Fue en mayo. Antes de que amaneciera. Recuerdo ese detalle porque fue la primera noche que pasé sin dormir y me impresionó el color del cielo, rosado, un rosado intenso que no tienen los atardeceres. No se me cayó ni media lágrima. No grité. Tampoco sentí tristeza. Nada. Me convertí en un ente, una masa humana que cumplía trámites y hacía las diligencias necesarias. Hasta Viola se sorprendió con mi aparente frialdad.
Hacía tiempo que venía mal. Ella sabía que estaba enferma, pero no se permitió un minuto de reposo por miedo a perder el trabajo. Una inmolación innecesaria, casi un suicidio. Tampoco yo ayudé mucho, es cierto. Le dije un par de veces que viera a un médico; me prometió que lo haría y yo hice como que me había convencido, aunque sabía de sobra que no iba a distraer dinero ni tiempo en su salud. Debí haber insistido y no sé por qué no lo hice. Supongo que no concebía la posibilidad de que estuviera realmente enferma; ni mucho menos de que pudiera morir. Todo fue muy rápido y yo estaba metida en mis cosas, preocupada por ver cómo salirme de pobre. No le presté la atención debida, lo sé, pero no quiero cargarme también con esa culpa.
Dos días antes, no pudo levantarse a la seis, ni a las siete, ni a las once. No volvió a salir de la cama. Supe que se había terminado y me quedé prendida de su brazo aspirando el olor a lavandina. Maciel lloró largamente, comió como nunca, incluso más que cuando Dolores se fue. Viola habló de cosas que no podíamos descifrar, cuestiones del más allá, dimensiones con nombres extraños y mencionó a un hombre que se comunicaba con los muertos. No le prestamos atención. Nadie prestaba atención a nadie en aquella casa. Doña Etelvina bajó de su pedestal y me acarició el pelo varias veces durante el velorio. El señor llamó desde el campo. Según doña Etelvina, estaba muy afligido, pero no me envió el pésame ni una palabra de aliento. No creo que recordara que yo aún vivía allí. A Dolores ni siquiera le avisamos para no estropearle la fiesta.
Lo peor fue avisarle a Felipe. Sabía que mi hermano andaba perdido en alta mar, una inmensidad que se me volvía opresiva, quizá porque la asimilaba a la soledad en la que me había quedado. Estaba bloqueada. El entierro me había dado de cara con la realidad. Los entierros son cosa seria. No tuve conciencia de que no la vería más hasta que los hombres metieron el cajón en un nicho del que no pude ver el fondo. "Mamá", murmuré como llamándola. Ahí mismo me convertí en una niña desvalida y rememoré todos los temores de la infancia. Entonces me faltó ella para calmar la ansiedad del miedo; la mano agrietada, su olor a detergentes, la fuerza de leona que me transmitía sólo con estar. Tuve que volver a la realidad con un llanto que hasta entonces había contenido y que brotó a raudales arrastrando cualquier esperanza. Ahora veo que eran lágrimas complejas, las mías. No lloraba por una única razón. En ese milagro que transforma los sentimientos en agua, hay de todo, lo juro. Cuando el tiempo deja espacio para la reflexión, no cuesta mucho darse cuenta de que el llanto lava tristezas, pero también culpa, miedo, egoísmo. Sobre todo eso. Lloraba por ella, pero más lloraba por mí.
Doña Etelvina sugirió que fuera hasta la empresa naviera para que se pusieran en contacto con Felipe, aunque no le encontraba sentido a que le amargara la vida cuando ya nada podía hacer. Yo andaba como una zombi. Podía oír un murmullo a mi alrededor, pero no escuchaba. Las palabras rebotaban en mi interior y salían sin procesar, como si se tratara de un lenguaje desconocido. Quería desaparecer, meterme en alguna burbuja donde la realidad no me alcanzara. Dormir sin retorno para no tener que recomponer el dolor con cada despertar. Y, sin embargo, no pensaba en la muerte. Tenía demasiada energía, quizá la fuerza que da la ilusión del futuro, quizá un instinto vital poderoso, no sé. Una parte mía, muy animal, alentaba mi parte humana y le daba un sorprendente vigor del que yo misma no era consciente.
Maciel se apiadó de mí y se ofreció para ir conmigo al puerto. Buena persona, Maciel. ¿Cómo no voy a acompañarla mañana? Lo dejamos para la tarde porque doña Etelvina insistió en que debía descansar; ella misma me preparó un té con no sé qué yuyo. Supongo que ella también lo ignoraba porque me produjo una diarrea fenomenal. Me cuidaron. Cruzaron la frontera todo lo que su educación les permitió.
Estaba esperando a Maciel en la puerta cuando vi alejarse al vendedor de escobas. Nunca tanto como esa tarde me pareció un ser irreal, un espectro. Iba por la acera de enfrente, con el traje de siempre y el atado de escobas que no ofrecía. Lo seguí con la mirada hasta que se transformó en un punto, o desapareció, no pude determinarlo. Entonces me di cuenta de que, en el minuto o dos que había estado observándolo, yo también había quedado suspendida en el tiempo. Como en una tregua existencial, lo había olvidado todo; hasta la tristeza por mamá.
El taxi y Maciel aparecieron simultáneamente y me rescataron de la parálisis. Llegamos al puerto a eso de las cuatro. Me moví entre los contenedores como cualquiera que hubiese sido encomendado para un trámite vulgar, buscando la oficina entre decenas, todas parecidas, con Maciel muerta de miedo a mi lado. Ahora parecía ser ella quien necesitaba de mi protección. Hicimos el cambio de roles en forma espontánea, sin hablarnos. También eso es instinto de supervivencia. Entramos en dos lugares equivocados antes de dar con la Cosmopolitan. No se sorprendieron mucho ante la noticia. Parecían habituados a esos menesteres porque supieron qué hacer de inmediato. Nos dijeron que antes de la noche mi hermano estaría avisado. Nada más. Mientras deshacíamos nuestro camino, caí en la cuenta de que no podía esperar compasión. La muerte era un hecho natural que rondaba a todos; el mundo no se detendría por mi desgracia. Fue el primer paso hacia afuera del círculo egocéntrico en que me había encerrado el dolor.
Me quedé esperando. No sabía qué, pero esperaba. Esperé durante tres meses en los que estudié más que nunca y no derramé ni una lágrima. La muchacha nueva se mudó a mi habitación. Decía que yo hablaba en sueños, que la asustaba. Empecé a fantasear con la muerte de Felipe. Tanto tiempo sin noticias no podía significar otra cosa. Supuse que no había aguantado lo de mamá y se había lanzado al mar o algo por el estilo. La tristeza, cuando se vuelve viciosa, nos llena de un dramatismo lindero con la cursilería y alimentamos el dolor con historias que terminamos creyendo. Supongo que será el temor a perder la memoria. El recuerdo de nuestros muertos, quiero decir. Nada los mantiene más presentes que el dolor de la ausencia.
Fui la primera de la clase y me honraron con una bandera que llevé en la fiesta de fin de cursos. Pensé en ella, claro, en el vestido eterno que habría planchado para ese día, en el orgullo estallándole en sonrisa, en la envidia de las copetudas. En fin, que me sentí vengadora de los pobres del mundo y, sin embargo, nunca deseé tanto que se olvidaran de mi origen. Pero no. Ni los honores, ni la bandera, ni el pedestal momentáneo en que me habían puesto alcanzaban para tapar lo otro. Era como una marca que me juré borrar aunque tuviera que arrancarme la piel.
Por fin, apareció Felipe. Un domingo de tarde. Sí, fue un domingo porque la muchacha nueva se había enfermado y yo tuve que atender a las amigas de doña Etelvina. Me pidió que vistiera el uniforme con el delantal de puntillas y la cofia. Creí que la humillación me iba a matar. Esa tarde sufrí por mí y por mi madre; más por ella. Pensé en el dolor que le estaría causando verme disfrazada de sirvienta, pensé en el colegio caro, en las señoritas británicas, en mis compañeras pitucas, en la bandera. Pensé en todo ello y no hice más que empeorar la sensación degradante que me abatía.