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Elegí un vestido azul marino que disimulaba bastante mis kilos. Busqué en mis cajones y sólo pude encontrar un par de medias sano. Rompía las medias a la altura de la entrepierna. Se me hacían unos agujeros terribles a los que me acostumbré y con los que convivía ocultándolos bajo las faldas. Una parte mía descansaba en las circunstancias y quedaba conforme con mis pocas posibilidades. Pero había otras zonas en mi interior que se rebelaban cada día cuando me veían sumergir en aquella falta de consideración. De esos chispazos me aferraba cuando ya empezaba a convencerme de que no merecía vivir. Me levanté el pelo con un moño y suspiré ante la fuerza arrolladora de los hechos: no podía pretender un milagro en una hora. Dudé mucho si usar o no perfume. Sabía, por experiencia, que a veces el perfume se mezclaba con los olores del cuerpo y de esa extraña química salía un producto insoportable. Desistí, pero volví sobre mis pasos pensando en el efecto que producía Jazmín cuando entraba por la mañana bañada en aromas embriagadores. Hasta a mí me gustaba olerla. Me decidí por un perfume fresco, con un toque cítrico que consideré el más adecuado para superponerse a otros olores. Me puse en todos los lugares en que Dolores se ponía y también me puse en la lengua. Sólo cuando lo probé, pude disfrutar su aroma. Lo mismo me pasaba con el chocolate, necesitaba oler y comer a la vez.

Mario llegó en hora. Todo lo hacía en hora, con prolijidad. Ese primer signo de orden me hizo pensar que aquello iba a parecerse a una cena de trabajo. Había dudado mucho acerca de hacerlo esperar o bajar puntualmente. Lo primero, me parecía, añadía un toque de sensualidad y yo no quería nada sensual aquella noche. Me aterraba el solo pensarlo Así que bajé apenas lo anunciaron. Tuvo la delicadez de no darse vuelta mientras yo emprendía el penoso descenso. Las escaleras eran un problema para desplazar mis kilos y los zapatos que llevaba no ayudaban a equilibrar el peso. Cada pocos escalones me detenía para tomar aire. Cuando pude alcanzar la planta baja, agradecí en silencio que Mario se hubiera entretenido con la colección de pipas de mi padre. Nos saludamos de lejos, como siempre, pero él se acercó y depositó un beso suave en mi mejilla. Olía a limpio, a recién afeitado. Creo que entrecerré los ojos, pero fue un instante, nada más, un soplido de tiempo que me hizo perder el control de la situación. No sabía muy bien si quería una cena formal, hablando de cualquier cosa o que Mario me arrancara la ropa y no me diera tiempo a pensar. Me miró con la misma atención que ponía al examinar los materiales de trabajo.

– Estás preciosa, Maciel.

Sonreí como único agradecimiento y le indiqué que pasara a la sala donde ya estaba servido el primer plato. Pudo haber pensado cualquier cosa de mí, que era una grosera, que pretendía mantener la distancia, cualquier cosa. Lo cierto es que estaba muerta de miedo. Tiritaba. Las palabras venían a mi boca en tropel, pero no podía organizarlas en expresiones coherentes. Nos sentamos frente a frente. La muchacha sirvió el vino y Mario la siguió con la mirada hasta que desapareció tras la puerta. Entonces levantó su copa y propuso un brindis con la mejor de sus sonrisas.

– ¡Por las polillas!

– ¡Por las polillas! -repetí agradecida porque aquella primera broma rompía la tensión del ambiente. Duró poco. Mario estiró la mano hasta alcanzar la mía.

– Mario… -dije casi en secreto y bajé la mirada.

Parecía tener la situación bajo control. Manejaba tiempos y nervios como si fueran elásticos. Se lanzó a la comida mientras yo hacía un esfuerzo por recomponer la calma y controlar la temperatura del cuerpo. Así fue durante toda la cena. Subía y bajaba de mi calvario cada vez más agotada. Mario llevaba la conversación hacia zonas que me incomodaban y súbitamente salía con una pavada que me hacía estallar en una risa de alivio hasta que volvía a mirarme de esa otra forma. Nadie pregunte por el punto de la pasta o el sabor del flan de naranja. Sé que comí como una autómata, pero no sé si me gustó, si fue mucho o poco, si el café estaba frío o los bombones derretidos. Pasé por el trámite de la comida como un fantasma a través de la pared. Terminamos tomando coñac desparramados en uno de los sillones de la sala. Mario se descubrió como un tipo divertido. Yo conocía su brillo al verlo trabajar, pero esa parte nueva me parecía fascinante. Reímos; primero con cautela, después con furia, con histeria, de puro nerviosos, creo. Nos fuimos deslizando del sillón hasta quedar tendidos sobre la alfombra riendo, riendo todo el tiempo.

Fue inevitable. Mario encontró la forma de romper mis defensas. La risa aflojó las tensiones. Por un momento, olvidé mi cuerpo y no tuve miedo. Me gustó el juego que Mario hacía con mi pelo, el roce de aquellas manazas sobre la piel húmeda. Me gustaron los besos en el cuello y el aliento que bajaba por el escote. Me gustó que me desabotonara el vestido y animarme a desabotonar su camisa. Me gustó, le gustó, me gustó y me dejé ir sin que un solo pensamiento nublara el placer. Entonces Mario se acomodó encima de mí y dijo algo e nunca debió haber dicho.

– Lindos huesos, Maciel.

Produjo el mismo efecto que si hubiera pronunciado el nombre de otra mujer. Lo que estaba necesitando para recuperarme. Una palabra, un gesto nada más que me anclara a la realidad, a la misma Maciel de todos los días, la de las defensas altas y los muros infranqueables. Volví a ser la gorda llena de complejos. Me vino de golpe el peso de todos mis kilos y el olor de mi cuerpo se me hizo insoportable. Todo en un mismo instante, el hechizo roto y la princesa convertida en vaca. Lo empujé con algo de violencia y me abotoné la ropa lo mejor que pude. Mario me miraba con ojos de no entender. Quiso acariciarme, pero yo exhalaba resentimiento. No se animó.

– Mejor te vas.

– Pero Maciel…

– Mejor te vas -repetí con los dientes apretados mientras hacía esfuerzos descomunales por incorporarme.

No se movió. Siguió cada movimiento mío con una expresión de curiosidad entristecida. Cuando pude ponerme de pie no se me ocurrió nada mejor que ordenar los almohadones. Mario seguía ahí.

– ¡Te vas! -grité.

Se fue y yo quedé hecha un trapo, pero no me permití llorar. Fui hasta la cocina y me di un atracón de novela. Quedé dormida sobre la mesa y soñé con las tardes junto a Felicia y Airam mientras Franco Palma narraba alguna aventura de mar con sus manos. No eran sus manos, eran unas manos imponentes, las manazas de Mario que terminaban oprimiéndome el cuello hasta la asfixia. Hice un esfuerzo por despertar, un esfuerzo por salirme de aquella pesadilla, pero no me produjo alivio volver. Subí hasta mi dormitorio, pero ya no me acosté. El sol empezaba a teñir unas nubecitas, miles, millones, parecían corderos surrealistas. En una hora llegaría Mario y después la tarada. ¿Por qué no se fijó en ella? El dolor me nublaba la mente y las ideas se me agolpaban en tropel, desordenadas, inconclusas. No podía pensar entonces que el amor recorre senderos inesperados, llega a lugares desconocidos. No tiene lógica; ésa es la única regla del amor, pero yo no lo sabía. Solamente me repetía aquello de los lindos huesos.

Bajé. Al pasar por la cocina, pellizqué un resto de flan y me llevé dos panes en el bolsillo. Esperé en mi escritorio, fingiendo que dibujaba. Preparé una taza de café y fui por más pan. El silencio se me hacía inaguantable. Jazmín llegó en horario. Escondí el resto de pan y seguí con mi dibujo, pero mis sentidos eran centinelas en la puerta. Esperé hasta que se me hizo evidente que Mario no vendría. A las once apareció un muchacho parecido a él. "Mario, gracias a Dios", pensé. Pero no era él. Mandaba una carta de renuncia y una notita que decía algo así como: "Qué desperdicio, Maciel. Es una pena".

XIII

Es curioso. Siempre he tenido la sensación de que mi vida va en círculos, pero círculos desordenados que se meten unos en otros, enlazados, a veces concéntricos, otras casi coincidentes. No puedo definirlo con exactitud. Cada movimiento, cada transformación de uno altera los otros o genera nuevos. Con lo de Felipe, sucedió de ese modo. El círculo protector en el que me tenía se agrandó para contenerlo a él, a mi hermano, metido en otro círculo más pequeño, más frágil. Y entonces se revirtió nuestra sociedad fraternal. No en todo, por supuesto. Felipe seguía necesitando de aquella omnipotencia para mantener el funcionamiento de la casa, para que a mí no me faltara nada. Me pareció una grosería privarlo del motor de su vida, así que le seguí el juego. Pero esta vez el cambio estaba en mí.