Una tardecita, antes de la cena, golpearon en la puerta trasera de la casa. Mamá casi se muere cuando el policía le pidió que lo acompañara a la seccional del barrio y ni siquiera atinó a desprenderse el delantal. No le permitieron verlo en seguida. Tuvo que firmar papeles y fijar una cita con la asistente social. La dejaron tres horas esperando. Cuando, por fin, apareció Felipe escoltado y muerto de miedo, no pudo despegarse del asiento. Creyó que iba a desmayarse. Felipe traía un ojo hinchado y la ceja izquierda partida. Lo habían curado con un trapo que después mamá supo era una manga de la propia camisa. No pudo hablar. Caminaron hasta la casa en un silencio doloroso. Sé que Felipe hubiera preferido que lo golpeara, que le lanzara en la cara los insultos merecidos, que lo echara de su lado para poder volver de rodillas a pedirle perdón y decirle que hubiera dado la vida por evitarle ese momento. Pero mamá no pudo hablar. El cielo se le había desplomado en la cabeza. Entonces nada había valido la pena: ni las privaciones, ni las rodillas rojas de andar limpiando pisos, ni las manos cuarteadas de tanto detergente, ni los zapatos que desde Franco no cambiaba, ni la sumisión eterna para aguantar caprichos ajenos, ni la juventud canjeada por el futuro de los hijos; nada.
Presentí que se avecinaban malos tiempos y tuve miedo. Mamá se iba desdibujando a la vista y no parecía haber nada que pudiera detener el proceso. Hablé con Felipe un sábado de abril, camino al mercado.
– Yo la veo triste. Y un poco pálida, también.
– No lo noté.
– Porque casi no estás en casa.
– Con más razón, lo notaría.
– Tendría que consultar a un médico.
– Déjate de pavadas, Airam, mamá no vio un médico en su vida.
– Ahora lo necesita.
– ¿Quién lo dice?
– A mí me parece.
– Está perfectamente bien. Lo que pasa es que está cansada. ¿Qué tal la chica nueva?
– Un desastre. Le tiene que andar detrás todo el tiempo, marcándole el paso. No sé qué referencias trajo, porque limpiar, lo que es limpiar…
– No me digas nada, mamá le hace el trabajo.
– Ya sabés cómo es, no puede quedarse quieta.
– Ese es el problema, ¿ves? Tiene hormigas en el traste. Si ni siquiera los domingos para.
– Porque se toma la casa como propia, Felipe.
– ¡Pero está mal! No es su casa, nunca va a ser nuestra casa.
– Ahí vivimos.
– De prestado.
– Para mí, es mi casa.
– Hasta que te den una patada y…
– No veo por qué, nunca hemos tenido problemas. La señora casi no está y las gemelas…
– Esas atorrantas. ¿Te conté que el otro día cuando llegaba del baile me encontré a la Viola apretando en un auto?
– ¡¿Qué?!
– ¡Y cómo!
– Si se entera la señora…
– ¿Qué?
– Tenés razón, no pasa nada. Mamá las cuida más.
– Es lo que te digo, se preocupa por cosas que no le importan. Por eso está agotada.
– Felipe…
– ¿Hmm?
– Yo no podría…
– Déjate de pavadas, Airam, mamá está bien.
Elegimos la fruta sin ganas ni cuidado. Olvidamos comprar la mitad de las cosas y volvimos a casa caminando despacio, en silencio. Teníamos la mente ocupada por pensamientos grises y dedicábamos nuestros esfuerzos a espantarlos lo más rápidamente posible.
IV
Papá se descolgó una tarde con que quería el divorcio. Dolores estaba ocupada en decidir un regalo de aniversario y no oyó cuando papá le repitió que la cosa ya estaba encaminada y que en cualquier momento recibiría una llamada de su abogado. La palabra quedó tintineando en alguna parte de su mente y sólo logró asociarla con una cena que tenía planificada para el sábado.
– Como quieras, Sancho, no hay problema.
– Entonces, estás de acuerdo, te parece bien…
– Me da igual.
– Tendríamos que hablar, Dolores.
– Ahora no, esto me tiene loca.
– Va a tener que ser ahora porque yo no vuelvo hasta dentro de dos semanas.
El timbre de alerta sonó en la cabecita que se irguió por primera vez y miró a su interlocutor con expresión de fastidio.
– ¿Cómo dos semanas?
– Me voy de viaje.
– ¿Y adonde?
– A Brasil. Trabajo.
– Pero, entonces no vas a estar para la cena.
Sancho se encogió de hombros.
– El sábado.
– No sabía que hubieras organizado…
– Te dije.
– No.
– Sí, te dije.
– Bueno, no me acuerdo.
– Pero te lo dije.
– Como quieras, Dolores, la cuestión es que no voy a estar.
– ¿Y qué hago yo con tu abogado?
– ¿Cómo que qué haces?
– Sí, tendré que invitar a alguien más. Que yo sepa, a los Barone no los conoce, ni a Perico, ni…
– ¿De qué hablas?
Dolores resopló molesta. Ya había perdido por completo la noción de lo que estaba haciendo, se le había cerrado la revista, no recordaba la página y papá le agotaba la paciencia. Habló como lo hacía siempre que estaba a punto de pescarse uno de sus ataques de histeria, moviendo la cabeza hacia los lados y pestañeando mucho entre resoplidos. No era mujer de discursos. De hecho, le costaba trabajo organizar el pensamiento en palabras y hablaba bastante mal. Si se tratara de escritura, podría decirse que Dolores hablaba con faltas de ortografía; pero cuando se ponía así, la atacaba una verborragia de parlamentario.
– ¿Sabes qué? Me tenés harta con tus viajes, tus idas al campo, tus vueltas a cualquier hora, la ropa hecha un asco, la cara de culo que traés, el olor a bosta, la, la…
Superada por tantas palabras seguidas, Dolores necesitó un reposo mental que papá aprovechó para contrarrestar el ataque.
– Te recuerdo que con eso pagas tus caprichitos, ¿o te olvidaste de dónde viene la plata?
– ¡¿De dónde?! De los campos que sacaste a flote con el dinero de mi padre, por si no te acordás. El dinero que te dio cuando estabas fundido, mi amor, metido hasta el pescuezo.
– No me hagas reír, Dolores. ¡Son mis tierras! Mi familia ya era rica y la tuya todavía andaba buscando trabajo en los muelles.
– ¿Ah, sí? Qué pena que no te pudiste comer el apellido.
– No tuve necesidad porque encontré a una trepadora como vos.
– ¡Trepadora! ¡Trepadora! El que salió ganando fuiste vos, querido; no sé quién trepó a quién.
Papá había dado por terminada la discusión. En realidad, había dado por terminado su matrimonio y supongo que comenzaba a anhelar la sensación de paz que le había vaticinado un amigo. Quería salir de ahí lo más pronto posible.
– Como quieras, Dolores, no voy a discutir más. Te arreglás con mi abogado y cuando haya que firmar papeles, me llaman.
– ¿Papeles de qué?
– ¿Te estás haciendo la estúpida?
– No sé de qué me hablas.
– Del divorcio, Dolores, del divorcio.
– ¿Qué divorcio?
Papá no pudo más. Se puso el saco sobre un hombro y salió dando un portazo que hizo temblar la vitrina del cristalero detrás del cual Viola y yo seguíamos la discusión. Era la platea privilegiada que usábamos desde hacía años y no nos llamaba la atención una pelea más; a veces, sentíamos algo parecido a la rabia; otras veces, tristeza. Casi siempre fantaseábamos con intervenir y detenerlos, sobre todo cuando los insultos se volvían fuertes. Nunca nos animamos. Últimamente íbamos allí guiadas por una cierta inercia, cada vez con menos interés, alentadas por una curiosidad morbosa. Supongo que habremos intuido que esa vez era para siempre.