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Salía sin aclarar demasiado el destino ni la hora de regreso, daba tres o cuatro indicaciones superfluas y se iba segura de que la casa estaría en orden. Mamá le cubría las espaldas todo lo que su buena voluntad le permitía, pero cada tanto asomaba la mujer y entonces le venía una oleadita de algo parecido a la envidia, a querer ser como la otra, a tener la posibilidad de elegir todo, desde la ropa interior hasta el amante; y esas veces, mamá dejaba algún pequeño detalle suelto. No estoy segura de que lo hiciera adrede, más bien parecía la acción de una conciencia oculta, su lado oscuro que le afloraba apenas y le hacía olvidar, por ejemplo, una blusa con olor a habanos sobre la cama justo el viernes, justo el día en que volvía el señor.

Yo tendría unos once años y ya empezaba a entender que había juegos prohibidos en las relaciones del amor, que no todo se limitaba a las parejas convencionales, que el matrimonio solamente era una meta en las telenovelas, pero que, en la vida real, más bien parecía ser el comienzo del fin. La peculiar situación de mi crianza sin padre me había hecho una observadora aguda de los de mis compañeras. Me divertía detectar pequeñas grietas en matrimonios en apariencia perfectos, comprobar que no siempre era amor lo que unía a las parejas, que no todos los padres, por el mero hecho de serlo, se amaban, como pensaba en un principio. Esta constatación de la realidad me proporcionaba el refugio hacia el cual acudía cada vez que me venía la angustia de ser medio huérfana.

Una tarde, después de la merienda, sonó el teléfono. Era la señora para avisar que no volvería a cenar. Mamá asintió respetuosamente y no pudo reprimir un gesto de sorna apenas colgó. De inmediato organizó la cena para las gemelas y para mí; nos obligó a hacer la tarea y a darnos la ducha diaria. Noté que estaba impaciente. Nos mandó a la cama antes de lo habitual y se quedó refunfuñando mientras planchaba. Fregó, sacó lustre a los bronces, pasó un trapo a los muebles y acomodó los libros en la biblioteca; tareas poco frecuentes para esas horas. Parecía una madre a la espera de la hija la noche de su primer baile. Yo la miraba protegida por la penumbra de nuestra habitación y me preguntaba por qué andaba como loca, respirando como un fuelle descompuesto y con un mal humor evidente.

Cuando fue obvio que la señora tampoco iba a volver a dormir, apagó las luces de mala gana y se vino al cuarto hecha un ají. Hablaba sola. "Y de golpe, se me volvió puta, así nomás, puta. ¡Habrase visto! Con hijas y marido estar faltando a la casa. La culpa es de él, que le da todo. Si le apretara un poco las clavijas, no tanto viaje ni tanto trapo, ¡ah! te quiero ver mascarita, si tuvieras que trabajar para ganarte la vida no te quedarían ganas de andar jodiendo. Pero conmigo embroma poco. Yo la corto mañana mismo. Que el marido se aguante los cuernos es cosa suya, pero yo no voy a estar criando a las hijas y apañándole las porquerías, no, no, ¡qué esperanza!". Y siguió todo lo que duró su modesto ritual de acicalamiento antes de meterse en la cama.

Cuando desperté a la mañana, mamá estaba de pie junto a la ventana, mirando hacia el jardín. Las ojeras profundas delataban una noche en vela. Me quedé quieta en la cama, como hacía siempre, disfrutando de ese momento de intimidad, unidas en aquel humilde cuarto que era nuestro hogar. Vino a sentarse al borde de la cama y apoyó mi cabeza contra su pecho sin decir palabra, un ritual cotidiano desde donde aprendí a desarrollar la ternura. Era casi el único gesto dulce que mamá se permitía conmigo. Durante el día nos veíamos poco y, además, presiento que siempre tuvo miedo de crear lazos demasiado fuertes, como si anduviera por la vida temiéndole al desarraigo. Si la única certeza que había de un afecto era su pérdida, para qué aferrarse a él, parecía querer decirme con aquel amor controlado.

Nos sobresaltó el teléfono a una hora nada habitual. Saltamos sintiendo la punzada del desastre. Mamá corrió a atender, segura de que nada bueno vaticinaba aquel sonido fuera de tiempo. Volvió al minuto, pálida, serena, con la expresión estoica de haber cumplido con un santo deber.

– ¿Y? -pregunté inquieta.

– Y nada -me dijo, y trató de fingir indiferencia como si aquélla hubiese sido una noche como todas.

– Pero, ¿quién era?

– El señor -contestó mientras sacudía mi almohada, que era la señal de levantarme.

– ¿A esta hora?

– Pensó que había perdido la billetera, pero la dejó aquí. Lo malo es que anda sin documentos. Creo que esta vez vuelve antes -añadió con estudiada malicia.

No pude evitar la tentación de hacer la pregunta que me estaba quemando, una pregunta en apariencia inocente pero que contenía miles de palabras, juicios, prejuicios y opiniones; toda la historia tejida en una simple preguntita que la cazó al vuelo, una pregunta con la que le estaba avisando que ya entendía ciertas cosas y que me estaba poniendo grande.

– ¿Preguntó por la señora?

Mamá volvió a sonreír, pero esta vez no había malicia sino picardía, una comprensión de mujer a mujer que quizá le tomó toda una noche elaborar, una complicidad que, de alguna manera, la igualaba a la otra.

– Sí.

– ¿Y qué le dijiste, mamá?

– ¿Qué iba a decirle? Que estaba todo en orden y que no la llamaba porque, como él bien sabe, se despierta tarde.

Aquella solidaridad era otra muestra de su espíritu de leona. Mamá era una mujer noble. De sobra conocía los estragos del sufrimiento como para andar causándolo gratuitamente. Las ganas de ser otra operaban en ella de manera inversa: en lugar de incitarla a desear desventuras, le nacía admiración por los que habían logrado lo que a ella le quedaba tan lejos, y se dedicaba a cuidar de esta buena estrella ajena con tanto amor como si fuera propia.

La señora pasó a tener una aliada incondicional dentro de la casa. Mamá le apañaba la infidelidad con una lealtad de perro y una disposición absoluta que la hubiese convertido en la mejor amiga de no haber mediado el abismo social que ninguna de las dos pensaba cruzar. Jamás hablaron directamente del tema, pero bastaba una mirada de la señora para que mamá entendiera aquella luz, el brillo mágico que sólo podía significar una cosa. Entonces concentraba sus energías en ayudarla a prepararse para la cita: planchaba, lustraba calzado, ponía sales en el agua de la bañera, le quitaba a las gemelas de encima para que no estropearan la metamorfosis de la que la señora emergía convertida en una muñeca. Mamá no tenía demasiada experiencia en aquellos asuntos, pero cualquier mujer reconoce el resplandor de la piel cuando está "dispuesta". Aquello era un derroche de hedonismo y mamá se deleitaba en el goce de la otra, envuelta en una nube ambigua de tristeza y felicidad que la dejaba medio mareada por varias horas.

Fuera de la casa, el mundo no compartía la generosidad de mi madre. La señora estaba rodeada por un enjambre de supuestas amigas. No más que un grupo de mujeres a quienes el tiempo les sobraba y que dedicaban horas a chusmeríos baratos que en nada se diferenciaban las comidillas de barrio. La señora era, según el dudoso criterio de estas damas, una mujer afortunada: tenía marido buen mozo, con plata y lo suficientemente perfecto como para mandarse mudar de lunes a viernes y dejar la cancha libre. La buena suerte le había dado dos hijas de una sola vez, con lo que había cumplido en un único trámite con el asunto obligatorio de la maternidad, la deformidad del cuerpo, la pesadez de amamantar y el propio acto de parir, todo envuelto en el mismo paquete; mejor, imposible. Pero, además, la señora tenía algo que la volvía decididamente intolerable a los ojos de sus amigas: era hermosa. A juicio de mi madre, también era estúpida. De otro modo, no se entendía cómo podía andar desparramando sus intimidades entre aquella manga de brujas. Mientras limpiaba, mamá escuchaba al borde de la desesperación cómo la señora hablaba por teléfono y contaba a las otras sus proezas infieles y algunos detalles de alcoba que a mamá le provocaban ganas de arrancarle el tubo de la mano y partírselo en la cabeza. No podía entender cómo no se daba cuenta de que estaba cavando su propia fosa. No pasó mucho sin que la realidad le confirmara que estaba en lo cierto.