Felipe se deshacía en atenciones, colmaba mis caprichos tan bien como podía. A veces, lo descubría mirándome. Parecía un padre satisfecho de ver a su niña hecha una princesa, aunque él anduviera con pantalones viejos y zapatos gastados. Ahorrábamos en la comida. No me importaba demasiado porque nadie se entera de lo que uno come en la casa. Además, ya había conocido a varios venidos a menos que se gastaban todo en ropa y comían fideos. Me cansé de verlos desfilar por lo de los Pereira. Si habré estado ocupada en mí que no me di cuenta de que Felipe casi no comía en casa…
Dos años después de la mudanza, decidí que quería ser escribana y entré en la universidad. No tenía vocación ni tampoco sabía bien de qué iba el asunto, pero me fascinaba ver a aquellas mujeres tan impecablemente trajeadas, con sus maletines y sus tacos altos llevándose el mundo por delante con la sola fuerza de su firma. Me pareció que encajaba con el tipo de mujer en el que quería convertirme. A Felipe le gustó la idea. Me abrazó hasta hacerme crujir los huesos y se le llenaron los ojos de lágrimas.
– ¿Qué te pasa? -le pregunté.
Se refregó los ojos con la manga del saco, pero no intentó disimular la emoción.
– ¡Qué lo parió! ¡Mi hermana, escribana!
A partir de ese día, volvió más tarde. Después supe que empezó por hacer horas extras y luego consiguió otro trabajo. Durante los años que llevó mi carrera, Felipe trabajó un promedio de dieciocho horas diarias, un cálculo que hicimos juntos años después, cuando insistí en que revisáramos aquella época que, en lo concerniente a mi vida, podría llamar la era de la estupidez.
Conocí a Pedro en el bar que quedaba justo frente a la universidad. Yo me reunía allí con mis compañeros cuando teníamos alguna hora libre entre clases. Me encantaba ese lugar, sobre todo porque era para intelectuales, si es que alguien puede definir ese concepto. Era común ver las mesas cargadas con libros o diarios abiertos y el humilde humo de un pobre cortado colándose entre sus páginas. Pedro, sin embargo, leía y gastaba bastante. Siempre tenía algún plato suculento entre el libro abierto y una copa de vino. Me llamó la atención ese detalle, al principio, pero no me pareció atractivo. En realidad, pocos hombres me atraían. Estaba demasiado concentrada en hacer que me admiraran. Iba a clases arreglada como para una fiesta. Por supuesto que exageraba, pero era una forma torpe de esconder mi origen humilde. No me daba cuenta de que nada hay más vulgar que la ostentación. Quizás pude engañar a algún distraído, pero seguramente los que me interesaba impresionar, los de cuna, se percataban a la legua de que yo era una muchacha común disfrazada de niña rica.
Mis compañeras estaban locas por él. Decían que aquellas canas plateadas que nacían apenas alrededor de las orejas le daban un toque irresistible. A mí me parecía un signo de que el hombre se estaba poniendo viejo, nada más. Pero ellas insistían en que las mataba su aire ausente -como quien está viviendo por casualidad-, la indiferencia con que pasaba a nuestro lado; en fin, esa especie de vulnerabilidad que transmitía verlo comer siempre solo. Las mujeres no dejamos de lado el instinto maternal ni siquiera para enamorarnos.
No me atraía nada, Pedro, pero yo le gusté. No sé en qué instantes me miraba porque ni una vez lo pescamos con los ojos apartados del libro de turno, pero le gusté y no encontró mejor forma de acercarse que escribirme. El mozo me alcanzó un papel con discreción después de que Pedro salió del bar. Las otras casi se mueren cuando, entre risas y nervios, leí un poema de lo más cursi. Hice una pelotita con el papel y ya iba a tirarlo, pero descubrí un brillo nuevo en sus miradas. Era una combinación curiosa que me costó definir, pero que no era otra cosa que envidia y admiración. Fue un segundo, nada más, un segundo en el que me bañé de luz, me sentí elegida, importante. Y allí decidí que Pedro podía darme algo que andaba buscando. Planché el papel con aires de reina y no hice comentarios, como si aquello fuera cosa de todos los días para mí.
Pocos imaginan la fuerza que puede desplegar una mujer cuando se siente halagada. Incluso nosotras nos sorprendemos. Así me pasó cuando decidí conquistar a Pedro. Empezó como un juego de marionetas de cuyos hilos me creí dueña. Falta de experiencia, nada más. Tejí la vaga idea de seducir a aquel hombre hasta hacerlo morir de amor. Aquello no iba a costarme mucho, según mis previsiones. Después de tenerlo a mis pies, simplemente lo dejaría. Parecía fácil. El premio no era solamente Pedro, sino el prestigio que su conquista me daría ante mis pares. Después de eso, otras puertas se me abrirían sin dificultad. Entonces me consagré como nunca al cuidado de mi cuerpo. Gasté en ropa y en maquillaje más de lo que Felipe ganaba, pero no me importó. El pobre no hizo sino un breve comentario acerca de un préstamo que iba a pedir para cubrir los gastos del mes. Fingí no haber entendido; me parecía que valía la pena el sacrificio porque mi triunfo iba a ser el de Felipe. Una vez en la cima, lo llevaría conmigo y le devolvería sus años de entrega. ¡Qué necia! ¿Cómo pude pensar que podría restituirle algo de su juventud, de la salud deteriorada y los años agriados por el esfuerzo?
Estaba tan linda que yo misma me sorprendí del cambio. Pedro lo notó y yo me encargué de que supiera que era para él. Poco después del episodio del poema, ya lo tenía comiendo de mi mano. Mis compañeras me felicitaban y se retorcían de envidia. Yo me sentía como quien juega a la lotería y gana el premio mayor. Pedro era eso para mí, un trofeo. Pedro era también otras cosas que fui descubriendo cuando el juego comenzó a invertirse y ya no estuve muy segura de quién movía los hilos. Venía de una familia de clase media y era abogado, como lo habían sido su padre y su abuelo. Me llevaba veinte años, una ventaja que no supe evaluar debidamente. Creí que bastaba aquel embeleso con que me miraba mientras acariciaba mi mano, sin hablar, adorándome solamente. Cambié mi mesa en el bar por aquella mesita para dos que compartíamos como adolescentes.
Al principio de nuestra relación, yo fui el sol absoluto. Pedro me hacía sentir especial. Nunca me habló de amor, es cierto, pero lo dejaba traslucir en los gestos; se le derramaba desde la forma que tenía de mirarme. Me hablaba de su pasión por la profesión, del lustre que sus familiares habían dado al apellido, de lo importante que era para él estar a su altura, que por eso estudiaba tanto, que nada lo llenaba tanto como aquello. Remataba diciendo que yo había venido a moverle las tablas de su escenario, que hacía años no sentía esa conmoción interna, en fin, parecía que estaba empezando a ser una prioridad en su vida.
Felipe notó los cambios, no sólo en su bolsillo sino en mi agotamiento. Hacía ejercicio para estar en forma, dedicaba horas al cuidado del pelo y de las uñas, me llenaba de cremas por las noches y me iba de compras todas las semanas. En el escaso tiempo libre, estudiaba, pero no era suficiente. Supongo que habrá sospechado que había un hombre detrás de eso, pero la naturaleza complaciente de mi hermano no se manifestó en celos sino en una preocupación por mi felicidad.