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Aquella noche, cuando Dolores salía hacia una de sus parrandas, le llamó la atención un bulto que se movía en el jardín. Pensó en un perro y ya iba a gritarle a Felicia para que lo espantara, cuando las luces del auto que venía a buscarla iluminaron a Felipe acuclillado sobre la gramilla raspando desesperadamente la tierra con sus uñas. Viola y yo hacía rato que mirábamos desde nuestra ventana y nos sorprendió ver a Dolores caminar hacia Felipe, inclinarse sobre él y ayudarlo a levantarse.

Me gustaría recordar otros gestos que humanizaran a Dolores, pero sólo logro rescatar éste de la memoria. No es un monstruo; ni siquiera es mala. A nadie daña en forma directa; su pecado ha sido de omisión y yo siento que es de los más graves que puede cometer una madre. Por eso todos le aguantan la estupidez, pero yo no quiero perdonarla.

* * *

Es difícil precisar cuándo comenzó, pero supongo que habrá tenido que ver con aquella necesidad, esta necesidad de ser querida. Mi fragilidad inicial se extendió hasta los cinco o seis años. Tengo fotos de esa época en las que me veo como un renacuajo bastante desagradable. Las peores son las de nuestra fiesta de cinco. Dolores se empeñó en organizar una celebración faraónica. Alguien debió de recordarle que se trataba de un cumpleaños infantil cuando empezó a considerar orquesta, caviar y un vestido de diseñador húngaro bordado en pedrería. Supongo que ese llamado a la realidad la habrá bajado a la tierra. De todos modos, insistió en lo del vestido y se lució.

¡Cuánto me aburrí! Viola y yo llevábamos trajes de organza; dos auténticos merengues. Papá llegó tarde, como de costumbre. Dolores, en cambio, había estado esperando ese día con ilusión de novia. Se presentó cuando la mayoría de los invitados había llegado. Bajó los escalones de mármol, acariciando el pasamanos con aires de emperatriz. Se dejó adorar desde el llano y deshizo su rostro en sonrisas de anfitriona perfecta. Creo que olvidó desearnos feliz cumpleaños, pero no estoy segura; le concedo el piadoso beneficio de la duda. Además, estaba hermosa. A cualquier niña le gusta que su mamá sea la más linda. A mí, incluso, me llenaba entonces de orgullo. Nunca se lo dije, pero si lo hubiera hecho, lo habría tomado como manifestación de amor. Después de todo, ahora lo veo, no es más que un soberbio complejo de inferioridad. Pobre Dolores. Quizás…, sí, pero a mí me jodió la vida.

Dolores estaba perdida para mí. Empecé a comer para ganarme a mi padre y también para llenar el vacío que su falta de amor me dejaba. Papá quedaba muy lejos, pero sentía que, si me esforzaba, podría alcanzarlo. Viola seguía siendo una rosa y yo un vulgar macachín nacido por casualidad.

La cocinera que tuvimos durante nuestra infancia tenía un genio del demonio; no había forma de arrancarle un esbozo de sonrisa. Estoy segura de que nos odiaba tanto como a ese trabajo ejercido por pura obligación. Se fue sin despedirse. Dolores supuso que algo habría robado y mandó que dieran vuelta la casa. Al cabo de aquel día, todo estaba en su lugar. Todo salvo un pollo, un curioso pollo azul que ya no interesaba a nadie. Era una mujer odiosa pero, durante el tiempo que sirvió en la casa, tuvo la alacena llena de tortas, galletas, bizcochos y conservas que preparaba cada primavera. Esa alacena fue mi refugio durante varias noches de angustiosa vela.

Al principio, fue la comida de Viola. Se la robaba en cualquier descuido o me comía las sobras. Después, comencé a pedir doble ración y más tarde se desencadenó una ansiedad que sólo podía tapar con más comida. Llegué a hurgar en la basura para rescatar lo que fuera. Me levantaba de madrugada y me deslizaba hasta la cocina con silencio de reptil. Comía cuando estaba triste y en los escasos fulgores de dudosa alegría; al poco tiempo, había aumentado de peso y Viola seguía siendo adorable. Dolores se avergonzaba de mí y no sabía cómo ayudarme. Lo sé porque los escuché una noche antes de que él volviera a la estancia.

– A ver, Dolores, si atendés un poco a Maciel. Mirá cómo está -la increpó.

– ¿Y qué querés que haga? ¿Que le cosa la boca? -contestó ella burlándose, como se burlaba de todo lo que papá le decía.

– No sé, ¿a mí me preguntás? Sos vos la que sabe de esto, ponela a dieta, hacela correr, lo que sea, pero no puedo verla así, parece chancha.

No quise escuchar más. Dudo que haya sido su intención lastimarme tanto; no puedo concebir que fueran capaces de tal crueldad, sentí que me quedaba definitivamente sola y que nada más podía esperar de ellos.

Necesito creer que hay un mundo en el que los afectos prevalecen y lo imprescindible está en el interior. Quiero, quiero, quiero, juro que quiero. Quiero creer al Principito, pero lo esencial sigue siendo demasiado visible a los ojos. Aquí estoy, esto soy, en esto me he convertido. Soy una gorda. Hija de una familia rica, educada en un colegio inglés, con dinero y apellido. He ido a Europa seis o siete veces, conozco Asia, el sur de África y América de punta a punta. Me queda Oceanía, pero me ha venido una súbita rebeldía a tener que comprar dos billetes de avión. Vivo de mi trabajo. Decoro casas, casi todas de amigos de Dolores, pero si no trabajara, viviría igual; dinero sobra. Amigos, no. Sé que la compasión es una forma del desprecio.

He perdido la capacidad de sorprenderme. En casa siempre fue más fácil dar que hablar. El valor del tiempo se medía en función de la actividad social, fuera del hogar, lo más lejos posible y, cuando era puertas adentro, tenía una intención de visibilidad hacia los demás. Los demás siempre eran más importantes. Aprendimos a ser el reflejo que nos devolvían los otros. Si nos veían magníficos, éramos magníficos. Si nos consideraban refinados, refinados éramos, aunque cualquier miembro del servicio do-tuviera mejores modales. De un modo perdimos los parámetros para medirnos la talla. Por eso, se volvió indispensable el qué dirán de él vivíamos pendientes.

Airam, en cambio, tuvo una educación como Dios manda. Siempre fue una mujer de suerte y está equipada con mejores armas que yo. Felicia se lo enseñó desde el vientre y ella creció admirando a una madre que se deshacía para que los hijos tuvieran una vida con más oportunidades. Nada más. Porque eso fue todo lo que heredó Airam: oportunidades que Felicia no tuvo. Cuando murió, Airam y yo hacía tiempo que nos habíamos convertido en amigas. Era una relación extraña, pero con la firmeza de las cosas simples, hasta que las circunstancias nos separaron. Viola le hacía la vida imposible y a mí me brotaba un sentido de justicia que tal vez no fuera más que una reacción contra mi hermana. No toleraba que la humillara frente a las amigas, como cuando le hacía servimos la merienda en la habitación y se complacía en rozarle el codo para hacerle volcar la leche. Esa maldad era el colmo de la diversión para Viola y a mí me daban ganas de romperle su carita de boba. Creo que si no lo hice fue porque me impresionaba golpear algo tan parecido a mí, nada más. Por supuesto que tampoco yo entraba dentro del círculo de las amigas de Viola. Eran las lindas del colegio y por nada del mundo se dejaban ver con una gorda. Además, tampoco yo estaba interesada en la amistad. Andaba siempre con un humor de perros e interpretaba cualquier acercamiento como una demostración intolerable de lástima.

Cuando Viola llegaba con su parva de amiguitas, yo corría a refugiarme en la cocina, el lugar más seguro de la casa, donde Felicia siempre tenía un gesto de ternura pronto para mí, una tibieza que todavía evoco con emoción. Nunca sentí que se compadeciera de mí. Era mujer de pocas palabras y escasa educación, pero tenía la sabiduría nacida del sacrificio y volcaba en sus hijos un amor por el que yo hubiera dado mi casa, mis juguetes, todo. Como casi todas mis relaciones, empecé por envidiar la suerte de Airam. Hacíamos los deberes sobre la gran mesa de la cocina con un vaso de leche y una canasta repleta de lo que Felicia hubiera podido preparar. Al principio, no le hablaba y la miraba de reojo muriéndome de celos. Felicia debió de haberlo notado porque empezó a establecer un curioso sistema de simetrías según el cual las dos recibíamos lo mismo casi simultáneamente. Se sentaba entre ambas, estiraba los brazos y nos revolvía la leche o hacía preguntas acerca de la dificultad de la tarea. Yo apreciaba aquel esfuerzo por compensar mi soledad con un cariño prestado. Me llenaba de ternura que me pusiera al nivel de su hija. Empecé a quererla con locura, más que a Dolores, mucho más. Airam nunca se mostró celosa; sabía bien que tenía madre de sobra y que compartirla conmigo no la iba a privar de su amor. También aprecié aquel gesto de generosidad. Yo no hubiera compartido a Felicia con nadie.