Philippe. «Qué pronto me has olvidado», lanzó a la nube, que se descompuso y se volvió a componer, borrando el ojo. «El amor, un poco de miel que se recoge entre las zarzas», cantaban los trovadores en la corte de Leonor. Ahora me trago las zarzas. A bocados. Es culpa mía: le alejé de mi lado y se volvió, dócil, hacia Iris. No habrá esperado mucho tiempo. Le inundó la cólera. Se hinchó de esperanza: ¡se estaba rebelando!
Atravesó el parque encorvada instintivamente. No podía evitarlo. Habían encontrado a la señora Berthier un poco más lejos…
Abrió el portal del inmueble y escuchó gritos en el chiscón de Iphigénie.
– ¡Es un escándalo!-gritaba una voz de hombre-. ¡Es usted la responsable! ¡Es una asquerosidad! ¡Debe limpiar ese local todos los días! Hay botellines de cerveza, botellas vacías, ¡pañuelos de papel por el suelo! ¡Andamos entre inmundicias!
El hombre salió de la portería vociferando. Joséphine reconoció a Pinarelli hijo. Iphigénie, detrás de la puerta acristalada tapada con una cortina, estaba lívida. El cartel que indicaba su horario de trabajo se balanceaba colgado de la cadena. Él se volvió hacia ella, levantó el brazo para golpearla, ella giró el picaporte. Joséphine se precipitó hacia él y le atrapó el brazo. El hombre se soltó y la lanzó al suelo con sorprendente fuerza. Joséphine se golpeó la cabeza violentamente contra la pared.
– ¡Está usted loco! -gritó, asustada.
– ¡Le prohíbo que la defienda! ¡La pagan para eso! ¡Debe limpiar! ¡Gilipollas!
Un hilillo de saliva fluía sobre su mentón, que temblaba, su piel estaba marcada de manchas rojas, y su nuez se agitaba como un tapón enloquecido.
Giró sobre sí mismo y subió las escaleras de tres en tres.
– ¿Está usted bien, señora Cortès?
Joséphine temblaba y se frotaba la frente para borrar el dolor. Iphigénie le hizo una seña para que entrase en la portería.
– ¿Quiere beber algo? Parece conmocionada…
Le tendió un vaso de Coca Cola y la hizo sentar.
– ¿Qué ha hecho para que se pusiese en ese estado? -preguntó Joséphine, recuperándose.
– Yo limpio el local de la basura. Se lo aseguro. Lo hago lo mejor posible. ¡Pero hay gente que constantemente deja allí guarradas que no me atrevo a nombrar! Así que si olvido pasarme por allí un día o dos, se ensucia enseguida. Pero el edificio es grande y no puedo estar en todos lados…
– ¿Sabe usted quién hace eso?
– ¡No, claro! Yo, por la noche, duermo. Estoy cansada. Da mucho trabajo este edificio. Y cuando mi jornada termina ¡tengo que ocuparme de los niños!
Joséphine recorrió la portería con la mirada. Una mesa, cuatro sillas, un sofá desgastado, un viejo aparador, una televisión, un mueble de cocina de fórmica desvencijado, un viejo linóleo amarillo en el suelo y, al fondo, separada por una cortina color burdeos, una habitación oscura.
– ¿Es la habitación de los niños? -preguntó Joséphine.
– Sí, y yo duermo en el sofá. Es como si durmiese en el vestíbulo. Oigo abrir y cerrar el portal toda la noche cuando la gente vuelve tarde. Me llevo unos sobresaltos en la cama…
– Habría que pintar esto y comprar muebles… Está un poco triste.
– ¡Por eso me tiño el pelo de todos los colores! -dijo Iphigénie sonriendo-. Da un poco de luz a la casa…
– ¿Sabe usted qué vamos a hacer, Iphigénie? Vamos a ir mañana a Ikea a la hora de su descanso y vamos a comprar de todo: camas para los niños, una mesa, sillas, cortinas, cómodas, un sofá, un aparador, alfombras, una cocina, cojines…, y después iremos a Bricorama, elegiremos unas pinturas bonitas ¡y lo pintaremos todo! Ya no necesitará teñirse el pelo.
– ¿Y con qué dinero, señora Cortès? ¿Quiere usted que le enseñe mi nómina? ¡Se va a echar a llorar!
– Yo lo pagaré todo.
– Pues se lo digo desde ahora mismo: ¡ni hablar!
– Y yo le digo, ¡claro que sí! El dinero no se lo puede llevar uno a la tumba. Yo tengo todo lo necesario, usted, no tiene nada. Para eso sirve el dinero: para tapar agujeros.
– ¡Que no, señora Cortès!
– Me da igual, iré sola y haré que se lo dejen delante de la puerta. Usted no me conoce, soy bastante testaruda.
Las dos mujeres se enfrentaron en silencio.
– Lo único bueno, si viene conmigo, es que será usted quien podrá elegir, no tenemos necesariamente los mismos gustos.
Iphigénie había cruzado los brazos y fruncía el ceño. Ese día, su cabello tenía un color mandarina que viraba al amarillo en algunos sitios. Bajo la luz de la lámpara de pie, se dirían llamas surgiendo de su cabeza.
– Realmente estaría bien que pusiese usted los colores en las paredes, y no en la cabeza -dijo Joséphine haciendo una mueca.
Iphigénie se pasó la mano por el pelo.
– Lo sé, esta vez no he acertado con el color… pero no es muy práctico, la ducha está en el patio, no hay luz y no puedo respetar siempre el tiempo de aplicación recomendado. Además, en invierno, lo hago deprisa porque, si no, ¡me resfrío!
– ¡La ducha está en el patio! -exclamó Joséphine.
– Pues sí… Al lado del cuarto de la basura…
– ¡No es posible!
– Pues sí, señora Cortès, pues sí…
– Bueno-decidió Joséphine-. ¡Iremos mañana!
– ¡No insista, señora Cortès!
Joséphine vio a la pequeña Clara apoyada en el marco de la habitación. Era una chiquilla extrañamente seria, de ojos caídos, tristes y resignados. Su hermano Léo se había unido a ella; cada vez que Joséphine sonreía, se escondía detrás de su hermana.
– La encuentro a usted un poco egoísta, Iphigénie. Me parece que a sus hijos les gustaría vivir en un arco iris…
Iphigénie posó su mirada en sus hijos y se encogió de hombros.
– Están acostumbrados a esto.
– A mí me gustaría que pintáramos la habitación de rosa… y tener un edredón verde manzana -dijo Clara, mordisqueándose un mechón del pelo.
– ¡Oh, no! El rosa es para chicas -exclamó Léo-. ¡Yo quiero amarillo chillón y un edredón rojo con vampiros!
– ¿No están en el colegio? -preguntó Joséphine, que quería cantar victoria y prefería dejar tiempo a Iphigénie para rendirse sin perder la cara.
– Es miércoles. Los miércoles ¡no hay colegio! -respondió Léo.
– Tienes razón, ¡lo había olvidado!
– Parece que has perdido la cabeza…
– La había perdido, pero desde que estoy con vosotros estoy mucho mejor -dijo Joséphine sentándoselos en las rodillas.
– Y además, mamá, ¿podríamos tener las camas una encima de otra?-continuó Clara-. Así yo podría dormir en el primer piso y pensaría que estoy en el cielo… ¿Y una mesa también?