Cada tanto, recibíamos una llamada de Dolores. No hacía más que hablar de ella, de los triples apellidos de sus amistades, del lujo y la euforia en la que transcurrían sus días. Antes de despedirse, me preguntaba al pasar por la casa, si tenía noticias de Viola, si la Etelvina estaba bien, si la empleada recordaba lustrar la platería cada semana. Todo con el mismo interés. No pasaban los años para Dolores. Ni en la perfección del cuerpo ni en la imbecilidad del alma.
Viola se comunicaba poco y nada. Sabíamos que andaba por la India tras los pasos del que se empecinaba en llamar maestro. Las pocas veces que habló tenía voz de ultratumba y usaba palabras raras, tan ajenas a su habitual vocabulario de marinero. Supongo que estaría drogada. No era secreto para nadie que Viola consumía desde hacía años. Empezó fumando marihuana, pero yo la vi una vez inyectándose. Me causó una impresión horrorosa, pero no me animé a hablarle. Cerré la puerta del dormitorio y también la de su vida. Mi hermana me era indiferente, tan indiferente como yo para ella. Jamás me detuvo en uno de mis atracones, ni me preguntó por qué lo hacía. A lo sumo se burlaba de mí, pero en los últimos tiempos ni siquiera se burlaba.
En cuanto a papá, seguía albergando una tibia esperanza de que algún día se decidiera a quererme. La edad le sentaba de maravillas, como si hubiera nacido exclusivamente para llegar a ese perfecto estado de madurez. ¡Pobre papá! Verlo ahora… ¡Qué ironía! Yo no sabía cómo manifestarle mis sentimientos. Me volvía pequeña cada vez que lo veía llegar. Me sentía fea, también, indigna de su amor. Si papá me hubiera querido, creo que el mundo, con sus normas hipócritas y su excesiva adoración por la estética, me hubiera servido de papel higiénico. Pero yo no era más que la hija gorda, un recordatorio de la esclavitud a la que debió someterse para salvar sus finanzas. Yo era Dolores, pero fea. No le había hecho el favor de desaparecer, como Viola; parecía obstinada en estar siempre ahí, cuando él volvía, recordándole que alguna vez había tenido familia y que todavía existían obligaciones.
Con la tía Etelvina se entendían bien. Tomaban una copa en la biblioteca y hablaban un buen rato de cosas que no alcanzaba a oír. Nunca me invitaron a acompañarlos. Me pregunté si la tía le habría confiado su secreto. Entonces tuve la mala idea de extorsionarla para que se fuera; amenazarla con contarle a papá de sus amoríos desparejos, de los detalles íntimos que tan bien conocía. Me pareció una maldad encantadora. Se lo dije durante el primer cruce de palabras que tuvimos por alguna tontería que provoqué deliberadamente. Me miró con sorpresa, con algo de miedo que pronto dominó a fuerza de clase. Irguió su cuello y dijo: "Gorda estúpida". Lo hizo con el mayor desprecio y me produjo el mismo efecto que mil puñales lavándoseme en el cuerpo. Sentí nacer la ira en su más puro estado; una sensación de furia que no puedo describir. A la distancia, con la claridad del tiempo, me doy cuenta de que la pobre vieja cobró por todos mis complejos, por los años de soledad, por la familia que me había tocado en suerte. La tomé del brazo. Recuerdo que me impresionó la flacidez de la carne. Llegué al hueso sin demasiada presión. Vi miedo en su mirada y gocé.
– ¿Qué pasa? ¿Tenés miedo de que la gorda estúpida te lastime? Tranquila, no le haría daño a una vieja. Porque sos una vieja, ¿sabes? Una vieja de mierda. Una vieja de mierda que se metió en mi casa y que se cree la dueña. Tan dueña que trae a su amante y lo mete en la cama de mi madre. ¡Ah! ¿Te sorprende, Etelvina? Te sorprende que sepa, ¿verdad? ¿Y cómo pretendías esconderlo viviendo en la misma casa? ¿Pensaste que no iba a darme cuenta? ¿Eso pensaste? Te equivocaste, Etelvina. La gorda estúpida te ha estado observando todo el tiempo. Sabe de memoria tus horarios. Conoce la voz de él y las idioteces con que te engatusa. Porque, ¿no creerás que está enamorado? ¿O sí? ¡Por Dios, tía! Mírate nada más las arrugas, la piel que te cuelga por todas partes, el olor a cosa vieja que tenés. Vieja, vieja, vieja, vieja, vieja…
Hizo un leve movimiento para soltarse y yo aflojé. Me apaciguó sentir que se me derretía entre las manos. Se secó las lágrimas y subió con toda la dignidad que pudo rescatar. Me sentí una basura. Volver en mí después de una crisis de ira que debí haber dejado salir en gotas durante años fue como un mazazo, la sensación de que un tren me había pasado por encima.
Los días siguientes fueron de silencio. La casa se convirtió en un enorme claustro. Hasta las empleadas se movían como espectros. La tía Etelvina pidió que le sirvieran la comida en su habitación y yo empecé a preocuparme por mi exceso. El sábado esperé la hora señalada con tanta ansiedad que parecía ser yo la amante. Vino la sombra habitual, la puerta se abrió sin necesidad de aviso, pero no hubo nada más. Ni besos, ni abrazos, marchas escaleras arriba, ni botellas descorchadas, ni susurros, ni gemidos, nada. Durante las semanas que siguieron, la tía se dejó ver lo menos posible. Bajaba cuando me creía en el taller y, apenas sospechaba mi presencia, huía escaleras arriba como un ratón asustado. Suspendió las partidas de los domingos para desazón de aquella caterva de adulonas. Quise disfrutar de ese pequeño triunfo, pero la culpa no me lo permitió. Me di cuenta de que las cosas habían ido mucho más allá de mis intenciones.
Esperé durante varios sábados. El hombre acudía con puntualidad, pero ya no subía al dormitorio. Permanecía unos minutos en la planta baja y se marchaba. Fue tan brusco el cambio que yo misma extrañaba su visita. El único soplo de vida que quedaba en la casa se había desvanecido por mi torpeza. Aquello se parecía a un mausoleo, y en ese sepulcro magnífico nos movíamos como dos sombras desvaneciéndose. También yo acusé el golpe de los cambios. Apenas tenía fuerzas para levantarme; los trabajos en el taller empezaron a acumularse sin que me importara demasiado, perdí varios clientes, pero no hice el menor esfuerzo por conservarlos.
La empleada vino a hablarme una mañana mientras terminaba un diseño con poco gusto. Dijo que debía ver a la señora Etelvina, que estaba muy desmejorada y apenas probaba la comida. Traté de fingir indiferencia, pero no pude evitar que la idea me persiguiera durante el resto del día. Por la noche, me animé y golpeé a su puerta. No contestó. Entré sin pensar demasiado. Apenas pude creer lo que vi: sentada en un sillón, junto a la ventana, una viejecita con la mirada hacia algún horizonte inventado, meciéndose con las manos sobre la falda, dos alas quebradas.
– Tía -le dije con todo el afecto que pude rescatar de mi interior reseco.
Se volvió sin sorpresa. Me acerqué y encendí la lámpara que había sobre la mesa de noche. Ella cerró instintivamente los ojos, como ya se hubiera acostumbrado a la oscuridad y la luz no fuera más que el recuerdo molesto de tiempo pasado.
– Tía, ¿por qué no come?
No contestó, pero volvió a mirarme. No había el menor rencor en aquella mirada. Le tomé la mano en un gesto de ternura que incluso a mí me sorprendió. Estaba helada. No pude pedirle perdón. Durante los días siguientes me dediqué a lavar mi culpa atendiéndola lo mejor que pude. Descuidé por completo el taller. Pasaba horas tratando que probara un bocado, insistiendo con sus alimentos preferidos. La veía consumirse sin que pudiera detener el proceso. Llamé a papá y vino con un médico que la encontró perfectamente bien, más allá de una leve fatiga razonable a su edad. Recetó vitaminas y no sé qué remedios para fortalecerla. Cuando se fueron, caí en la cuenta del peso de la realidad. La tía Etelvina se me estaba muriendo.