El altar era aquel dormitorio que ocupaba la tía y que había pertenecido a Dolores. La mejor habitación de la casa. Fresca en el verano y bañada de sol en los días de invierno. La tía no se había animado a hacer cambios. Todo estaba en el mismo tono ocre que a Dolores tanto le gustaba; con aquella cama inmensa, de cuatro pilares y el voile drapeado cayendo graciosamente hasta la alfombra. Y las luces bajas, y la música que se encendía al abrir la puerta, y el perfume de Dolores que todavía flotaba por allí como un fantasma.
Yo no podía ver pero imaginaba. Podía recrear la escena con la sola ayuda de mi memoria visual y algunos sonidos que se colaban por debajo de la puerta. Allí permanecía un buen rato, deleitándome y sufriendo a la vez, hasta que se me ocurría que todo estaba hecho, que ya había pasado y despertaba de mi éxtasis como quien vuelve de la embriaguez del orgasmo, y regresaba a mi habitación con una enorme carga de tristeza en el alma. No había modo de que pudiera notar algún cambio en la tía Etelvina a la mañana siguiente. El hombre se marchaba apenas amanecía, amparado por esa luz difusa que reemplaza las últimas sombras. Ella desayunaba temprano y se entregaba a los preparativos de su reunión de los domingos como una abuela surgida de la más apacible de las noches. Parecía haber agotado en unas horas toda su carga de pasión y regresaba a la tierra despojada de aquellas energías que sobran en los cuerpos ardientes. Volvía a ser ella, doña Etelvina Juárez de Pereira O., con su rigidez aristocrática y sus modales de señora tan lejanos a la criatura juguetona de la noche del sábado.
XI
La confesión de Felipe abrió un mundo nuevo para los dos. Nos volvimos compinches, hermanos más allá de la solidaridad y el cariño. Se atrevió a contarme cosas de su pasado que a veces me dejaban erizada la piel y otras terminaban conmigo doblada por la risa. Me contó, por ejemplo, por qué comía poco en la casa. Yo había supuesto que lo hacía en el trabajo, pero, ahora que lo decía, resultaba raro que casi nunca comiera conmigo. Era para ahorrar, por supuesto, para que los pocos pesos rindieran el doble y yo pudiera darme algún gusto.
– No habrás pasado hambre, ¿verdad?
– Como mejor que vos -me contestó con una sonrisa pícara.
– ¿?
– ¡Ah! Es cuestión de andar a la pesca. Un casamiento por aquí, algún producto nuevo que lanzan, la presentación de un libro…
– ¡¿Qué decís?!
Se echó a reír a carcajadas, tanto que yo acabé riendo con él. Me hacía señas con los dedos como si estuviera metiéndose comida en la boca y luego se soltaba a reír otra vez. Le gustaba divertirme. Le gustaba verme contenta. Toda su vida era un esfuerzo para que yo fuera feliz.
– ¡Pero, loco, loco, loco! -le decía mientras él seguía con su mímica aprendida en su oficio de payaso.
Esquivaba mis intentos por saber de su vida amorosa. Supongo que mamá fue la única mujer que amó y con ella despidió toda posibilidad de ternura. Tampoco le quedaban energías para formar familia. Todo lo depositaba en su esfuerzo por sacarme adelante. Yo era su meta, su futuro, la proyección de su vida. Se me antojó que aquella renuncia voluntaria podía ser algo parecido al voto de castidad detrás del cual se escudan algunos con el pretexto de entregarse a una causa. Porque era un escudo. Felipe hubiera sido un buen padre; lo fue para mí durante tanto tiempo. Pero no creo que se animara a transitar aquello caminos que en nuestra familia siempre habían significado pérdidas. Su modelo de hombre era un padre ausente, un enorme agujero negro al que iban a parar horas nunca compartidas.
– ¿Y no se te dio por buscar a papá en el puerto?
– ¿Para qué? -me contestó con la brutalidad de lo obvio. Levantó los hombros como hacía siempre que fingía indiferencia y me alcanzó la canasta del pan-. Proba la salsa.
– No sé, estando ahí… -Hundí la miga y me chupé los dedos. Sabía que para él ese pequeño gesto significaba el premio del día. Presentí que iba a iniciar una huida y lo acorralé.
– ¿No te gustaría saber?
– Creo que no.
Se me hizo un niño que rechazaba un juguete deseado. Felipe, mi buen hermano.
– A mí me entran ganas cada tanto. Por curiosidad, nada más. Pero me hubiera gustado tener un padre. ¿A vos no?
Estaba concentrado en la comida, como si ahí estuvieran las respuestas esenciales.
– ¡Querés prestar atención! -le grité-. Pareces bobo. ¿Me estás escuchando?
– No quiero hablar.
La conversación estaba en el terreno que quería. Lo apreté un poco más.
– Padre tenés, aunque no te guste. Yo no te digo que vayamos a abrazarlo, porque no se lo merece. Además, no sería natural. Imaginate, un desconocido. Pero por curiosidad, ¿no te da curiosidad saber cómo es? -me detuve ante una sensación fría que me atravesó-. ¿Y si está muerto?
– Es lo mismo.
– Sí, ya sé que la vida no nos va a cambiar, pero sería una pena que hubiera muerto sin…
– Está vivo -dijo con una solemnidad que me asustó.
Traté de buscarle los ojos pero estaba sumergido en el plato, lejos de aquella mesa que compartíamos. Duró un par de segundos el silencio, un silencio espeso que se abrió entre los dos y que a mí me parecieron horas. El aire se congeló. Me llené de miedos.
– Felipe -le dije tocándole el brazo para sacarlo de la ensoñación-. Felipe, ¿qué dijiste?
Tenía la mirada opaca, los ojos ahuecados en un pozo de tristeza. Se me hizo pequeño. Di la vuelta y lo abracé por detrás.
– Hermano.
Se sorprendió. Nunca lo había llamado así.
– Sigue en el puerto. Se la pasa borracho Lo quieren bastante por ahí. Tiene fama de buen tipo. Siempre hay alguno que le arrima algo. Porque no tiene casa, ¿sabés? Vive ahí mismo.
Pensé en mamá, en su pulcritud, en el desasosiego por darnos una buena vida. La vi como me habían contado, con su vestido de flores paseando la tarde en que lo conoció. La imaginé sola pariéndome, sola el día que supo que se quedaba sola, sola toda su vida.
– ¿Lo viste?
– Sí.
– ¿Y le hablaste?
– ¿Para qué?
Volvimos al silencio. Quedé de pie con mi cabeza apoyada en la de Felipe, que seguía sentado absorto sobre su plato vacío. Le acariciaba el pelo, aunque era yo la que necesitaba de aquellas caricias. Se me vino encima esa soledad que no puede tapar un hermano, la necesidad de un hombre en cuyos brazos pudiera disolver la tristeza, un hombre que me dijera que todo estaba bien, que cubriera de besos la angustia de no poder volver la vida atrás. Felipe se secó la boca, juntó lo que había en la mesa y fue hasta la pileta de la cocina. Lavaba mejor que yo. Me puse a su lado con el repasador pronto. Me pasó un plato y nos miramos. Sonrió.
– ¿De qué te reís, bobo?
– Estás llorando.
– Yo no estoy llorando. Estoy emocionada.
– Es lo mismo. Estás moqueando. Tomá.
Me alcanzó una servilleta de papel y siguió con lo suyo mientras a mí se me volvía incontrolable el llanto. Felipe se puso la nariz de payaso y empezó a dar saltos por la habitación. El agua seguía corriendo por el grifo abierto.
– Reíte, dale, reíte.
Claro que me reí. Fue una extraña mezcla de tristeza y dulzura, la soledad de nuestras vidas rescatada por la fuerza de aquel hermano que hacía el ridículo para hacerme reír. Me tragaba las lágrimas mientras reía y él exageraba los saltos. Parecía loco. Estuvimos así un buen rato hasta que la pileta empezó a desbordarse. Corrí a cerrar el grifo. Me sentía mejor. Felipe parecía agotado. Se sentó en el piso junto a la puerta, mientras yo secaba el agua Quedó quieto, mirándome como si fuera la primera vez que me veía.