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Uno de los abogados del estudio fue el primero de esta larga serie de frustraciones. Dadas mis intenciones y su disponibilidad, todo hacía suponer que terminaríamos tomando champán al amanecer. No sé quién conquistó a quién. Tampoco nos importó. El dejó claro al principio que aquella relación no afectaría en nada el trabajo. Estuve de acuerdo, aunque ambos sabíamos de sobra que es imposible ignorar una pasión, aun cuando ya se ha extinguido. Pero jugamos a intentar. Jugamos a divertirnos, eso fue todo. Yo aposté más fuerte, por supuesto. Mis intenciones iban más allá de las de él. No estaba enamorada ni pretendía fingirlo. Por otra parte, tampoco él me lo pedía. Creo que no le interesaba en absoluto. Una relación sentimental hubiera sido más difícil de manejar. En cambio, aquello era puro placer, en cualquier parte y a cualquier hora. No había más compromiso que estar de buen humor. Hablábamos de casi todo, pero no hablábamos realmente de nada que fuera más allá del velo superficial que cubre todas las cosas.

Me contaba de su mujer, de su hija pequeña Yo lo escuchaba con paciencia y algo de curiosidad, apoyada mi cabeza sobre su hombro, los dos tendidos en cualquier cama, fumando. Varias veces le pregunté por qué lo hacía. Me decía que yo le gustaba, que le gustaba mucho. No logré sacarlo de ahí. En aquella tibia expresión quedaba reducido todo su interés, mí no me alcanzaba. Mantuve aquello hasta que me pareció una pérdida de tiempo. Fueron cuatro o cinco meses divertidos, nada más. Le dije una noche que era la última vez. Insistió un poco, lo políticamente necesario. Después me aseguró que entendía, que le parecía bien, que todo quedaba igual, amigos. "No", lo corregí, "tú seguís siendo mi jefe". Hicimos el amor como dos cachorros, sin exigencias, incluso con alivio. Al otro día, nos saludamos con cortesía y no guardamos de aquellos meses más que la mínima complicidad de compartir un secreto.

No podía darme el lujo de esperar. Quería un cambio inmediato, retribuirle a Felipe tantos años de sacrificio, vivir finalmente la vida que creía merecer. Seguí metiendo la pata una y otra vez en el mismo lugar, sin detenerme a pensar por qué una mujer de casi treinta años no podía establecer una relación duradera. Aprendí eso después; debí poner el freno y parar la máquina para ordenar el pensamiento. Incluso mis estrategias de seducción habrían sido más efectivas. Pero estaba mareada, confundida por la ansiedad de querer todo en el momento. ¿Y qué quería? Jamás apunté al equilibrio, sino a cuestiones materiales que me aproximaban a la clase de persona que pretendía ser. Jamás me tuve la fe necesaria para salir adelante por mis méritos. Por eso fracasé tantas veces, creo. Me equivoqué en las metas y no reparé en cuánto dolor podían causar los medios para alcanzarlas.

Un cliente del estudio fue el siguiente, pero tampoco duró mucho. Ése sí que se tomaba las cosas en serio. Quería formalizar. Me asustó la expectativa que me daba su forma machista de ver la vida. Me vi enclaustrada en una casa, criando hijos, con ruleros y chancletas, haciendo de una cena caliente la máxima ilusión del día. Salí huyendo después de unas semanas. El pobre quedó perplejo. Siguió llamando al estudio y a casa hasta que Felipe lo amenazó. Mi hermano me pidió que me tranquilizara un poco. Le dije que todo estaba bien, que le agradecía su apoyo, pero que no necesitaba consejos. Se ofendió, pero le duró lo poco de siempre.

No sé con cuántos hombres salí durante los años que trabajé en el estudio. ¿Veinte? ¿Treinta? Quizá más. Con ninguno logré encastrar las piezas de mi rompecabezas. A cada uno le faltaba algo imprescindible que me hacía terminar la relación. Otras veces, eran ellos los que se asustaban y salían huyendo con cualquier excusa. Nunca les hice una escena. Comprendía su miedo. Siempre he sido honesta con mis intenciones, y yo sabía de sobra que poco tenían que ver con un amor de Romeo y Julieta. Lo mío podía llamarse oportunismo, ambición, necesidad. Nunca me mentí al respecto. Es que tampoco ahondé demasiado en las circunstancias que me llevaban a comportarme así. Hubiera podido comprender mejor la razón que movía mis acciones, perdonarme algo a la hora de los juicios y, quizás, evitarme el desgaste físico y moral al que esa cabalgata desenfrenada me estaba conduciendo.

Hace dos años, la vida me pegó un vuelco brusco, una de esas vueltas impredecibles, fantásticas. Sancho Pereira vino al estudio por uno papeles. No me reconoció, por supuesto. Ni siquiera creo que alguna vez hubiera reparado mí. Tuve un primer impulso de decirle quién era, pero me contuvo una súbita vergüenza de un pasado que quería enterrar a toda costa. Nadie en el estudio sabía que yo era la hija de una sirvienta. Nadie preguntó y yo no quise aclararlo. Lo hubiera reconocido hasta en el fin del mundo. No había cambiado demasiado. Tenía la piel tostada, como siempre, y el cabello gris. Calculé la distancia en años que nos separaba y no me resultó escandalosa; había salido con tipos mayores, así que no iba a asustarme por eso. Lo miré mientras hablaba con la contadora. Busqué sus botas embarradas, pero encontré unos espléndidos zapatos lustrados en los que hubiera podido reflejarme. Creo que ésa fue la señal determinante, como un buen augurio, el empujón de audacia que estaba necesitando.

Recuerdo que fui al baño. Me perfumé, abrí dos botones de mi blusa y levanté unos centímetros el largo de la falda. Crucé y descrucé varias veces las piernas sentada en el inodoro, fumando un cigarrillo para consumir los nervios. Me daba cuenta de que estaba a punto de hacer una jugada arriesgadísima. Apagué el cigarrillo en la humedad del lavatorio y abrí la pequeña ventana. Me tomó unos minutos reponerme. Cuando salí, Sancho ya no estaba. Sonreí. Era demasiado loco, pensé, mejor así. La idea, sin embargo, permaneció en mi mente por días. Tuve el tiempo para meditar y no me pareció tan descabellado. Cuando lo vi entrar, una semana después, ya tenía mi arsenal listo para disparar las mejores armas de seducción, y los prejuicios guardados bajo siete llaves.

XIV

La ida de Mario golpeó mi conciencia de la propia estupidez. Hice mil conjeturas. Incluso intenté convencerme de que mejor así, que aquel hombre no me interesaba en absoluto y que ya encontraría sustituto para el taller. Mentiras. A veces, me enternecía mi obstinación por negar lo evidente. Mario estaba en cada espacio, me inundaba el pensamiento junto con la culpa de haberlo dejado ir. Llené mis horas con trabajo y, por supuesto, comida. Creo que engordé algunos kilos durante aquellos meses que siguieron. No me importó. El cuerpo todavía aguantaba y la piel demostraba su ilimitada capacidad para contenerme.

La tía Etelvina, sin embargo, parecía cada vez más joven. Ni una semana interrumpió su ritual amoroso que yo espiaba ya no con curiosidad, sino con una delectación morbosa. Me resultaba algo ridículo y, sin embargo, no podía negar la admiración hacia aquel derroche de energía nacido de vaya a saber Dios qué fuerzas interiores. ¿Dónde estaba el secreto de la tía Etelvina? ¿En cuál de las arrugas de su cuerpo guardaba la verdad de una pasión fuera del tiempo? Hubo días en que la hubiera interpelado abiertamente, al cruzarnos en las escaleras o en cualquiera de los pocos instantes en que coincidimos. Pero, no me animé. Me daba un pudor que debió ser de ella, una cierta vergüenza ajena, preguntarle por los misterios de su intimidad. Me habría mandado al diablo, de todos modos. Nuestra relación jamás fue buena. Ya le tenía sabida su rutina, de manera tal que podía seguirla a la distancia, desde mi habitación, con la única guía de algunos ruidos conocidos. A tal punto llegó la afinación de mis sentidos que me era posible calcular la duración de cada etapa del acto amoroso y llegar al final junto con ellos. Todo en perfecta sincronía. Un curioso ménage a trois.