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– ¡Y yo un caballo de madera! ¿Eres Papá Noel? -preguntó Léo a Joséphine.

– ¡Qué tonto eres! ¡No tengo barba!

Soltó una risita que le aclaró la garganta.

– Me parece que ha perdido usted, Iphigénie. Quedamos mañana a mediodía. Le interesa ser puntual porque si no sólo tendremos tiempo de ir y venir…

Los dos niños rodearon a su madre y gritaron de alegría.

– Di que sí, mamá, di que sí…

Iphigénie dio un manotazo sobre la mesa y pidió silencio.

– Entonces, a cambio, le limpio la casa. Dos horas al día. Lo toma o lo deja.

– Una hora será suficiente. Sólo somos dos. No tendrá mucho trabajo y le pagaré.

– ¡Lo haré gratis o no voy a Ikea!

* * *

Al día siguiente, Joséphine esperó en el portal a las doce. Subieron a su coche. Iphigénie tenía un capazo sobre las rodillas y se había anudado un fular al pelo.

– ¿Es usted musulmana, Iphigénie?

– No, pero cojo frío en los oídos. Después tengo otitis y me queman las orejas por dentro y por fuera…

– Como a mí. A la menor emoción, se inflaman.

Atravesaron el Bois de Boulogne y se dirigieron a La Défense. Aparcaron frente a Ikea. Cogieron un metro de papel, un cuadernito y un lápiz y accedieron al interior de la tienda. Joséphine apuntaba, Iphigénie protestaba. Joséphine llenaba el cuaderno de pedidos, Iphigénie se escandalizaba:

– ¡Pero esto es demasiado, señora Cortès! ¡Demasiado!

– ¿No sería mejor que me llamase Joséphine? ¡Yo la llamo Iphigénie!

– No, para mí, usted es la señora Cortès. No hay que mezclar los trapos con las servilletas.

En Bricorama, eligieron una pintura amarillo canario para la habitación de los niños, rosa frambuesa para la habitación principal, y azul chillón para el lado de la cocina. Joséphine vio cómo Iphigénie contemplaba las lamas de parqué con la boca abierta de placer. Encargó parqué. Y una ducha. Y alicatado.

– ¿Y quién va a instalar todo eso?

– Ya encontraremos un albañil y un fontanero.

Joséphine dio la dirección de la portería para que lo enviasen todo allí. Volvieron al coche y se sentaron aliviadas.

– ¡Está usted como un cencerro, señora Cortès! Ya le digo desde ahora que le voy a dejar el piso como una patena, ¡va a poder comer usted en el suelo!

Joséphine le sonrió y salió del aparcamiento girando el volante con un dedo.

– ¡Y además conduce usted divinamente!

– Gracias, Iphigénie. Me siento valorada a su lado. ¡Debería verla más a menudo!

– ¡Oh, no, señora Cortès! Tiene usted otras cosas que hacer.

Apoyó la cabeza en el reposacabezas y murmuró, feliz:

– Es la primera vez que alguien es bueno conmigo. Quiero decir bueno sin otras intenciones. Porque los hay pretendidamente buenos, pero todos buscan quitarme algo… En cambio usted…

Hizo un ruido de petardo mojado con la boca para expresar su sorpresa. El fular enmarcaba un rostro de madonna juvenil, que se maquilla deprisa y corriendo en una esquina de la pila. Olía a jabón de Marsella que se frota bajo la ducha fría, y que no se tiene tiempo de enjuagar. Larga y fina nariz, ojos negros, tez bronceada, dientes brillantes, una profunda arruga entre las cejas que probaba, por si Joséphine todavía lo dudaba, que tenía carácter. Un cuerpo algo pesado, un pecho de vampiresa italiana y en conjunto, como telón de fondo, la seriedad infantil de quien lucha por llegar a fin de mes y se maravilla de conseguirlo.

– Lo peor fue mi marido… En fin, le llamo mi marido, pero nunca firmamos nada. Pegaba a cualquier cosa que se le resistiera. A mí la primera. Perdí dos dientes con él. Me dejé la piel trabajando para reemplazarlos. Estaba todo el tiempo en erupción. Un día pegó a un policía que le había pedido la documentación. Seis años de cárcel. Yo estaba embarazada de Léo. Me alegré mucho de que le enviaran a prisión. Va a salir pronto, nunca se le ocurrirá venir a buscarme aquí. Le intimidan los buenos barrios. Dice que rebosan de pasma…

– ¿Los niños no preguntan por él?

Repitió su pequeño petardeo de trompeta que, esta vez, indicaba su desprecio.

– No le han conocido y mejor para ellos. Cuando me preguntan dónde está, lo que hace, yo les digo explorador, les digo el polo Sur, el polo Norte, la cordillera de los Andes, me invento viajes con águilas, osos y pingüinos. El día que se lo encuentren, si llega ese día maldito, ¡tendrá que llevar un salacot y una barba por la cuenta que le trae!

Había empezado a llover y Joséphine accionó los limpiaparabrisas y limpió el vaho con el dorso de la mano.

– Oiga, señora Cortès, me gustaría darle las gracias. Gracias de verdad. Me llega muy dentro lo que está haciendo usted por mí. Me llega muy hondo.

Se colocó un mechón de pelo que se había escapado del fular.

– No le dirá a la gente del edificio que ha sido usted la que ha pagado todo eso, ¿eh?

– No, pero de todas formas ¡no tiene usted que justificarse!

– En la próxima reunión de vecinos, no tiene más que soltar que me ha tocado la lotería. No les extrañará. A la lotería sólo ganan los pobres, los ricos ¡no tienen derecho!

Pasaron delante del Intermarché donde Joséphine hacía la compra cuando vivía en Courbevoie. Iphigénie le preguntó si podían detenerse: necesitaba Pato WC y un cepillo para el suelo. Se presentaron en la caja con dos carritos llenos. La cajera les preguntó si tenían tarjeta de cliente. Joséphine sacó la suya y aprovechó para pagar la compra de Iphigénie. Esta se enfadó.

– ¡Ah, no! ¡Ya basta, señora Cortès! ¡Vamos a perder la amistad!

– ¡Así tendré muchos más puntos!

– ¡Me juego algo a que usted nunca utiliza sus puntos!

– Nunca -confesó Joséphine.

– La próxima vez ¡yo la acompañaré y los usará! Así ahorrará algo.

– ¡Ah!-dijo Joséphine, maliciosa-. Así que habrá una próxima vez. No está enfadada del todo…

– Sí. Estoy enfadada ¡pero soy débil!

Se marcharon corriendo bajo una tromba de agua, cuidando de no tirar nada.

Joséphine dejó a Iphigénie ante el edificio y fue a aparcar el coche al aparcamiento, rogando al cielo no toparse con nadie. Desde que la agredieron, tenía miedo en el aparcamiento.

* * *

Ginette estaba preparando el café de la mañana cuando llamaron a la puerta. Dudó, preguntándose si suspendía la operación, permaneció un momento con el codo en el aire, y decidió que el café pasaría delante del misterioso visitante. René estaría de mal humor todo el día si el café era malo. No hablaba con nadie antes de haberse bebido dos boles y haber engullido tres tostadas de la baguette fresca que el hijo de la panadera depositaba en el portal antes de ir al colegio. A cambio, Ginette le daba una moneda.

– ¿Sabes -gruñó René- cuánto costaba la baguette cuando nos vinimos a vivir aquí en 1970? Un franco. Y ahora ¡un euro diez! Más la comisión del chico, ¡debemos de comer el pan más caro del mundo!

Los días en los que el chico no tenía colegio, ella se ponía un abrigo sobre el camisón y bajaba a hacer cola a la panadería. René era su hombre. Su hombre de carne y de codicia. Lo había conocido con veinte años: ella era corista de Patricia Carli, él montaba y desmontaba el escenario. Esculpido en uve mayúscula, calvo como una pista de patinaje para piojos, hablaba poco, pero sus ojos recitaban la Ilíada y la Odisea. Tan presto para gritar como para sonreír, dotado de la serenidad de esas gentes que saben lo que quieren y quiénes son desde que nacen, la había atrapado una noche por la cintura y no la había vuelto a soltar. Treinta años de comunión y todavía temblaba cuando le ponía las manos encima. ¡Nada más que placer, su René! En horizontal trabajaba la voluptuosidad, en vertical, el respeto. Tierno, previsor, huraño, todo lo que ella amaba. Hacía casi treinta años que vivían en la pequeña vivienda encima del almacén que les había cedido gratuitamente Marcel, el día en el que había contratado a René en calidad de… «ya hablaremos del puesto después». Visto y no visto: no habían vuelto a hablar de ello, pero Marcel aumentaba su sueldo al mismo ritmo que sus responsabilidades y el precio de la baguette. Allí fue donde habían crecido sus hijos: Johnny, Eddy y Sylvie. En cuanto los niños supieron valerse por sí mismos, Marcel contrató a Ginette en el almacén. Responsable de las entradas y salidas de mercancía. Y los años habían ido pasando sin que Ginette tuviese tiempo de contarlos.