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Felipe nunca preguntó su nombre y yo valoré la delicadeza. Le bastaba con verme feliz. Iba a visitarlo cada semana y le llevaba algo de regalo. Nunca me agradecía, pero sospecho que correría a escudriñar los paquetes apenas yo traspasaba la puerta. Sabía que se trataba de un hombre mayor, que me quería mucho, que me daba la comodidad que siempre había soñado para mí. Jamás pidió nada para él. Ni el menor de los favores, ni un privilegio. Seguía igual, como si estuviera preparándose por las dudas, por si algún día la vida, en uno de sus impredecibles giros, volvía a depositarme a su lado.

* * *

La rutina no pudo alcanzarnos. Fuimos más rápidos, esquivamos sus zarpazos con el asombro lógico de los primeros tiempos y prolongamos esa permanente fiesta hasta que el destino decidió que ya estaba bien de tanta felicidad. Si algo me da paz es saber que, mientras pudimos, disfrutamos al máximo, sacamos todo el jugo de las frutas ocasionales.

Los primeros síntomas aparecieron hace poco menos de un año. Mareos, dolor de cabeza, cansancio. No nos detuvimos a pensar. En nuestro pequeño mundo no había lugar para el miedo. Sancho debió haber consultado pero, en lugar de eso, llevaba un frasquito con no sé qué pastillas que tomaba apenas empezaba a sentirse mal. Tampoco yo me preocupé, lo confieso. No le di importancia. Creí que aquel estado de bienestar sería eterno. Tuvo un derrame cerebral a la vuelta de un viaje a Madrid. Esa misma noche, mientras cenábamos. Quedó lívido, apretó los ojos como si no tolerara el dolor, me dijo algo acerca de una puntada insoportable en la cabeza y se desplomó sobre el plato. El médico me habló sin rodeos. El daño había sido severo. No podía predecir el grado de recuperación, pero me advirtió que varias de sus facultades habían quedado dañadas para siempre. El habla, entre ellas.

Cuando, finalmente, me permitieron llevarlo a casa, me encontré de golpe con la crudeza de mi nueva situación. Sancho tenía medio cuerpo paralizado y se comunicaba con guiños y miradas, sin el menor control sobre sus esfínteres. Sabía que estaba lúcido, sin embargo, que entendía la miseria a la que estaba reducido. Le pregunté si quería avisar a las hijas, pero fue tan grande su desasosiego que desistí.

La foniatra y el fisioterapeuta empezaron sus sesiones de inmediato. Sancho logró algunos progresos. Ponía empeño en recuperarse, se esforzaba en hablar produciendo sonidos guturales con la vista clavada en mí. Yo lo alentaba, le decía que cada día iba mejor, que sus avances eran magníficos. Por dentro, me consumía la tristeza. Me dediqué en cuerpo y alma a cuidarlo. Aquello no era vida. Llorábamos juntos cada vez que debía cambiarle los pañales. Yo trataba de hacerlo con la mayor naturalidad, pero la vergüenza de Sancho terminaba por demolerme. Lo abrazaba, lo besaba, le decía que a nadie amaba más en el mundo. El me contestaba con su media sonrisa y algún ruido que yo me esforzaba en interpretar. Últimamente había caído en una depresión muy grande. Lo cubría de besos, le recordaba anécdotas de nuestros viajes, le mentía acerca del futuro y terminaba abrazada a su cuerpo con ganas de morir con él.

Fueron meses terribles. A los problemas existentes había venido a sumarse una dificultad respiratoria. Pasaba el día y gran parte de la noche intentando librarse de las flemas espesas que no lo dejaban respirar. Hacía grandes esfuerzos por expectorar toda aquella porquería.

El médico ordenó que trajeran un aparato parecido a una pequeña aspiradora. Le metían un tubo y le sacaban las secreciones. Era un procedimiento agresivo que lo hacía sufrir y lo salvaba a la vez. Me preguntaba a qué nos conducía aquello. Sancho no se levantaría jamás de la cama. ¿Cuál era el sentido de todo aquel dolor? Tantas cosas me pregunté por aquellos días… Toda mi vida se empecinó en agolparse en mi mente agotada. Quería espantarla pero allí estaba cada vez que Sancho me concedía unos minutos de distracción. Pasé por el tamiz de la conciencia todos y cada uno de los actos que lograba recordar. Tuve tiempo, mucho tiempo para hacer un balance y decidir qué quería de allí en adelante. El dolor de Sancho estaba propiciando el desarrollo de mi sensibilidad, me permitía establecer con claridad mis prioridades, dar el justo valor a las cosas. Todo lo que hasta ese entonces no había sabido hacer. Entonces comprendí que el dolor tenía sentido si yo hacía que valiera la pena.

Sancho perdió mucho peso. La piel siempre tostada dio paso a un amarillo grisáceo que lo envolvía como un anuncio fatal. Dejó de alimentarse. En vano insistía en abrirle la boca para introducirle la papilla, que era lo único que toleraba. A veces escupía lo que lograba meterle a presión. Otras, las más, apretaba tanto los dientes que era imposible alimentarlo. La última vez lo lastimé con el borde de la cuchara.

Había tres enfermeras que se turnaban durante las veinticuatro horas. Yo me consagré a que sintiera el calor de mi cuerpo y la energía que pudiera transmitirle. Le limpiaba el sudor del rostro y le acercaba trapitos empapados a la boca reseca. Siempre tocándolo, haciéndole saber por la piel que no iba a abandonarlo. A veces, las secreciones eran tan abundantes que apenas terminaban de aspirarlo cuando ya se ahogaba de nuevo. Los nervios me ganaron una noche en que pensé que se moría. El médico terminaba de revisarlo cuando tuvo un terrible acceso de tos seguido por la dificultad para respirar. Le grité hasta cuándo pensaba prolongar esta agonía sin sentido. Respondió con la calma fría que da la costumbre. Me dijo que me quedara al lado de Sancho, que lo acompañara con mi voz y mis manos, que aquello sería más efectivo que cualquier aparato. Él mismo puso una de las manos de Sancho entre las mías. Dio unas instrucciones a la enfermera y dijo que volvería a la mañana.

Pasé aquella noche en la espantosa ambigüedad de no saber qué deseaba con más fuerza: si mantener aquel sufrimiento descabellado o terminar de una buena vez. No soportaba el ruido ronco de la respiración cada vez más forzada. Me daba una pena tremenda ver el esfuerzo que el pobre hacía para que un poco de aire le entrara en los pulmones. Me limité a acariciarlo y a decirle que iba a estar bien, que pronto iba a estar bien. Tardé mucho en aceptar que aquella situación podía extenderse por semanas, quizá meses. Sancho había entrado en un estado de meseta, sin avances ni retrocesos, una planta humana muriéndose de a gotas. Una tarde, mientras la enfermera lo higienizaba, en una de las vueltas se produjo un silencio súbito, el peor de los silencios. Cerré los ojos sin animarme a mirarlo. Me vino sueño, todo el cansancio acumulado; sentí una paz extraña. A los pocos segundos volvió el sonido ronco de la respiración desesperada.

Caí en la cuenta de que la situación estaba más allá de mis buenas intenciones. Aquel instante de paz confirmaba lo que mi lado bueno no quería dejar salir, esa miseria que todos llevamos dentro, desde donde nace el egoísmo. Estaba ahí por amor, pero no olvidaba el resto de mi vida, los proyectos que estaban marchitándose en aquella habitación pestilente. Esa parte de esperanza pugnaba por salir. Sabía que no había el menor sentido en sacrificarme de aquel modo tan absoluto. Mi parte práctica fue más fuerte esa vez. Decidí que las gemelas tenían que enterarse. Intenté primero al viejo número, pero nadie contestó. Entonces pensé en las páginas amarillas de la guía. La fama de Maciel ya había llegado a mis oídos. No me equivoqué; su número estaba en la sección Decoradores. Pedí a la contadora que llamara desde el estudio. No dio demasiados detalles. Conmigo sentada al lado, dictándole letra en un susurro y respondiendo a la vez las preguntas de Maciel, la pobre salió bastante bien del paso.

Esa misma tarde, trasladé mis cosas a lo de Felipe. Me recibió sin la menor emoción, como si hubiera estado esperándome desde siempre.