Franco invitó a salir a mamá. Se presentó con un ramo de santa rita. Aquellas flores apretujadas dentro del hueco de la mano simbolizaban su triunfo sobre el desprecio inicial con que había sido recibido. Se acercó por detrás cuando ella amasaba y le rodeó la cintura con el brazo. Mamá no se dio vuelta, pero vi cómo le temblaban las manos sobre la masa. Anduvo esos días como autómata. Hacía las tareas en el doble de tiempo y volvía sobre sus pasos para intentar recordar qué cosa había ido a buscar. Por la noche, se probaba frenética cuanta ropa tenía y la iba lanzando sobre la cama hasta formar una montaña de trapos. El jueves de mañana se decidió, pidió un adelanto a la señora y se fue al centro. Volvió con vestido nuevo, zapatos y cartera y la mitad del sueldo de aquel mes empeñada en una noche de ilusión.
La vi prepararse para la cita con un esmero conmovedor. No hubo centímetro de su cuerpo que no cuidara hasta el menor detalle. Por todo adorno llevaba unas perlas falsas y un collar de caracolitos que papá le había regalado cuando novios. Felicia, la honrada Felicia que prefería cortarse una mano antes de tocar lo que no era suyo, la misma que devolvía el dinero que encontraba en la ropa para lavar, la madre que nos enseñaba que el honor del pobre está en su honradez, esa mujer rompió su código por una noche y robó unas gotas de perfume del cuarto de la señora. Salió con aire de duende asustado, como si fuera a decidirse su futuro en aquella cita. Irradiaba felicidad y miedo. Cada vez que sentía desbordar la dicha, mamá se llamaba a recato y se preguntaba qué catástrofe la esperaría cuando, a la mañana siguiente, sonara el despertador a la seis.
No sé los detalles de su salida, pero la recuerdo flotando en nubes durante los días siguientes. Sólo me contó que Franco la había llevado al cine y a una pizzería. Hablaba de la cerveza como si se tratara del mejor champán francés. También me dijo que habían regresado a las cinco y tomado café en la cocina hasta que comenzó a clarear. Creo que toda su vida valió la pena por aquella noche.
Franco desapareció una mañana sin dejar más rastros que el olor a cocos y la habitación en impecable orden. Mamá apenas pudo contener la desilusión que le produjo aquel abandono prematuro. Una vez más, se sintió estafada y se maldijo por haber sucumbido a la tentación de lo imposible. Preguntó tímidamente a la señora, quien no tuvo mucho trabajo en fingirse tonta, un poco sobreactuada, tal vez. A mamá, en cambio, le nació una repugnancia hacia la patrona, un rencor sordo que iba alimentando con esa magnífica intuición que tiene cualquier mujer despechada. Se sentía humillada, una pobre ilusa que se subió al primer tren sin detenerse a mirar el destino. Creo que nunca antes, ni siquiera cuando comparaba su miserable existencia con la vida holgada de la otra, ni aun en el deseo más fuerte de haber querido calzar los zapatos ajenos aunque fuera por un instante, nunca antes había tenido tal conciencia de su patetismo. Hoy puedo entender lo que sintió.
Ya no tuvo ánimo para andar cargando con la casa sobre sus espaldas. Se dejó ganar por una melancolía suprema, un anhelo por dejarse ir como si nada de lo que quedaba fuera suficiente estímulo para seguir viviendo. Algunas veces lloraba en silencio, mordiendo la sábana para ahogar el ruido, inundada por una pena ambigua que no creo pudiera identificar. Mamá no hubiera admitido jamás que estaba llena de odio.
Felipe celebró haberse deshecho de aquella amenaza, aunque comenzó a sospechar que la ausencia de Franco podía convertirse en una presencia arrolladora en la vida de su madre, un fantasma contra el cual no se podía luchar. En cuanto a Dolores, la "señora", organizó un viaje a Miami para renovar el vestuario y apareció un par de semanas después con una docena de valijas, regalos para todo el mundo y una excitación propia de una adolescente. A mamá le trajo dos vestidos nuevos y un frasco de perfume. La llamó a su habitación y esperó con deleite para ver su reacción. Yo estaba junto a ella y recuerdo a mamá contemplando los regalos dispuestos sobre la cama. Dolores se impacientó y la empujó suavemente desde los hombros.
– Todo para ti, ¿qué te parece?
Creo que esa tarde mamá hubiera deseado arañarle el bonito rostro, borrarle la sonrisa, gritarle cuánto la detestaba. Pero no. Mantuvo el porte erguido con dificultad, la misma dificultad que le causaba respirar y controlar los latidos galopantes del corazón.
– Gracias, pero no lo quiero.
– ¡Cómo que no, mujer! Pero, ¿viste qué calidad, qué…?
Mamá repitió sin mirarla, "gracias, pero no lo quiero", y salió de la habitación con la vista nublada sin recordar que yo también estaba allí.
Nadie supo exactamente cuándo empezaron los dolores ni cuánto aguantó sin quejas. La tristeza en que quedó sumida fue tan honda que la envolvió en una nube de apatía, un dejarse llevar cumpliendo con las tareas de la casa. Pero no había gusto en ello, sino un simple sentido del deber. Yo trataba de alegrarle las horas haciendo monadas. Me aparecía en cualquier parte disfrazada de mamarracho, con la cara pintarrajeada y expresión de loca. Mamá apenas sonreía y preguntaba si no estaba grandecita para esas cosas. Después volvía a lo suyo, como si se hundiera en una cueva de la cual sólo emergía por necesidad. Anduvo meses así, cabeceando en los rincones cuando la asaltaba el sueño que tanta falta le hacía por las noches, limpiando por arriba sin cuidar los detalles de los que antes se enorgullecía. La casa le daba igual. Podía venirse abajo cuando fuera, como si ya no aguantara tener que andar fregando la mugre de aquellas personas que no le importaban en absoluto.
El vendedor de escobas venía cada tanto como crecido de una bruma matinal de la que emergía gris, chorreando humedad en la ropa y en la piel. Parecía vivir en un invierno perenne, sin espacio para la luz o el calor. Pero lo peor era la tristeza que arrastraba con su andar cansino, apenas levantando los pies, gigante emergido del hormigón de las veredas. Con el tiempo, se volvió invisible. Era cuestión de soportar los minutos que le llevaba atravesar la cuadra y perderse tras la esquina; evitar que la niebla que dejaba a su paso se metiera en el alma y dominar el impulso de esconderse bajo las sábanas como si se tratara de un retorno a cualquier pesadilla de la infancia. Después, olvidar rápidamente y seguir con la vida como si nada.
Felipe se había mudado a una pensión cerca de la casa. Se fue apenas pudo tener su dinero, como si toda la vida hubiera estado atado a un yugo del que deseaba liberarse con desesperación. Nunca fue parte de la casa. Los Pereira le recordaban todo el tiempo su pobreza como un abismo entre dos peñascos. Detestaba que Dolores gastara en perfume más de lo que mamá ganaba en un mes de sudor, los caprichos de las gemelas, esa paradoja de vivir en el lujo sin disfrutarlo, tener que ser agradecido por la educación recibida. Detestaba esa vida prestada pendiente del hilo de la buena voluntad ajena.
Tanto resentimiento no podía generar otra cosa que complejos. En la desesperación por cambiar las cosas, dejó de lado su mayor tesoro. Andaba en malas juntas, rodeado por unos vagos que estaban convencidos de que el camino más corto era el mejor. Se reunían por la tarde para organizar las tareas y volvían caída la medianoche a contar el botín. Eran rateritos de medio pelo que aprovechaban la vulnerabilidad de ancianas o mujeres con niños en brazos para arrebatarles lo que les sobrara del cuerpo. Volvían con billeteras, monederos, cadenas y algunos objetos absurdos, pañuelos o juguetes de peluche. Sin astucia ni coraje para más, repartían en partes iguales, y casi todo se iba en humo o alcohol. Durante la mañana, Felipe hacía changas como carpintero, pero estaba claro que no le alcanzarían tres vidas como la suya para salir de la pobreza clavando tablas. La desesperación, como siempre, fue mala consejera.