Atravesaron el corredor. A cada paso, algún detalle les traía recuerdos. Airam señaló el cuarto de Viola. Se asomaron desde la puerta. Las paredes estaban cubiertas por inscripciones relativas a la paz del espíritu. Una mancha de humedad impedía completar algunas frases. Maciel tironeó del brazo de Airam.
– ¿Aquí no vas a entrar?
– ¿Para qué? Casi no tenía muebles al final. Dormía en el piso. Andaba con unas sandalias zaparrastrosas. No sé qué le metieron en la cabeza. ¿Te dije que se fue siguiendo a un loco?
– Pero ¿no sabés nada de ella?
– Papá era el que recibía algún mensaje cada tanto. Para pedirle dinero, claro. Después desaparecía por meses.
Airam se conmovió ante la mención de Sancho. Durante el tiempo que habían compartido ni una vez supo de esta comunicación con Viola. Tampoco lo notaba angustiado por la suerte de la hija, como si se hubiera desentendido de ella mucho tiempo atrás y toda su responsabilidad se redujera a proveerla de dinero. Sintió pena por Viola, una pena casi maternal.
– ¿Y ahora? -preguntó.
– Ahora, con papá así, empezará a joderme a mí -se volvió de golpe-. Te conté de papá, ¿verdad? -pero antes de que Airam pudiera responder, ya estaba abriendo las ventanas de su dormitorio y hablando de cualquier otra cosa.
Una luz pesada inundó los pocos muebles, la silla reforzada, la heladerita. Maciel la acarició como a una mascota muerta.
– Tengo casi todo en mi apartamento nuevo. Esto no lo quise llevar. A veces la extraño, pero fue parte del cambio cuando me fui. Estoy en tratamiento, ¿sabés? Hay días en que me levanto y digo que hasta ahí llegué.
Voy a la cocina dispuesta a arrasar. Últimamente estoy logrando contenerme. Con ayuda de médico, ¿eh? No creas que de esto se sale así nomás. Y cuando llegue a un peso determinado, me operan. Sí, sí, así como oís. Me hacen un matambre con el estómago para que coma menos.
Airam se rió con ganas. A cada minuto sentía recuperar la antigua confianza, como si hubieran dejado de verse un par de días atrás.
– No me preguntes qué es porque ni yo quiero saber demasiado. Me pongo en manos del médico que es un bombón. Te lo voy a presentar algún día. ¿Te casaste, Airam?
– Ni una vez.
– Pero estás con alguien.
– Estuve.
– ¿Y?
– Ya no está.
– ¿Qué quiere decir "ya no está"?
– Es una historia larga, Maciel.
– ¿Y lo querías?
– Pensé que no, al principio. Tendría que ir mucho más atrás y contarte cómo fui rodando hasta ahora. Me recibí, ¿sabes? Soy escribana.
Maciel le dio un abrazo y unas palmadas en la espalda.
– Estás hecha un esqueleto, mujer. Pero, escribana, Airam, escribana. Me alegro. No sabes cuánto me alegro de que alguien haya podido llegar. ¿Te pusiste a pensar en tu madre? ¡El orgullo que sentiría esa mujer, por Dios! ¿Y Felipe?
– ¡Ah! Como siempre. No cambia más. Trabajando, cuidándome como si fuera una nena.
– No te quejes, Airam. Por lo menos alguien se preocupa.
– Sí, pero me gustaría que hiciera su vida.
– ¿Tampoco se casó?
– ¡Ni loco! Tiene terror a las mujeres.
– ¿No será…?
– ¿Felipe? No. Es complicado y nada más.
– ¿Y se llevaba bien con tu pareja?
– Nunca se conocieron.
– ¿Querés contarme, Airam? Mirá que si te hace mal…
– No, al contrario. No creo que haya alguien mejor para desahogarme.
Maciel agradeció y pensó que había sido una buena idea llamarla. Las dos necesitaban esa conversación. Descendieron las escaleras mientras Airam soltaba la tristeza.
– Era un hombre mayor. No pensé que iba a quererlo tanto, pero así son estas cosas. Uno entra por una puerta y cree que puede andar sin miedo, que la salida siempre va a estar cerca. Mentira. A veces no se puede salir. A veces, uno queda atrapado en una situación que ni siquiera imaginó al principio. Yo no pensé que iba a quererlo tanto. Tenía todo tan calculado, Maciel, como si los sentimientos fueran manejables. ¡Cómo me equivoqué!
– Pero tuvieron buenos momentos.
– ¿Buenos? ¡Maravillosos! Nunca fui más feliz. Creo que él tampoco. Y, sin embargo, era una relación loca, un disparate. Pero funcionó. No me preguntes qué hubiera sido si se hubiera prolongado. No sé. Lo único que puedo asegurarte es que ese hombre se fue lleno de amor.
– ¿Y vos?
– Aquí me quedé, con Felipe. Tratando de abrirme camino. Es una sensación rara, como si la vida estuviera empezando.
– ¿Tenés miedo?
– Estoy cansada. Quizás el miedo venga después. Por ahora, me abro a lo que sea. Pienso que en cualquier instante puede suceder algo, algo pequeño, insignificante, que dé un giro a las cosas. Pierdo un ascensor y me digo que en el próximo quizá venga algo nuevo. No me preguntes qué es eso. Si fuera creyente, te diría que me pongo en manos de Dios.
Entraron en la cocina y a ambas se les erizó la piel. Se tomaron de la mano. La mesa trajo un tropel de recuerdos. Cada una volvió a la silla que ocupaban en la infancia; el aire pareció llenarse de canela y miel, y la voz de Felicia canturreando mientras revolvía la leche sonó por un instante en el silencio inmenso. Maciel suspiró.
– Mis mejores recuerdos están aquí.
– También los míos. Las historias de Franco.
El semblante de Maciel se ensombreció y bajó la mirada.
– Te acordás de Franco, ¿no, Maciel?
– Claro, pero terminó muy mal. Prefiero no…
– Pero, vinimos a recordar.
– Fue terrible. Viola y yo vimos la discusión. Siempre las veíamos. Se odiaban, Airam. Somos hijas del odio, ¿te das cuenta? No tengo un solo recuerdo del menor gesto de afecto entre ellos. Decime para qué se juntaron entonces. Si cada uno terminó por su lado y mira lo que quedó de las hijas. Una drogada en el fin del mundo y la otra más sola que…
En este punto se detuvo y tomó aire. Fue el tiempo suficiente para reponerse y esquivar el recuerdo de Mario que se empecinaba en instalarse en su mente. Airam le acarició el brazo.
– Pero estás haciendo algo por tu vida.
– Sí, porque me enfermé. Verdaderamente me enfermé. El médico me dijo que era el tratamiento o nada. Pero no creas que tengo estímulo, Airam. Estoy completamente sola. Es el instinto de supervivencia lo que me salva. No tengo ni un perro al que rendir cuentas. No sé en qué estaba.
– Me contabas de Franco, de una discusión.
– ¡Ah, sí! Agárrate cuando te diga. Parece que Dolores y Franco… -hizo un gesto juntando los índices-. Papá se enteró. ¿Sabes cómo fue? Por una de las amiguitas de Dolores. La que venía con aquel gato estúpido, el de las moñitas, ¿te acordás? Viola y yo lo pateábamos cada vez que subía las escaleras. Bueno, la muy falluta le fue con el cuento a papá. Estaría detrás de él. No me extraña. Papá siempre fue el más buen mozo de todos. Por otra parte, Dolores no merecía mucho más. Seguro que ella se acostaba con el marido de alguna. Sí, sí, no me mires con cara de angelito. Vos la conocías tan bien como yo. Papá sabía que le ponía los cuernos, pero nunca le importó. El tenía sus cosas en otra parte, pero, por lo menos, no las traía a la casa. Creo que eso fue lo que más le dolió. Eso y que mamá se hubiera metido con el jardinero. Lo superó. Le dijo tanta cosa, Airam, tanto insulto. Mira, puta fue lo más suave, con eso te digo todo. Viola y yo estábamos ahí. Nos mirábamos a veces cuando no entendíamos alguna palabra. Papá se puso muy violento. Ella se burlaba y le hablaba de Franco. Se burlaba todo el tiempo y se limaba las uñas. Lo enfureció. Papá la dio vuelta de una cachetada. Viola y yo estábamos ahí. No sé qué habrá sentido ella, pero a mí me gustó que le pegara.
– Es horrible, Maciel.
– Esa noche papá volvió al campo. Le dejó un sobre con dinero para que lo despidiera. No quería encontrarlo a la vuelta. Y así fue. Yo lo lamenté mucho porque me divertía con Franco. Es casi el único recuerdo bueno que tengo de la infancia. Le hubiera dado otra cachetada a Dolores; siempre estropeándome la vida. ¿Cómo querés que pueda salir adelante? Porque si no tuviste una infancia más o menos feliz, ¿adónde vas a refugiarte, Airam? ¿De dónde sale la fuerza?