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Avisé a Felipe que iba a estar un tiempo sin hacer adornos. El examen se aproximaba y necesitaba dedicarme por completo. Se encogió de hombros y salió a trabajar, como de costumbre. Durante aquellas semanas estudié hasta que me ardieron los ojos. Apagaba la luz de madrugada y el despertador volvía a sonar apenas amanecía. A veces, ni siquiera me acostaba; la mañana me sorprendía con la cabeza apoyada sobre la pila de libros. Me hice adicta al café. Nunca me había gustado demasiado, pero ahora lo necesitaba para ganarle al sueño. Felipe comentó algo de unas pastillas que él tomaba para no dormirse en el trabajo, pero se hizo el tonto cuando se las pedí. Así que me contenté con el café. Preparaba un termo hasta el tope y me lo llevaba a la mesa como único compañero. Nunca había querido estudiar en grupo porque me avergonzaba que mis compañeros vieran cómo vivía. Mentía diciendo que me las arreglaba mejor sola, aunque en las eternas noches de vigilia, bien me hubiera venido una conversación intercalada con el murmullo monótono de mi voz.

Durante el último tiempo, suspendí las salidas nocturnas. De alguna manera, abrigaba la ilusión de que, una vez recibida, la calidad de los hombres iba a mejorar. No sé por qué tenía esa rara idea. Casi me despedía de ellos cuando llamaban, como si diera por terminada una etapa y me fuera a lanzar a la conquista de horizontes a la altura de mis pretensiones.

Había que ver a Felipe el día anterior al examen. Estaba más nervioso que yo. Por supuesto que un título universitario en nuestra familia era todo un acontecimiento, pero la dimensión que aquel probable triunfo alcanzaba para mi hermano era una cuestión que yo no podía valorar en aquel momento. Esa tarde llegó un poco más temprano. Vació los bolsillos sobre la mesa, juntó las monedas y algún billete y los puso en un florero viejo, como hacía siempre. Yo sólo tenía que meter la mano y elegir. Felipe nunca hacía las cuentas. Su única preocupación era que aquel florero estuviera siempre lleno. Mientras sacaba las monedas, se le cayó del bolsillo una cosa roja que rodó hasta la puerta. Hubiera seguido con lo mío de no haber sido por la reacción de Felipe que se abalanzó sobre lo que me pareció una insignificante pelotita. La guardó en el bolsillo y pretendió seguir como si nada, pero la respiración lo delataba.

– ¿Qué es?

– ¿Qué cosa?

– Eso.

– Nada.

– Eso rojo, ¿qué es?

– Nada, te dije, nada.

Su empecinamiento por ocultarme la realidad que ya empezaba a presentir como una verdad inmensa, puso todos mis sentidos en alerta. Cerré el libro de un golpe.

– ¿En qué andás, Felipe?

– Sin preguntas, ¿te acordás?-me contestó fingiendo serenidad.

– ¿De dónde sale el dinero? ¿Dónde trabajás?

– ¿Por qué no seguís estudiando, nena?

– No estudio más si no me decís…

– Pero ¿qué sos? ¿Escribana o policía? -Estaba asustado. Quería fingir molestia, pero estaba asustado. Le dije que no sólo no pensaba estudiar más sino que no me presentaría al examen si no hablábamos. La jugada me salió perfecta. Sabía que había tocado su punto débil. Nada en el mundo era tan importante para Felipe como mi título. Se sacó la gorrita y se acuclilló contra la pared, junto a la puerta. Parecía no encontrar las palabras exactas para suavizar una confesión demasiado dolorosa. Me alarmé. Aquello, sin duda, era más fuerte de lo que imaginaba. Me senté a su lado, en el piso, y le puse una mano en el hombro. Esa mínima calidez pareció animarlo.

– Hace años que trabajo en la calle. Lo que sea. Vendo de todo. ¡¿Qué sé yo?! Linternas, agujas, encendedores. No es gran cosa, pero tapa agujeros. Lo de las flores secas anduvo bárbaro. Vas a seguir haciendo, ¿no? Porque si no, me enseñás y yo me doy maña. Estoy tratando de colocarlas en unos kioscos. ¡Qué sé yo! -se rascó la cabeza. Estaba vencido por la vergüenza.

– Pero ¿y la pelotita roja?

Sonrió y la sacó del bolsillo. Me la dio. No era una pelotita. Era una nariz de payaso.

– Esto también. En las plazas.

– Felipe…

– Qué vergüenza, ¿no? El hermano de la escribana haciendo estas cosas. -No, Felipe, no.

– Pero no todo venía de ahí, no creas. Hago una cobranza puerta a puerta para un club. Además, tengo un trabajo fijo desde hace años.

– Ah, ¿y dónde es?

– En el cementerio.

– ¡¿Qué?!

– Sí, en el cementerio, alguien tiene que trabajar en el cementerio, ¿no? Y bueno, yo trabajo en el cementerio.

– Pero, ¿de qué?

– De lo que venga. Hice de todo. Hago de todo. Cargo coronas, ayudo en los entierros, limpio panteones, lo que venga… -pareció evadirse un momento del lugar-. Lo peor son las reducciones…

Yo no daba crédito a mis oídos. En un segundo vi frente a mis ojos la burbuja en la que había vivido durante todos aquellos años, gastando sin medida, ocupándome de mi apariencia, pensando que aquel dinero brotaba, simplemente.

– Son, son muy tristes. Y los familiares andan por ahí. Yo les digo que no se acerquen. Algunos me pagan para no tener que ver. Pero es feo. Mejor no te cuento, ¿para qué? Con el tiempo te vas acostumbrando, salvo con los niños. Con los niños uno no se acostumbra nunca. Es horrible. Cada vez que toca un niño hacemos sorteo para ver quién va. A nadie le gusta. Es un ambiente jodido el del cementerio. Todo el tiempo andás entre tristeza. Y bueno, también pasan cosas. Te vas acostumbrando.

– ¿Cosas?

– Cosas.

– ¿Qué cosas?

– ¿Qué sé yo? Hay cosas que a uno le parecen mal al principio, pero después te acostumbrás. ¿Cómo te explico? A veces, hay que abrir cajones que nadie reclama. Y bueno, cada uno saca lo que puede.

Lo miré con terror.

– No me mires así, Airam, nadie los reclama. ¿Para qué vas a dejar eso ahí? Mira que no es cualquier cosa, ¿eh? Hay anillos, cadenas, los dientes…

Me tapé la cara. Estuvimos así no sé cuánto. No podía parar de llorar. Me temblaba el cuerpo. Felipe también lloraba.

– Perdóname, nena.

Mi hermano había dejado de ser aquel sirviente fiel. Por primera vez, vi a Felipe como una persona.

– Perdoname, vos. No sabía, no sabía -me hubiera dado todas las patadas que merecía y que nadie me dio a tiempo. Pensé en cada uno de mis caprichos, en mis veleidades, en la ropa con la que me disfrazaba. Pensé en mi gran meta, mi pobre meta. Me sentí una ridícula. Qué vergüenza, por Dios, qué vergüenza. A costa de cuánto sacrificio había vivido hasta ese entonces una vida prestada.

X

Aquel beso abrió un universo de posibilidades que jamás me había permitido soñar. Fue cuando intenté la primera dieta, un método casero que, por supuesto, no dio resultado. Lo copié de Dolores, pero, claro, ella andaba en la sutileza de reducir centímetros y yo necesitaba bajar cincuenta kilos. El fracaso me cosquilleó con una frustración que no permití crecer y me lancé a una segunda dieta más rigurosa. Volví a la balanza. La coloqué junto a mi cama de manera tal que aterrizaba en ella al levantarme. Tenía con aquel aparato una relación ambivalente de amor y odio. Sabía cuánto la necesitaba, pero le temía a su sinceridad despiadada. Aquella cosita no se andaba con rodeos. Practicaba una dieta que hubiera sido el escándalo de cualquier médico. Ayunaba a duras penas durante el día y, por las noches, me daba unos atracones pantagruélicos que me dejaban exhausta. Nada más que el sabor de aquel beso me mantenía en pie. Andaba de un humor nefasto. En cuanto a Mario, estaba concentrado en la decoración del hotel y no volvió a hablar de cuestiones personales por mucho tiempo.