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– Mientras estés bien… -me decía, y yo le aseguraba que nunca había estado mejor.

Pedro me enseñó a perderles miedo a los hombres. Me llevó de la mano por caminos que yo creía oscuros pero que a su lado se inundaban de luz. El sexo me pareció maravilloso. Nada tenía que ver con las fantasías monstruosas tejidas durante mis veinte años de vida, en los que creí que los hombres estaban predestinados a causar dolor. Con Pedro fue diferente. Me hizo llegar hasta el cielo con sus caricias, y sentirme la mujer más feliz del mundo. Entonces, pasó lo que no estaba en mis cálculos: me enamoré. Enamorarse significa ni más ni menos que trastocar las reglas de cualquier juego. En mi caso, perdí el control de la situación, olvidé cuáles habían sido los motivos originales de mi conquista, la razón por la que me había acercado a Pedro. Me importaban un rábano los estudios, Felipe y sus sueños. Quería estar con Pedro. Vivir para él.

Durante el año y medio que duró aquello, todo en mi vida pareció marchitarse sin que me diera cuenta. Perdí dos exámenes y me atrasé considerablemente en mi carrera. Me alejé de mi grupo de compañeras y ya no me interesó su envidia ni su admiración. Lo peor fue el vacío que le hice a Felipe. Lo tenía como un proveedor de caprichos, nada más. Ni siquiera me molestaba en contestarle cuando preguntaba si volvería a dormir. Ahí estaba siempre a mi regreso, sin reproches, tan sólo una expresión preocupada que se disolvía apenas yo volvía a casa. Pero nunca dijo nada. Hasta que me vio llorar.

– Es casado, Felipe.

– Lo mato -contestó con esa simplicidad que tiene para ver las cosas.

Me abrazó con su fuerza de marinero y ahí me quedé medio aturdida por un dolor inaguantable. Creí que era el dolor de un amor desencantado, pero no. Era la comprobación de aquello con lo que había crecido. "Los hombres siempre te abandonan", fue la lección suprema de mi pobre madre. Lloraba también porque me sentía una estúpida, porque la autoestima exaltada durante aquel año y medio se me venía al piso en un estruendo humillante.

Pedro intentó continuar la relación. De algún modo, me quería, pero para mí no era suficiente. Me parecía que devaluaba mis sentimientos si aceptaba aquella posición suplente en su vida. No me cuestioné el asunto de que estuviera casado. Me hubiera resultado moralmente aceptable que la relación siguiera su curso si Pedro hubiese tenido el valor de decidir entre las dos. Siempre he creído que la moral está legitimada por la pureza de los sentimientos, y mi amor por Pedro era genuino, pero él pretendía mantener simultáneamente la estabilidad de su matrimonio y la pasión de nuestros encuentros. Eso sí me pareció una inmoralidad.

VIII

Mario se fue y yo quedé hecha un escombro. Me dormí sobre la tabla de dibujo. Desperté con la boca seca, tenía los pies hinchados y la ropa pegada al cuerpo. Pensé en el trabajo que me tomaría cada movimiento, desde desperezarme hasta subir las escaleras, entrar en mi dormitorio, abrir el grifo y darme un baño. Todo era un sacrificio. Trataba de moverme lo menos posible y así me iba enredando en mi propia trampa. Estaba llena de controles remotos y otros aparatos para estar más cómoda, según me mentía. El caso es que el mundo me facilitaba bastante las cosas. Cada vez había más posibilidades de hacer todo desde la casa, con la única ayuda de un teléfono. Esto me dispensaba de aguantar miradas o momentos indeseables, como aquella vez en el banco cuando tuvieron que ayudarme a salir de la cabina del cajero automático. Lo que no podía por teléfono, lo delegaba en Jazmín, que para eso había nacido con cuerpo de Barbie y cara de yo no fui.

Subí a mi cuarto y me quité la ropa. Hacía tiempo que no usaba corpiño. No encontraba talle y, además, los pliegues que se me formaban debajo del busto hacían que cualquier tela se me incrustase en forma dolorosa. Me quedé en bombacha, si así puedo llamar a aquel calzón imponente. Abrí una ventana y aspiré el aire fresco que venía a atenuar el olor agrio del ambiente. Entonces vi a un hombre que se aproximaba a la casa, la luz del frente que se encendía y oí una puerta en movimiento, aunque no sonó el timbre. No tuve miedo, sí curiosidad. Me envolví en una toalla y me asomé por la barandilla de la escalera. La alfombra absorbió mis pasos y el murmullo que venía de abajo, el ruido de mi respiración.

La tía Etelvina, doña Etelvina Juárez de Pereira O., estaba junto a la puerta, en puntas de pie, con los brazos al cuello de aquel desconocido cuya boca apenas alcanzaba. El hombre también la abrazaba y le decía algo que a ella debe de haberle resultado gracioso porque soltó una risita nerviosa. Para mi estupor, el hombre la cargó en brazos como una recién casada y comenzaron su lento ascenso hacia el dormitorio. Troté hasta mi habitación lo más rápidamente que pude. Me vino una risa imparable, una risa que casi me ahoga. Reí a carcajadas, imaginando lo que podía suceder unos metros más allá del corredor. Reí tanto que me dolía el cuerpo, pero las imágenes que fantaseaba alimentaban un nuevo estallido de carcajadas apenas tomaba el aire suficiente para no ahogarme. Quedé molida y comprobé el efecto balsámico de la risa. ¡Qué bien me hizo reír aquella noche! Resultó ser algo parecido al llanto. Vaya a saber qué toxinas saqué o qué espíritus movilicé con los temblores de mi risa.

– Vieja bandida -dije en voz alta mientras abría la heladerita y buscaba algo para tomar-. Así que por ahí venía la histeria de los sábados.

El domingo transcurrió sin novedad. Supongo que la tía habrá recibido a sus amigas, como de costumbre. Yo no salí del dormitorio más que para aprovisionarme. Pasé el día mirando la televisión sin ganas. Dormí mucho también. La noche en vela todavía me dejaba una resaca. Dormía, despertaba para comer algo, pispeaba la pantalla y volvía a dormir. Pensé en Mario, pero con un dejo de rencor inexplicable, como anticipándome a un dolor seguro.

Así se me fue el domingo. Así se me estaba yendo la vida.

Amanecí el lunes con la energía renovada. Jazmín ya había llegado cuando bajé al taller. Si algo de bueno tenía, era la puntualidad. Me hizo algún comentario acerca de que Mario estaba retrasado, pero no le contesté. Casi nunca le contestaba. Era mi forma de manifestarle desprecio. Me odiaría, sin lugar a dudas. Imagino cómo hablaría de mí en su círculo de amigas. A eso de las once vino Mario.

– ¿Y?

– Hay que esperar una semana, pero creo que es nuestro -me contestó con una familiaridad que me llenó de emoción.

Como suponíamos, nos dieron el trabajo. Había que decorar un hotel de punta a punta, una tarea descomunal. Mario estaba tan entusiasmado cuando vino con la noticia que me zampó un beso en la mejilla. Creo que no se atrevió a abrazarme. A Jazmín sí la abrazó. La cinturita entró toda entre sus brazos. Incluso se permitió la obscenidad de levantarla. Me ofendió como si me hubiera dado el peor de los cachetazos.

Pusimos manos a la obra de inmediato. Los plazos eran estrictos pero, además, estaba aquello del orgullo, del buen nombre y todas esas cosas que a Mario lo preocupaban más que a mí. Tomamos personal para el armado y las terminaciones. Le di un mes de vacaciones a Jazmín y Mario casi se infarta.

– No te entiendo, Maciel, en el peor momento, justo en el peor momento.

– No sirve para mucho y molesta.

– ¿Cómo que no sirve? ¿Y quién va a atender el teléfono? ¿Y los otros clientes?

– Necesitamos espacio. Ya nos arreglaremos.

– No te entiendo, Maciel, te juro que no te entiendo.

Ni siquiera yo me entendía. Me daba cuenta de que Jazmín era una molestia, pero lo había sido desde el principio. Nada justificaba mi decisión en el momento de mayor trabajo. Por supuesto que me negaba cualquier introspección. Bucear en mis sentimientos era un ejercicio al que no estaba habituada. Por eso me costó aceptar que Mario fuera tan importante para mí y que me estuviera cambiando la vida.