Viola siempre me echaba en cara mi crueldad con Dolores. Decía que no tengo corazón y ponía cara de circunstancia. Cuando la sorprendía a punto de ponerse mojigata, la mandaba a pasear o fingía escucharla mientras mi mente volaba lejos. Pero, claro, con Viola fue distinto. Dolores la prefirió desde el principio. Era una beba linda y podía exhibirla con orgullo. Nunca ocultó su predilección por mi hermana. No es una mujer de sutilezas; podrá andar enfundada en sedas, pero lo que tiene de burra no se lo quita nadie. No recuerdo haberla visto tocar un libro más que para tirárselo a papá por la cabeza. Su literatura estaba reducida a revistas del corazón o de interiores, pero no creo que pueda seguir el argumento de una novela más allá de las primeras diez páginas. Por otra parte, siempre andaba agotada. ¿De qué?, me pregunto.
Para colmo de males, me llamo Maciel. ¡Maciel! ¿En qué estaban pensando cuando me pusieron ese nombre? Supongo que a ella le habrá sonado distinguido, vaya uno a saber qué ridiculez pasó por esa cabecita. Había cientos para elegir, pero no, me llamaron Maciel y me terminaron de joder la vida. Ni siquiera estoy segura de que sea nombre de mujer. Cuando era niña, vivía traumada con la posibilidad de llevar un nombre de varón. Viola se burlaba todo el tiempo, me decía que cada vez me parecía más a un tío de los retratos y que en cualquier momento me salía bigote. Pasé años mirándome al espejo para detectar la menor sombra. Ya me sentía la mujer barbuda hasta que me creció un buen par de tetas; y de bigotes, nada. Mandé a Viola a la madre que la parió, que es la mía, pero nunca me resarció por aquellos momentos de angustia.
Sé que puedo cambiarme el nombre, pero me da una pereza terrible el trámite, la burocracia, aguantar las caras de los funcionarios. No, no tengo voluntad para esas cosas. Debo enfrentar cambios más profundos. Solamente un gordo sabe lo que es abrir los ojos cada mañana y encontrarse hundido en el colchón, ese pozo horadado por el propio cuerpo, sintiendo que quizá sea una tumba, un lugar del que no merece moverse, quedarse quietecito hasta que la muerte lo encuentre y le traiga un poco de paz. Porque la muerte es igualadora, dicen, aunque no estoy segura. Me horroriza pensar en el tamaño de mi cajón.
Dolores vive conmovida por un estado de ansiedad, una comezón interior que no es otra que la insatisfacción que produce la frivolidad permanente. Porque Dolores es una frívola y a otra cosa. Ningún calificativo le calza mejor. A veces pienso que debe de tener un resto de sensibilidad escondido en alguna parte de esa preciosa cabeza y entonces me viene a la memoria la tarde en que Felipe conoció el chocolate.
En casa podía no haber comida, pero no faltaban bombones de los más finos. A Dolores jamás se le ocurría abrir la heladera para la lista del mercado; mucho menos cocinar, una actividad incompatible con sus uñas Parecerá ridículo en medio de tanta opulencia, lo sé, pero hubo días en que en casa faltó el pan. Dicho así suena a burla, pero en todos estos años me he ido convenciendo de que la miseria de los ricos no difiere tanto de la de los pobres. Yo sé que una cosa es no comer porque se está a dieta y otra muy distinta porque simplemente no hay con qué, pero me refiero a que el ruido de las tripas es el mismo.
No hacía mucho que Felicia había llegado a la casa. Lo recuerdo bien porque me gustó desde el principio. Claro que no supe demostrárselo. Ni Viola ni yo aprendimos a expresar sentimientos. Cuando nos querían mostrar aprobación, aparecía un juguete nuevo en el cuarto. Eso era todo, ni siquiera esperaban para ver nuestra reacción. Nunca agradecimos, nunca pedimos disculpas y nadie se disculpó con nosotras. En casa, toda la comunicación encontraba su cauce a través de los objetos. Había un código implícito que aprendimos desde la cuna: a mayor valor, mayor cariño.
Era frecuente que Dolores tuviera alguna invitada a la hora del té. Para aquellas ocasiones, había una mesa redonda, muy pequeña, junto a la ventana, en un rincón del salón, con un silloncito de pana azul a cada lado. Dolores sacudía la campanita y allá aparecía el servicio en bandeja de plata, herencia de los Pereira, como todo lo que tenía alcurnia en aquella comedia que era nuestro hogar. Esa tarde sirvió Felicia. Llevaba el uniforme celeste con las puntillas bordeando el delantal y la cofia a la que tanto se resistió al principio pero a la que tuvo que ceder porque Dolores le dijo que era condición indispensable para una mucama decente. Felipe se había deslizado detrás de ella y espiaba a la distancia como un gato asustado. Dolores le hizo señas a Felicia para que sirviera, con la misma indiferencia con que hubiera podido pulsar el botón de la cafetera automática. Las mujeres siguieron en lo suyo, como si no hubiera nadie más en la habitación, descuido nacido del desprecio hacia los sirvientes que muchas veces les permitió estar al tanto de la porquería en la que se revolcaban sus señores. Mientras Felicia servía el té, la mujer entregó a Dolores una caja envuelta en dorado rematada por una moña de tul. Dolores tiró de la punta del lazo y brotó aquel aroma inconfundible que llegó hasta mi observatorio clandestino, un cristalero de estilo donde papá tenía su colección de pipas y detrás del que solíamos escondemos con Viola.
Si algo heredé de Dolores es su pasión por chocolate. No hay olor más envolvente ni sabor tan sensual; nada estimula de esa forma un espíritu, tanto que estoy convencida de que el chocolate me ha salvado la vida en más una oportunidad. Es curioso, también me lleva al borde del abismo cuando siento que puedo contenerme y me como diez, veinte, treinta bombones uno tras otro, con una culpa horrible, la culpa de no poder decir basta. Y sigo, y cada uno me trae añoranza del próximo y lejos de saciarme me abre una necesidad voraz de engullir, de tragar incluso sin masticarlos. Pero cuando yo mando, ¡ah!, entonces el chocolate no es un asesino de ansiedades sino el placer puro de sentir cómo se derrite suavemente en el calor de mi boca.
Felipe se había mantenido lejos para no llamar la atención, pero es evidente que el perfume llegó hasta él y lo atrajo como en un trance. Se detuvo junto a Dolores y contempló con ojos perdidos aquellas bolitas marrones que le abrían la ventana a un gozo irresistible. Felicia lo apartó y pidió disculpas, mientras le indicaba con una mirada que desapareciera de allí; pero a la amiga de Dolores se le despertó una reminiscencia de crueldad medieval y quiso jugar a reinas y bufones.
– No, no, por favor, que se acerque -dijo con aire benevolente mientras extendía su mano hacia Felipe.
Felicia lo atrajo bajo su brazo y ambos quedaron quietos, de pie, algo desconcertados. La mujer tomo un bombón de la caja y se lo dio. La sala quedó congelada en el instante en que Felipe depositó el bombón en su boca y la transformación del rostro habló por mil palabras. A Felicia se le inundó el alma de tristeza, de una pena honda por el pobre hijo. Dolores ya había vuelto a su té; un minuto dedicado a la servidumbre era una hora perdida. Felicia se sintió avergonzada de su pobreza.
– Disculpen, es que le encanta el chocolate, pero es can caro…
A la mujer le nació un brillo en la mirada.
– ¿Escuchaste, Lola? ¿Cómo puede ser que no coma chocolate?
Felicia volvió a rodear el cuello de Felipe y giró hacia la cocina, pero la mujer la detuvo. Hizo un gesto con el índice para que Felipe se acercara y le sonrió con falsa ternura.
– Pero si el chocolate no se compra, el chocolate está bajo la tierra.
Dolores festejó la ocurrencia, la mujer soltó una carcajada de lo más desagradable y Felicia no esperó que le dieran la orden de retirarse. Tomó a Felipe del brazo y desapareció hacia la cocina maldiciendo en voz baja.