XVI
Llegaron casi a la vez. Airam bajó de un taxi en el momento en que Maciel sacaba las llaves. Se tomó unos segundos para observarla mientras el conductor contaba el dinero del vuelto. Pensó en Sancho, en los días radiantes y también en la oscuridad de su agonía. Fue todo lo que vino a su mente. Arrastraba todavía el cansancio de tantas noches en vela que no había podido recuperar durante aquel último mes en lo de Felipe. Abrió la puerta del coche y descendió con la mayor parsimonia, permitiéndose acomodar el espíritu a las circunstancias.
Maciel giró cuando el coche se puso en marcha. Quedaron un instante mirándose, un instante imperceptible en el que, sin embargo, cabía una contemplación profunda. El mundo pareció quedar suspendido mientras Airam avanzaba y Maciel extendía una sonrisa franca de bienvenida. Se dieron un beso cortés, impregnado por la timidez que da el desconcierto.
– Gracias -dijo Maciel.
– Sabes que no hay nada que agradecer. Lo hago con gusto.
– También fue tu casa.
– Un poco, sí. ¿Cómo estás?
Maciel largó una carcajada que quiso ser divertida pero sonó cruel. Empujó la puerta mientras respondía.
– Gorda.
Una bocanada de humedad les azotó la cara. Estaba oscuro. Maciel descorrió las cortinas y se quedó pegada al ventanal. Airam se paseaba entre los muebles cubiertos por fundas amarillentas, tocaba los adornos y se sacudía el polvo de las manos. Estuvieron un buen rato sin animarse a hablar, separadas por la incertidumbre de no saber en qué las había transformado la vida durante aquellos años.
– Está todo igual, Maciel. ¿Cuánto hace…?
– Añares. No volví desde lo de la tía. ¿Supiste?
– ¿Murió aquí?
Maciel pareció recuperarse algo del primer impacto. Quitó la funda de uno de los silloncitos de Dolores y le hizo señas a Airam para que la acompañara.
– De pura tristeza, Airam. ¿Viste a alguien morir de tristeza? Así fue.
– Pensé que se habría espantado por alguna locura de ustedes. Porque mirá que eran terribles.
– Viola ya no estaba. Se fue a la India, o a no sé dónde.
– ¿?
– Hace meses que no hay noticias de ella.
– Pero, ¿dónde está?
– Supongo que en alguna montaña, orando, levitando, ¡bah!, nunca tuvo los pies en la tierra.
Airam sintió la primera punzada de dolor. Las recordó niñas, destrozando juguetes, peleándose por cualquier cosa, agotando la santa paciencia de Felicia, abandonadas, muy solas. Los pensamientos coincidieron.
– Tu madre sí que nos aguantaba.
Airam sonrió con dulzura. El espíritu suave de Felicia pareció deslizarse entre los muebles polvorientos con su delantal blanco para venir a servir el café junto a los ventanales.
– Si te digo que es de las pocas cosas buenas que recuerdo de esta casa… Lo único -pareció buscar la palabra exacta-, lo único tibio… Lástima que no haya tenido más suerte. ¿Ves? Si existiera Dios no se llevaría a gente como Felicia. En cambio, ahí tenés, Dolores sigue tan campante…
– No digas eso, Maciel. No creo que tenga mucho que ver quién muere antes.
– Pero hay personas que merecen vivir más que otras. ¿O vas a decirme que no? Tu madre era una santa, buena falta nos hizo a todos. No sé si esta familia hubiera terminado así si Felicia no…
– Entonces, me contabas de la señora Etelvina.
Maciel deshizo el camino de reproches en el que había entrado demasiado prematuramente. Hizo señas a Airam para que la siguiera. Fueron al dormitorio de Dolores. La cama estaba tendida. Maciel se sentó en el borde. Airam quedó recostada contra la pared, jugando con los frascos de perfume que había sobre la mesa de noche. Estaban vacíos o con el perfume reseco, de un amarillo intenso pegado a los bordes. Destapó uno y se lo llevó a la nariz. Despedía un olor rancio, de lo más desagradable. Airam recordó cuando Dolores se ponía aquellas gotas preciosas en milímetros elegidos del cuerpo.
– Tenía un novio.
– ¿Tu madre? -preguntó Airam sin la menor sorpresa.
Maciel repitió su carcajada.
– Dolores tendría uno, varios, qué sé yo. Pero te hablo de la tía. Como me estás oyendo, tenía un novio. ¡Y qué tipo! No vayas a creer que era un viejo de bastón. Se buscó uno como para jugar a la abuelita.
– ¿Lo conociste?
– ¿Si lo conocí? Tuve que hacerlo sacar por la policía. Un sinvergüenza.
Airam se deslizó por la pared y se sentó en el piso, junto a la cama. Este pequeño gesto de intimidad abrió un espacio conocido entre las dos. Recuperaron la atmósfera de la infancia, las horas compartidas en la cocina, los mimos simultáneos de Felicia. Volvieron a ser dos niñas contándose secretos.
– El tipo era de nuestra edad, un poco mayor. Venía cada sábado…
– ¡Por eso! -interrumpió Airam con un grito como si hubiera hecho un gran descubrimiento.
– Claro, por eso las mandaba a ustedes…
– ¿Y nunca pensó en volver a su casa?
– Ya llego, ya llego. Vas a ver. El tipo venía cada sábado y ni te cuento las fiestas que armaban -sonrió con picardía y Airam le devolvió la sonrisa-. Se encerraban aquí mismo y, ¡uh!, ardía Troya. Sí, sí. Así como la veías, sobre esta cama.
Se movió un poco y la cama le devolvió un chirrido de lo más ilustrativo.
– La cuestión es que no nos llevábamos bien. Yo quería que se fuera y me dejara en paz. Ya no quedaba nadie en la casa. Me molestaba, pobre vieja, aunque en realidad, nunca me hizo nada. No sé, era yo que no andaba bien. Le dije que sabía lo del tipo, la avergoncé todo lo que pude. ¿Te acordás de ella?
– Una lady.
– Se me fue la mano. No aguantó la humillación y se enfermó.
– ¿Y el hombre?
– Lo despidió. El tipo volvía cada semana, pero ya no subían. Se llevaba dinero, ¿entendés?
– Y ella, ¿por qué no se fue a su casa?
– Porque ya no tenía casa, no tenía nada más que las joyas que iba vendiendo.
– ¿Cómo?
– No le quedaba nada, Airam. Por eso no podía irse. Se fue deshaciendo de todo para mantener a ese miserable. Y así fue. Dejó de comer, no se cuidó. ¿A vos te parece que una persona puede elegir morirse?
El recuerdo de Sancho volvió a Airam.
– Airam…
– No creo, pero si la tristeza es fuerte…
– Eso fue todo. La cuidé hasta el final. Me vino una culpa terrible, imaginate.
– Pero no tuviste nada que ver. En el fondo le sacaste a ese canalla de encima.
– No del todo, no del todo. Muere la tía y a los pocos días se me aparece el sujeto reclamándome no sé qué. Me puse hecha una fiera. Estaba medio aturdida, todavía no me había repuesto y me cae el tipo con unas exigencias, diciendo que habría un testamento, que no fuera a pensar que iba a quedarme con todo. Mirá, no sé cómo me contuve para no apretarle el pescuezo. Lo saqué a empujones. Con este cuerpito, y enojada, meto miedo.
Airam sonrió. Era evidente que detrás de aquellas bromas, Maciel escondía heridas profundas. No se la veía feliz.
– Se quedó en el jardín gritando, tirando cosas contra las ventanas. Armó un escandalete de novela. Llamé a la policía.
– ¿?
– No volví a verlo. Esta gentuza es fácil de intimidar. Se aprovechó de la pobre vieja, le sacó hasta la última moneda, pero cuando vio que la cosa venía complicada, ¡zas! Se esfumó.
– Pero a tu tía la hizo feliz.
Maciel la miró sorprendida. Consideró brevemente esas palabras. Pensó en Mario, como pensaba cada día, todos los días.
– ¿Y vos creés que sirve una felicidad de mentira?
– Depende. Si le alegró la vida… -pensó un segundo-. En realidad, no lo sé.
Maciel había quedado absorta. Airam le chasqueó los dedos frente a la cara.
– ¿Pensabas?
– Que ésta es una familia de locos, eso pensaba. Vení, vamos a mi cuarto.