Unos meses después de que la cocinera se mandara mudar con el pollo azul, llegó a la casa un "hacelotodo" precedido de las mejores recomendaciones. Había servido como mayordomo de cruceros de lujo y traía referencias brillantes que lo habilitaban a hacer prácticamente cualquier tarea, desde desagotar graseras a preparar centros de mesa con flores cultivadas y escogidas por él mismo. "Una maravilla", decía la señora por teléfono a quien quisiera escuchar, y para colmo de perfección, mudo.
Franco Palma llegó con una única maleta de cuero desvencijada y cubierta de calcomanías superpuestas de todas partes del mundo. Poca cosa recuerdo de su apariencia, salvo que era un hombre altísimo, tan alto que bajaba la cabeza cada vez que entraba en la despensa, cuando ayudaba a mamá a guardar las conservas. Sus rasgos se me han desdibujado, pero basta pensar en él para que un olor penetrante a aceite de coco se me meta por la nariz. Varias veces me desperté sudando tras una pesadilla recurrente en la que Franco Palma aparecía desnudo, mirándome con los ojos desorbitados y la boca abierta en un grito sordo. Entonces, hacía lo que tantas veces, respiraba hondo para disfrutar del alivio de haber vuelto de un mal sueño. Cuando creía que estaba a salvo, me venía ese olor a cocos y ya no podía volver a dormir.
Tengo bien presente el día de su llegada porque mamá fue otra a partir del instante en que él se presentó con una reverencia de lo más cómica y aquellos ademanes exagerados que después pude comprender. Nadie nos había advertido que iba a venir, así que mamá lo tuvo un buen rato sin abrirle la puerta hasta que logró ubicar al señor en la estancia y confirmó lo que Franco Palma ya nos había explicado en una notita escrita ahí mismo. De todos modos, no era cuestión de darle confianza a un extraño. Mamá sacó a relucir un aire de dueña de casa que a mí me sorprendió, lo guió hasta su dormitorio, le explicó las reglas de la familia como un general a la tropa y le advirtió que a la menor falta tendría que comunicárselo a los patrones. Franco Palma la escuchó con aire divertido, fingiendo una solemnidad respetuosa, volvió a hacer su reverencia y se dispuso a desempacar.
Mamá salió de la habitación echando chispas, tropezándose conmigo sin verme, y refunfuñando vaya a saber Dios qué maldiciones.
Esa mañana la noté dispersa, con un ojo puesto en la crema de vainilla y otro en la puerta de la habitación desde donde Franco Palma se asomó antes del mediodía, recién bañado, con ropa de fajina y su inconfundible olor a aceite de coco. La piel de los brazos le brillaba. Mamá lo vio justo en el momento en que la crema empezaba a hervir. Puso cara de mala, pero no pudo evitar que su blusa delatara la respiración acelerada. Yo hacía mis deberes sobre la mesa de la cocina. La reacción de mi madre me provocaba más asombro que la novedad de un hombre en la casa.
– ¡Ah! Ya está pronto, sabrá qué hacer, supongo -le dijo con una dureza exagerada.
Franco Palma asintió con una sonrisa y yo me afané en buscarle aquel defecto que a mi madre sacaba de quicio. En vano; era un tipo encantador. De inmediato salió al jardín y puso manos a la obra. En un santiamén desmalezó los canteros y llenó una gran bolsa con yuyos y pinocha seca. Mamá lo observaba a través de la ventana y machacaba con saña una lechuga que, finalmente, tuvo que tirar a la basura porque quedó hecha un puré verde que de ninguna forma podía pasar por ensalada. Cuando llegó la señora, le reprochó tímidamente que no le hubiera avisado del nuevo empleado, que había que tener cuidado con meter un hombre en una casa con niños y otras prevenciones que la señora iba olvidando a medida que escuchaba.
Mamá sirvió la cena como de costumbre: un caldo para la señora en el dormitorio, hamburguesas para las gemelas y un buen churrasco con puré para el servicio que, extrañamente, en aquella casa, se alimentaba mejor que los patrones. Fue la primera vez que compartí la mesa con un hombre. Ya empezaba a sentir curiosidad por aquella otra mitad del mundo poblada por seres peludos de los que solamente tenía la certeza del abandono. Quizá por eso lo primero que me vino a la mente cuando vi a Franco Palma llevarse un trozo de carne a la boca y hacerle a mamá un gesto de aprobación que ella fingió no notar, fue que aquello duraría poco. Por regla natural, aquel hombre estaba predestinado a marcharse.
Los días que siguieron fueron pura novedad y no sólo para mí, que observaba a Franco Palma como si se tratara de un marciano. Todo en la casa cambió. Para empezar, el jardín, hasta ese entonces una selva triste, sin la menor gracia, apenas coloreado por una glicina que nadie podaba y que florecía por pura obstinación. Franco Palma se sentía tan a gusto entre las plantas que se levantaba antes del alba y ya estaba con su camisa remangada y el pantalón doblado a media pierna, devolviendo a la tierra aquella negrura brillante desde donde empezaban a florecer las primeras petunias. Trajo almácigos de corales, alegrías y portulacas y llenó los canteros con tal gracia que a los pocos días aquello era un carnaval de colores. También plantó una santa rita, un tallito insignificante que ató con alambres a un caño de la luz y que causó la burla de mi madre.
Cuando trabajaba en el jardín, Franco Palma volvía con hambre de lobo. Mamá se complacía secretamente en reconocer aquel apetito atroz y tenerle pronta una ración doble de almuerzo. Era una comunicación silenciosa que los ligaba con la exquisita sutileza de los primeros fulgores del enamoramiento. Por la noche, Franco Palma regresaba al jardín para regar, y entonces se colaba el olor fresco de la tierra húmeda mezclado con aceite de coco que entraba por la ventana y llegaba hasta nuestro dormitorio. Mamá permanecía despierta hasta tarde, se probaba la ropa de la señora, volvía a la cama pero no lograba dormir.
En la casa estábamos encantados con el nuevo empleado, incluido el señor, que espació sus regresos del campo con el pretexto de que le daba tranquilidad que hubiera alguien que cuidara de su familia mientras él le dedicaba más tiempo al trabajo. Claro que, a veces, exageraba un poco, como aquel mes entero en que no se le vio el pelo. La señora pasaba mejor sin él, así que también le vino bien ese súbito amor de su marido por la tierra. Tampoco se molestó cuando una de sus amiguitas le trajo el cuento de que lo habían visto con otra; fingió una indignación políticamente correcta, esa noche se arregló más linda que nunca y no regresó a dormir. El único que no parecía cómodo era Felipe. A nadie le resultó extraña la hosquedad con que saludó a Franco Palma cuando llegó el viernes, como de costumbre, y se lo encontró vaciando un tazón de café con leche. Felipe tenía fama de raro, de pocas pulgas y menos palabras; apenas cabeceó como respuesta a la presentación formal que hizo mi madre, se metió en nuestra pieza y casi no salió hasta el lunes por la mañana.
En vano intentó Franco Palma ganarse su amistad. Hasta le hizo un barquito con palillos de madera y retazos de tela, pero Felipe no tenía vueltas entonces, como no las tiene ahora. Si alguien no le cae en gracia, no hace el menor esfuerzo por disimularlo, se vuelve una mula y apenas deja espacio para las normas elementales de urbanidad. A mí me resultaba divertido observarlos cuando desayunaban solos, uno a cada lado de la mesa, cada cual hundido en una forma personal del no hablar: lo de Franco era mudez; lo de Felipe, mutismo. Ahora veo que Felipe, estimulados sus mecanismos de defensa por el amor desproporcionado que tenía por mi madre, se dio cuenta antes que nadie de que aquel hombre era una amenaza.
Los primeros recuerdos que me llegan de esa época vienen asociados a los cuentos de mar que Franco Palma hacía durante la cena. A falta de palabras, se las ingeniaba con dibujos, objetos que iba tomando de aquí y allá, la expresividad de sus ojos y aquellas manazas que azotaban el aire como aspas de molino. Con el tiempo, fuimos acostumbrándonos a su lenguaje pintoresco y logramos una comunicación bastante fluida. Felipe se negó a entender. Ponía el pretexto de que, por estar menos tiempo en la casa, no terminaba nunca de aprender el significado de aquella pantomima. Por otra parte, decía, no le interesaba en lo más mínimo enterarse de las andanzas del mudo, como lo llamaba con un dejo de desprecio. Pero mamá y yo nos deleitábamos en la observación atenta de los gestos para ir desmadejando el hilo de las historias pobladas de turistas ricos, jubilados en el cumplimiento del sueño de una vida, parejas hechas y deshechas en alta mar, todo en un entorno mágico de luces, música y olor a sal. Nobleza obliga decir que yo me divertía mirándolo, pero sólo entendía los gestos elementales. El resto me lo contaba mamá antes de dormirnos y estoy segura de que su imaginación enamorada enriquecía el relato con detalles que dudo hubiera podido descifrar.