Y ahora me toca esto. Volver a la casa. No podría sola; menos mal que Airam aceptó. ¿Cómo estará después de tantos años? ¿Cuántos?¿Quince? ¿Más? ¿Cómo me verá cuando se enfrente a esta mole en la que me he convertido? ¿Vas a reírte, Airam? ¿Vas a mirarme con pena? ¿Estás delgada? ¿Qué hiciste de tu vida?
Llegué a la decoración escapando de mi cuerpo. La primera puerta que se abrió hacia ese mundo fue la de las telas y surgió, como todo en mí, de una necesidad más bien patética: simplemente no daba con el talle. Recorría tiendas hasta quedar extenuada y el resultado siempre era el mismo: no cabía en ninguna prenda.
Paseaba por delante de las vidrieras con aire despreocupado fingiendo estar de paso, nada más, pero por dentro me devoraba la impaciencia de descubrir alguna blusa lo suficientemente ancha como para acomodar mi cuerpo. En vano. Mi sufrimiento aumentaba cuando veía, a través de los maniquíes perfectos, a las vendedoras enfundadas en pantalones ajustados en los que ni siquiera un brazo mío hubiera entrado. Nada inhibe más que el intento de la perfección. Podía sentir la burla en su mirada. Más de una vez tuve que soportar con estoicismo que me anunciaran lo que yo ya sabía: "Para usted no hay talle". De alguna manera, equivalía a decir: "Usted no existe; para usted no, hay espacio en este mundo".
El calzado era otro problema. A los doce años ya no podía atarme los cordones. Encerrada en mi habitación, intentaba las posturas más ridículas hasta caer desfallecida. Opté por zapatos abiertos, la mayoría de las veces sin talón, siempre con taco bajo o, a lo sumo, una plataforma ancha que soportara mi peso. Soy alta. El asunto de los tacos no es problema, pero veía a Viola deslizar sus pies de cenicienta en unos zapatos elegantísimos, me moría de envidia. Me entraban ganas de serrucharle los tacos o de hacerle una zancadilla, cualquier maldad en la que pudiera ahogar mi desgracia. Tengo un zapatero que me hace el calzado a medida desde hace años. Es un italiano viejo, lo suficientemente sabio como para atenderme sin preguntas. Le llevo fotos que de revistas y él hace lo qué puede teniendo en cuenta la deformidad de mis pies. Una vez intentó hacer un molde en madera para evitarme las incómodas pruebas, pero desistió porque mis pies cambiaban de tamaño con sorprendente frecuencia.
También probé con la ropa de medida. Dolores tenía un diseñador que estuvo encantado de recibirme como clienta y, por supuesto, cobrar tarifa especial. Mi ropa costaba más que la de Viola. A los quince, Dolores nos llevó a Europa para preparamos un buen ajuar de señoritas. Creí que moriría de tristeza. Al cabo de los primeros días, ya no quise acompañarlas a sus sesiones de compras. No soportaba las caminatas recorriendo centros comerciales, saliendo del aire acondicionado al calor de la calle. Dolores tuvo pánico de que me despatarrara en plena rue, como le gustaba decir, así que no puso reparos en que me quedara tumbada en la cama mirando la televisión mientras ellas salían de compras.
Cuando regresamos, ya había tomado la decisión de diseñar mi ropa. Ahí empezó lo de las telas. Me sentía a salvo entre las texturas los colores. Creaba mundos con mis propias reglas y a mi medida. Nunca mejor dicho. Mi sello es el tamaño, las grandes dimensiones que impongo a mis muebles. Todo un estilo dicen los entendidos, pero que es una pequeña revancha, nada más. Ni siquiera entiendo por qué ascendí tan rápidamente, quizás hayan sido los contactos de Dolores o el brillo de mi nombre estampado en el borde de una cortina. Hay veces en que no quedo conforme con el trabajo y me pregunto qué les ven a esos sillones imponentes, las camas elefantiásicas más apropiadas para una orgía que para el reposo de un matrimonio convencional, como fue el último caso. Todo lo hago en grande. Cobro el triple, también. Lo más gracioso que me pagan con gusto. Sé que hay muchos que se pavonean diciendo que tienen un Maciel en su casa, como si se tratara de un cuadro de valor. Son los mismos que se ríen a mis espaldas de mi gordura; los mismos que ya no saben en qué gastar la plata y esperan hasta un año para que les haga un lugar en mi agenda.
Dolores no tiene ni una vela diseñada por mí. Dice que mi gusto es demasiado ostentoso para su carácter delicado, que ella está sólo para muebles de estilo, las antigüedades. Puede ser, puede que me haya hartado de vivir en un museo y haya decidido virar con aires nuevos. Me gustan los colores estridentes, las combinaciones escandalosas, ando siempre coqueteando con el mal gusto pero no me dejo atrapar en sus redes. Algunos dicen que lo mío es kitsch. Quizás, aunque tendrán que matarme para que los deje ponerme la etiqueta. Eso es parte de mi estilo; una frescura, un desparpajo que me da alas y me permite crear a mis anchas. Hago cualquier mamarracho y encima me pagan. Ponen sus trastes sobre sillas que diseño en noches de insomnio, combinando cualquier cosa que va sobrando en mi taller. ¡Si sabré yo de esta gente! Quedan chochos de la vida, aunque terminen con la espalda doblada o el culo acalambrado. Pero tienen un Maciel. Si eso no es estupidez, que venga alguien y me corrija.
Cuando empecé a diseñar mi ropa, sentí la liberación de no tener que depender más de la caridad de los otros. Compraba enormes cortes de las mejores telas y los desplegaba en el piso de mi habitación. Encima ponía un molde de papel con las dimensiones de mi cuerpo. Al principio, se me caían las lágrimas cuando veía mi silueta imponente. Sofocaba esa angustia con comida, por supuesto. Desde la adolescencia, tuve una heladerita en el dormitorio. Fue el último regalo de cumpleaños que me hizo papá y causó una de las peleas más furibundas que hubo en la casa. Dolores lo increpó por incentivar de aquel modo lo que ella consideraba una desviación de conducta. Yo me había encerrado en la cocina y hasta ahí llegaban los gritos y las acusaciones recíprocas. Ahogando la pena en una crema que comía de la fuente, oí cómo hablaban de mí sin el menor cariño. Para ellos, yo era la gorda, esa gorda, la vergüenza de la familia, un despojo humano, una floja que no tenía fuerza de voluntad para ponerse a dieta. Esas y algunas otras sutilezas que mi mente ha preferido olvidar brotaron aquella noche de la boca de mis padres. Tuve que convencerme de que nada podía esperar de ellos. No los juzgo. Me hice cargo de mi vida como pude y a otra cosa. Mandé a la mierda a la familia y lo poco que representaba para mí. De ellos sólo me queda el apellido, un dudoso honor que me ha abierto puertas y del que me aprovecho aunque no me enorgullece. Aquí estoy. Me llamo Maciel y hago lo que puedo.
III
Mamá aprovechaba la atención que debía dispensarle a Franco mientras gesticulaba, y ocultaba su deseo detrás de esa supuesta concentración. Yo la observaba por las noches: se acostaba boca arriba con la luz apagada, apenas iluminada por el tenue resplandor que venía desde el jardín y le sonreía a la penumbra, sin duda dibujando en el aire las facciones conocidas, recordando algún cruce de miradas, intentando descifrar el significado de cierto brillo en sus ojos.
Felipe tenía su instinto alerta. En su cabeza de niño faltaban palabras para nombrar sus miedos pero había una agitación del alma que no le permitía equivocarse. Aquel Franco Palma era un animal peligroso, y si no podía ahuyentarlo al menos dejaría claro que no le había bastado su natural encanto para ganarse su confianza. En cambio, yo estaba fascinada por el romance. No tenía recuerdos de mi padre y la figura de Franco empezaba a hacérseme necesaria. Había percibido el cambio en el comportamiento de mamá, pero lo que más me llenaba de una emoción inexplicable era comprobar cómo su piel se sonrojaba y se cubría de finas gotitas cada vez que Franco aparecía. Para mí, aquello era el colmo del amor.