Joséphine levantó la mano de Zoé y jugó con sus dedos, besándolos de uno en uno. Besito papá, besito mamá, besito Hortense, besito Zoé, pero ¿quién es este pequeñito? Era el ritual a la hora de acostarse. ¿Cuánto tiempo seguiría su hija extendiendo la mano para que ella recitara esa cantinela mágica que hacía sus noches más dulces y felices? Al abrazarla sintió una triste ternura. Zoé todavía parecía un bebé: las mejillas redondas y sonrosadas, su pequeña nariz, los ojos achinados como los de una gata feliz, hoyuelos y pliegues en las muñecas. La edad que llaman del pavo no le había deformado aún el cuerpo. Joséphine se lo había comentado a la pediatra, que la había tranquilizado, aparecerá de golpe, su hija es de las lentas. Se toma su tiempo. Una mañana se despertará y no la reconocerá. Tendrá pechos, se enamorará y dejará de hablarle. ¡Aprovéchese en lugar de preocuparse! Y además, quizás ella no tiene ganas de crecer. Cada vez veo más niños que se aferran a la infancia como a un barreño lleno de confitura.
Hortense, aguda y cruel, había despreciado durante mucho tiempo a su hermana pequeña, tan frágil. La una sumisa, mendigando afecto y reconocimiento; la otra intratable, abriéndose camino a machetazos. Zoé, límpida, tierna. Hortense, oscura, inflexible, dura. Con mis dos hijas haría una ostra perfecta. Hortense para la concha y Zoé para el interior.
– ¿Estás a gusto en tu nuevo dormitorio, hija?
– Me gusta mucho el piso, pero no me gusta la gente de aquí. Me gustaría volver a Courbevoie. La gente de este edificio es rara…
– No son raros, cariño, son diferentes.
– ¿Por qué son diferentes?
– En Courbevoie conocías a todo el mundo, tenías amigos en cada piso, era fácil charlar, verse. Íbamos de un piso a otro. Sin ceremonias. Aquí son más…
Buscó las palabras. El cansancio le cerraba los párpados y la aletargaba.
– Más altivos, más elegantes… Menos familiares.
– ¿Quieres decir que son fríos y estirados? Como cadáveres.
– Yo no hubiese empleado esas palabras, pero no te equivocas, cariño.
– El señor que hemos visto en el ascensor parece que esté completamente frío por dentro. Parece que tenga escamas por todo el cuerpo, para que nadie se le acerque, y que vive siempre ensimismado…
– ¿Y Paul? ¿También piensas que es frío y estirado?
– ¡Oh, no! Paul…
Se detuvo y después murmuró en un suspiro:
– Paul es guay, mamá. Me gustaría mucho ser su amiga.
– Claro que serás su amiga, cariño…
– ¿Tú crees que él piensa que soy guay?
– En todo caso, ha hablado contigo, te ha propuesto presentarte a los Van den Brock. Eso quiere decir que quiere volver a verte y que piensa que eres más bien guapa.
– ¿Estás segura? Yo creo que no parecía demasiado interesado. Hortense, ella sí que es guay.
– Hortense tiene cuatro años más que tú. ¡Espera a tener su edad y ya verás!
Zoé, pensativa, observó a su madre como si tuviese ganas de creerla, pero para ella era demasiado difícil imaginar que un día podría igualar a su hermana en seducción y belleza. Prefirió renunciar y suspiró. Cerró los ojos y encajó su rostro en la almohada, acariciando la pierna de su peluche con los dedos.
– Mamá, no quiero ser mayor. A veces tengo mucho miedo, ¿sabes?…
– ¿De qué?
– No lo sé. Y eso me da más miedo aún.
Su reflexión era tan exacta que asustó a Joséphine.
– Mamá…, ¿cómo se sabe cuando una es adulta?
– Cuando se es capaz de tomar una decisión muy importante completamente sola, sin preguntar nada a nadie.
– Tú eres adulta… ¡Eres incluso muy, muy adulta!
A Joséphine le hubiese gustado decirle que ella dudaba a menudo, que dejaba actuar a la suerte, al azar, al futuro. Que decidía de acuerdo con su instinto, intentando corregir el tiro si se había equivocado, o respirando de alivio si había hecho lo correcto. Pero siempre atribuía sus éxitos al azar. ¿Y si uno no conseguía crecer del todo?, se dijo, mientras acariciaba la nariz, las mejillas, la frente y el pelo de Zoé, mientras escuchaba cómo su respiración se hacía más regular. Permaneció a su lado hasta que se durmió, sacando de la vivificante presencia de su hija las fuerzas para dejar de pensar en lo que había pasado, y después volvió a su habitación.
Cerró los ojos e intentó dormir; cada vez que iba a quedarse dormida, volvía a oír los insultos del hombre y sentía las patadas cebarse contra su cuerpo. Le dolía todo. Se levantó y rebuscó en una bolsa de plástico que le había dado Philippe. Son los somníferos que encontré en la mesita de noche de Iris. No quiero que los tenga a su alcance. Nunca se sabe. Tómalos, Jo, guárdalos en tu casa.
Cogió un Stilnox, observó la gragea blanca, se preguntó cuál sería la dosis recomendada. Decidió tomar la mitad. Lo tragó con un vaso de agua. No quería pensar en nada más. Dormir, dormir, dormir.
Mañana, sábado, llamaría a Shirley.
Hablar con Shirley la tranquilizaría. Shirley lo pondría todo en su sitio.
¿Era delito no avisar a la policía? Debería quizás ir a verles y solicitar permanecer en el anonimato. ¿Podrían acusarme más tarde de complicidad, si el sujeto atacara de nuevo? Dudó, quiso levantarse, pero cayó dormida.
Al día siguiente la despertó Zoé que saltaba sobre su cama sosteniendo el correo. Levantó los brazos para protegerse de la luz.
– Pero, cariño, ¿qué hora es?
– ¡Las once y media, mamá, las once y media!
– Dios mío ¡y he dormido hasta ahora! ¿Llevas mucho tiempo levantada?
– ¡Lalalalala! Acabo de despertarme, he ido a mirar el felpudo por si había correo y ¡adivina lo que he encontrado!
Joséphine se incorporó, se llevó la mano a la cabeza. Zoé blandía un paquete de sobres.
– ¿Un catálogo de Navidad? ¿Ideas para regalos?
– ¡Nada de eso, mamá, nada de eso! Algo mucho mejor…
¡Qué pesadez sentía! Parecía que tenía un regimiento desfilando con botas de clavos sobre su cabeza. Cuando se movía le dolían todos los miembros.
– ¿Una carta de Hortense?
Hortense no escribía nunca. Llamaba por teléfono. Zoé meneó la cabeza.
– ¡Frío, mamá, muy frío! ¡Estás muy lejos!
– Me rindo.
– ¡Algo de lo más sensacional! ¡Una súper-híper-ultra-terrible-locura! ¡Una noticia donde te montas, y llegas a la luna y a todas las galaxias! Kisses and love and peace all around the world! Que la fuerza te acompañe, hermana. Yo! Brother!
Acompañaba cada grito con un vigoroso impulso, que la hacía rebotar sobre el colchón, como un sioux en trance celebrando su victoria y haciendo girar una cabellera.
– Deja de saltar, cariño. ¡Me va a estallar la cabeza!
Zoé levantó los pies y dejó caer todo su peso sobre la cama. Desmelenada, triunfante, y con una sonrisa de ganadora de la lotería impresa en la cara, proclamó:
– ¡Una postal de papá! ¡Una postal de mi papuchi! Se encuentra bien, todavía está en Kenya, dice que no ha podido mandarnos noticias porque estaba perdido en la selva rodeado por un montón de cocodrilos, pero que ni un minuto, mamá, ¿me oyes?, ni un minuto, ha dejado de pensar en nosotras. ¡Y me envía un beso con todas sus fuerzas de papaíto querido! ¡Lalalalala! ¡He encontrado a mi papaíto!
Con una última pirueta de alegría, se lanzó contra su madre que hizo una mueca de dolor: Zoé le había aplastado la mano.
– ¡Qué feliz soy, mamá, qué feliz, no te puedes hacer idea! Ahora puedo decírtelo, creía que estaba muerto. Que se lo había comido un cocodrilo. ¿Te acuerdas del miedo que sentí cuando estuve allí, con todos aquellos bichejos alrededor? Pues bien, estaba segura de que un día u otro ¡se lo comerían crudo!