Выбрать главу

Las señoras se reunían cada domingo a jugar canasta. Se turnaban en la preparación del servicio y rivalizaban en ver quién llevaba los bocados más exquisitos. Doña Etelvina no ponía más que la casa y el apellido, un apellido lo suficientemente glamoroso como para que las mujeres de sociedad suspiraran por ser admitidas en tan selecto círculo. Llegaban puntualmente a las dos; jugaban toda la tarde y sólo interrumpían las partidas a las cinco y cinco, para tomar el té. Ninguna se molestó en saludarme. Me movía entre sus vapores perfumados como una sombra indispensable para su comodidad, nada más. Vistas desde mi aparente invisibilidad, aquellas mujeres resultaban bastante ordinarias. Hablaban de finezas, es cierto, pero hablaban como cotorras, superponiendo las voces y estallando en carcajadas como cualquier vecina de barrio.

Podía darme cuenta de su vulgaridad y, sin embargo, cómo quería parecerme a ellas.

Felipe entró por la puerta trasera y fue directamente hacia nuestro dormitorio. La muchacha nueva casi se muere del susto cuando lo vio con una barba de semanas y los ojos desencajados. Oí el grito aterrado por encima del murmullo de la sala. Solté la bandeja sobre cualquier mueble y corrí a ver qué pasaba. La encontré sentada en la cama tapándose con la frazada hasta el cuello mientras Felipe intentaba calmarla en vano. Allá en el campo, desde donde la había arrancado el patrón de apuro, sin tiempo para despedidas, cada día transcurría calcado del anterior en una rutina desesperante, solamente tolerable para quienes no conocen otra realidad. Cuando me vio entrar, se calmó y volvió a su siesta. Felipe me abrió los brazos y yo me hundí en esa ternura que tanto necesitaba. No sé cuánto estuvimos así. El tiempo se derritió en el calor fraternal de aquel abrazo del que sobraban las palabras.

– ¡Airam!

El grito sonó impertinente desde la sala y nos despertó del embrujo con una brusquedad irrespetuosa. Entonces, Felipe me separó de su cuerpo y me miró como si no pudiera creer.

– ¿Y ese uniforme?

Apenas pude explicarle lo que para mí era inexplicable. Traté de salir para cumplir con lo mío, pero me detuvo del brazo. Tenía una fiereza en la mirada que me llenó de miedo.

– De ninguna manera -me dijo.

Insistí en que era una cuestión provisoria, que era la primera vez que sucedía, que la bandera, que las calificaciones, que doña Etelvina…

– Se acabó, Airam. ¿No alcanzó con mamá? Lo miré con desesperación. Parecía fuera de sí, extraviado en algún odio lejano. Le tomé las manos antes de suplicar que entendiera, que no tenía adonde ir, que aquélla era mi casa. Entonces bajó la intensidad de su mirada y se cargó de dulzura.

– Es que vine a buscarte, nena, nos vamos.

VI

Extrañé cuando Felipe se llevó a Airam de casa. No me había dado cuenta del cariño que le tenía hasta que faltó. Empezaba a creer que estaba condenada a vivir de esa forma, perdiendo.

Viola ya estaba en preparativos para viajar. Se le había metido en la cabeza que tenía que ir al Tíbet y papá, con tal de sacársela de encima y no tener que aguantar sus insoportables súplicas cada vez que volvía, le dio el dinero y se deshizo del problema. No preguntó si viajaba sola, cuándo volvería, por qué ese destino tan poco común. Creo que ni se le pasó por la cabeza que mi hermana anduviera metida en una secta de locos, fumando cuanta porquería podía conseguir y adorando a un tipo misterioso del cual sólo supe el apodo. Parecía estar fascinada con él. No hacía más que repetir sus enseñanzas -que a mí me sonaban a basura-, hablar de la paz de su mirada y la suavidad de sus manos. Por supuesto que se acostaba con él. Todos lo hacían. Era parte de la comunión espiritual, me dijo un día cuando le grité que se había vuelto loca. Jamás vi al tal maestro, ni siquiera en fotos, pero sé por Viola que era un hombre de unos sesenta años, de cabello largo y barba. "¿No te morís del asco?", le pregunté, y ella me respondió que no con aquella sonrisa lánguida que se le había instalado desde que frecuentaba a ese tipo.

Confieso que tampoco yo hice mucho para detenerla. Era evidente que no andaba en buena huella, pero no sé, creo que no nos queríamos lo suficiente. Nunca aprendimos el amor en mi casa. Ni siquiera soy fruto de ese sentimiento. Ni por un instante, ni cuando me concibieron se amaron, los muy egoístas. Eso hubiera ayudado bastante, creo. La cuestión es que no me preocupé por Viola. Tuve la posibilidad de detenerla mientras la observaba preparar una minúscula valija cantando sus oraciones en un lenguaje seguramente inventado por aquel sinvergüenza. No sé exactamente qué me impidió hacerlo. Creo que no me importaba, eso creo. También puedo defenderme diciendo que estaba muy ocupada salvando mi vida como para dedicarme a rescatar locas. Puedo decirme mil cosas, inventarme discursos que, por otra parte, nadie me reclamó jamás. Puedo y, sin embargo, lo que no puedo es engañar a mi conciencia, que, al cabo de tantos años, sabe que la razón fue la falta de amor. Y eso es todo.

Quedamos en la casa la tía Etelvina y yo, un dúo demasiado desparejo como para funcionar bien. Apenas nos cruzábamos, jamás comíamos juntas y hacíamos lo posible por evitar cualquier intimidad creada por las circunstancias. La muchacha que suplantó a la pobre Felicia se desenvolvía a duras penas. Papá la trajo de un caserío cercano a la estancia. Criada entre cerdos y gallinas, casi se muere cuando llegó a la ciudad. En qué cabeza entraba que una chiquilina de diecisiete años, que no conocía más horizonte que las sierras que bordeaban su rancho, podía venir a servir en una casa como la nuestra. Papá no pensó en eso, por supuesto; y si lo pensó, se hizo el tonto para emparchar el problema y volverse a lo suyo.

La tía la trataba bastante mal. No creo que fuera por crueldad, sino porque la exasperaba la estupidez de la muchacha, que no distinguía entre una copa de agua y una de vino. Varias veces la vi aguantando las lágrimas ante una reprimenda que parecía dirigida a un animal.

Me enfrenté a la tía y no fue por la muchacha, sino porque me tenía harta con su aire de superioridad. Le recordé que estaba en casa ajena y que me molestaban sus gritos, que por mí podía irse cuando quisiera, es más, que me haría un favor inmenso si se ofendía de una buena vez y se mandaba mudar ahí mismo. Me llamó insolente, mal criada, indigna de mi apellido y otras delicadezas que palidecían al lado de los insultos que yo le devolvía en silencio; pero no se fue. No podía, según comprendí después.

Me inscribí en la universidad para seguir la carrera de arquitectura. Fue más por aburrimiento que por otro motivo. De vocación, nada. Me daba sueño solamente imaginarme devorando libros y haciendo proyectos durante años. ¿Para qué? ¿Para que al final me dieran un papelito que me autorizaba a ganarme la vida levantando paredes? Yo no necesitaba de aquello para sobrevivir. La vida, en su aspecto material, se entiende, me había sido servida en bandeja y no tenía más que estirar el brazo para alcanzarla. Tampoco me seducía la idea de embarrarme los zapatos entre obreros que se burlarían de mi tamaño. Pero, así son ciertas decisiones que uno toma, caprichosas, sin explicación. No tenía ganas de pasar los días encerrada en la casa aguantando a la vieja, que cada día me odiaba más. Quizá fue ésa la razón primordial. Teniendo en cuenta que mi vida social era nada por aquel entonces, que no tenía amigos ni familia, mi opción se entiende.

Empezaba las clases un lunes de abril. Días antes ya me había invadido la ansiedad que tan bien conocía. Por supuesto que comí más que de costumbre. Ya no me pesaba. Había roto dos balanzas de las pequeñas y no quise saber nada más con ellas. No me daba cuenta exacta del origen de mi ansiedad. Tampoco tenía con quién hablar, así que me dediqué a comer fingiendo placer. La muchachita nueva me miraba de reojo, pero no decía nada. Terminó por molestarme su mirada cargada de lástima y pedí que me llevara la comida al dormitorio, donde podía estar a gusto con mi soledad. Más o menos a gusto, claro; sabía que aquello no me hacía feliz.