No supe cómo terminar la entrevista, así que le di el trabajo, despaché a los otros y me juzgué la mujer más torpe de la Creación.
La rutina de los sábados se estaba volviendo una cuestión espesa. Por la mañana, la tía andaba hecha un solo nervio. Daba indicaciones a la muchacha para que le hiciera cualquier cosa en su casa o le daba dinero y le regalaba el día. Varias veces intentó deshacerse de mí, pero tras algún encontronazo prefería no vérselas conmigo y se contentaba con que me metiera en mi habitación en compañía de dos o tres películas que consumía sin demasiado interés hasta quedar dormida. Así fueron mis noches de sábado por mucho tiempo. Había elegido algo que llamaba soledad, pero no era más que aislamiento. La soledad es buena cosa, incluso necesaria, inevitable. Pero aquello era una imposición de las circunstancias y de bueno no tenía nada. Por supuesto que me engañaba diciéndome que así lo había elegido, que mejor sola que aguantando burlas, que no necesitaba a nadie para vivir y otras mentiras con las que estiraba las horas para esquivar la desesperación. Hay, sin embargo, una parte del espíritu que es imposible estafar. No sé bien cuál es ni a qué niveles funciona, pero cada tanto aflora con la verdad descarnada, generalmente dolorosa. Supongo que es ahí cuando las personas eligen entre cambiar o suicidarse.
Aquel sábado estaba agotada. Mario y yo trabajamos en el taller toda la madrugada para entregar el proyecto de decoración de un hotel. Hacíamos un buen equipo. Yo ponía la creatividad; él, sus manos prodigiosas, que cazaban mis ideas al vuelo y las llevaban al papel. Me fascinaba verlo concentrado sobre la tabla, dudando entre colores como si en ello se le fuera la vida. Estaba satisfecha con su trabajo y, sin embargo, no me salía ni una palabra de aliento. De hecho, lo trataba bastante mal, pero Mario era un tipo sensible y captaba que aquella aparente hostilidad no era más que una pantalla para ocultar mi fragilidad interior. En cuanto a la tarada, Jazmín se llamaba, no hacía más que contestar el teléfono y moverles el culo a los clientes, cosa que me venía bien. También se lo movía a Mario, y bastante. Eso ya me fastidiaba, porque a Mario se le caían los ojos cada vez que ella le daba la espalda. Aquella tarde, la despaché temprano, necesitaba tranquilidad para trabajar. Dejó un perfume dulce que no pude sacar del lugar por más que abrí todas las ventanas. Terminamos a eso de las siete de la mañana con un café cargado que el mismo Mario preparó. No habíamos hablado más que lo indispensable, pero el olor del café tiene algo mágico, como el chocolate.
– Entonces, lo llevo el lunes a primera hora.
Asentí con susto como si él fuera el patrón y yo una humilde empleada sin saber qué hacer con ese momento de intimidad. Mario abrió los planos por enésima vez y puso cara de satisfacción. El cansancio le había marcado unas ojeras como pozos que le daban un aire de responsabilidad, de hombre de familia, pensé.
– Este punto no lo mata nadie.
– Eso espero.
– Habrá que contratar más gente.
– Ya pensé en eso.
Quería marcar distancias, decirle que yo era quien mandaba ahí, que se fuera a su casa de una buena vez. No pude. Mario me estremecía. Me daba miedo esa sensación. A la distancia veo que lo que me daba miedo era perderlo, como me había pasado con todo en la vida. Ya lo añoraba por anticipado y lo maldecía por un abandono precoz.
– Me los llevo, entonces.
Salió con la única despedida de una mano levantada y yo me quedé sentada detrás de mi escritorio, maldiciéndome.
VII
– Voy a pedirte algo -dijo Felipe antes de entrar a su apartamento-. No hagas preguntas.
Me empujó con suavidad hacia el interior de una habitación pequeña, con muebles modestos y una ventana a la altura del techo. Lo miré interrogándolo.
– Por ahora, es lo que tenemos, pero ya voy a poder darte algo mejor.
Hubiera querido decirle que prefería volver a la casa, pero no lo habría entendido. Tampoco yo tenía claras sus intenciones. Me sentía raptada de mi ambiente natural y solamente el amor de Felipe hacía nacer la confianza necesaria para no salir corriendo. Cómo explicarle que aquello me daba claustrofobia. Pensé en mamá, por supuesto, y en los esfuerzos para que tuviéramos una vida mejor. Y ahora mi hermano iba contra la corriente. Me había degradado, cambiado la casa señorial por un par de cuartuchos inaceptables. Mis ojos deben de haber sido muy elocuentes. Cerró la puerta con llave y me miró fijo.
– ¿Te gusta?
Por qué tuvo que preguntar eso. Por qué no disimular la incomodidad del momento y seguir como si nada. Pero no, tuvo que preguntarlo. Siempre el mismo, sin vueltas.
– No, Felipe, no me gusta. Me voy.
Me tomó por las muñecas.
– Usted no se va a ninguna parte, señorita. Está en su casa.
Le grité que aquello no era una casa, que mi casa estaba en otra parte, que me iba, que había un olor a humedad que daba vuelta el estómago, que el barrio era un asco y que quién se pensaba que era para andar diciéndome lo que tenía que hacer. No contestó. Se calzó su gorro hasta las orejas y salió. Entonces sentí bullir en mi interior una sensación tantas veces experimentada. El pánico empezaba a crecer y me mareaba. Sabía que en pocos segundos iba a desesperarme. Tuve el impulso de huir. Busqué con la mirada y vi un manojo de llaves sobre la mesada de la cocina. Me sentí aliviada. Traté de alejar mi mente de aquel lugar. Esa noche, Felipe me encontró en la cama, tapada hasta las orejas.
– ¿Comiste?
– No -le contesté con rabia, pero al segundo me ganó la ternura de verlo tan flaco, con su cara de cansancio y la ilusión de darme una vida mejor pintada en los ojos.
– ¿Y vos?
– Tampoco. ¿Querés que prepare algo?
Levanté los hombros con fingida indiferencia y lo espié mientras iba hasta la cocina. Desde mi cama, se podía ver cada rincón del apartamento. No había cortinas, ni cuadros, nada de calidez. Volví a sentir angustia, pero el perfume del orégano acudió en mi salvación. Me levanté y fui hasta la única mesa que había.
– ¿Dónde hay platos?
Felipe se sobresaltó con la pregunta y giró. Me dedicó una sonrisa como si yo hubiera sido un animalito rescatado de la calle empezando a dar muestras de aclimatación al nuevo hogar. Abrió un mueble bajo la mesada de la cocina. Allí encontré dos piezas de cada tipo y puse la mesa lo mejor que pude. Era la primera vez que iba a comer sin mantel.
Felipe sirvió unos tallarines con salsa y se excusó por no tener queso.
– Da igual -le dije con desdén.
Cenamos en silencio. Sentía cómo estaba pendiente de mis movimientos y me dio pena.
– ¿Dónde aprendiste?
– En el barco -me contestó con una alegría incipiente nacida de mi mínima observación-. ¿Te gusta?
Asentí con una tenue sonrisa que pareció devolverle las esperanzas.
– Entonces mañana te preparo estofado. Me queda… -se chupó los dedos y yo volví a sonreír.
– Felipe, ¿qué vamos a hacer?
– Te pedí que no hicieras preguntas, nena. Confiá en tu hermano. ¿Ya pensaste qué va a ser de tu vida?
Le puse cara de no entender.
– Tu vida, el estudio…
– Quiero ser rica -dije en un alarde de grosería del que me arrepiento.
– ¿Estás loca o qué?
– ¿Por?
– Porque los ricos nacen ricos.
– Parecés mamá.
Era la primera vez que la mencionábamos desde su regreso y se le ensombreció el rostro. Apartó el plato y quedó con la cabeza hundida entre los hombros dándoles vueltas a los tallarines con el tenedor.
No sé si Felipe se tomó en serio aquella lamentable pretensión mía. Creo que sí y debí de mortificarlo bastante con mis sueños agrandados más allá de sus posibilidades. Pero de nada me daba cuenta, entonces. Estaba mareada por la ilusión de un destino de niña rica al cual me sentía con pleno derecho. No medí las consecuencias de esa ambición. Por otra parte, estaba convencida de que Felipe debía hacerse responsable de mi futuro. Después de todo, para eso era hombre y para eso había sido educado, para trabajar. Además, quién lo había mandado sacarme de la casa, aquel lugar que me permitía alimentar las esperanzas. Me volví exigente, una pequeña déspota que, a la distancia, me inspira nada más que lástima. Pretendía andar con ropa de última moda, comprar todos los libros, incluso perfumes y cosméticos de marca. Iba a la peluquería dos veces al mes y me trasladaba en taxi. Me volví despectiva hacia todo lo que pudiera recordar mis auténticas raíces, incluidas las empleadas domésticas, aunque me avergüence reconocerlo.