Me sonrió otra vez sin ninguna calidez, con esa ensayada sonrisa sentenciosa de policía. Sus ojos castaños eran tan oscuros que no distinguía la línea entre el iris y la pupila. Como ojos de tiburón, no parecían contener ni reflejar ninguna luz.
– Ni siquiera vale la pena explicar lo ridículo que es esto, pero para empezar puede hablar con la juez y descubrirá que ni siquiera estaba considerado para esto.
– Eso dice usted. Pero no se preocupe, lo verificaremos.
– Como quiera. Ahora haga el favor de salir de aquí o llamaré a la juez.
El detective retrocedió de la mesa y cogió la chaqueta de la silla. Se la llevó en la mano en lugar de ponérsela. Levantó una carpeta de la mesa y la empujó contra mi pecho hasta que la cogí.
– Aquí tiene uno de sus nuevos expedientes, abogado. No se atragante con él.
Cruzó el umbral y su compañero fue tras él. Los seguí fuera de la oficina y decidí tratar de reducir la tensión. Tenía la sensación de que no sería la última vez que los veía.
– Miren, detectives, siento que sea así. Trato de mantener buenas relaciones con la policía y estoy seguro de que podemos arreglar algo. Pero en este momento mi obligación es con los clientes. Ni siquiera sé lo que tengo aquí. Deme un poco de tiempo para…
– No tenemos tiempo -dijo el hombre más mayor-. Perdemos impulso y perdemos el caso. ¿Entiende en lo que se está metiendo aquí, abogado?
Lo miré un momento, tratando de entender el significado oculto detrás de la pregunta.
– Eso creo, detective. Sólo he estado trabajando en casos durante unos dieciocho años, pero…
– No estoy hablando de su experiencia. Estoy hablando de lo que ocurrió en ese garaje. Quien mató a Vincent estaba esperándolo allí; sabía dónde estaba y cómo llegar a él. Le tendieron una emboscada.
Asentí como si comprendiera.
– Yo, en su lugar -añadió el detective-, tendría cuidado con uno esos nuevos clientes suyos. Jerry Vincent conocía a su asesino.
– ¿Y cuando él era fiscal? Mandó a gente en prisión. Quizás uno de…
– Lo comprobaremos. Pero eso fue hace mucho tiempo. Creo que la persona que estamos buscando está en esos archivos.
Dicho esto, él y su compañero se encaminaron hacia la puerta.
– Espere -dije-. ¿Tiene una tarjeta? Deme una tarjeta.
Los detectives pararon y volvieron. El más mayor sacó una tarjeta de bolsillo y me la dio.
– Salen todos mis números.
– Déjeme saber qué terreno piso aquí y le llamaré y arreglaremos algo. Ha de haber una forma de que cooperemos sin poner en peligro los derechos de nadie.
– Lo que usted diga, el abogado es usted.
Asentí y leí el nombre de la tarjeta: Harry Bosch. Estaba seguro de que no conocía al hombre de antes; sin embargo, él había empezado la confrontación diciendo que sabía quién era yo.
– Mire, detective Bosch -dije-. Jerry Vincent era un colega. No éramos muy íntimos, pero éramos amigos.
– ¿Y?
– Y, en fin, buena suerte. Espero que resuelva el caso.
Bosch asintió con la cabeza y noté algo familiar en ese gesto físico. Quizá sí nos conocíamos.
Se volvió para seguir a su compañero fuera de la oficina.
– ¿Detective?
Bosch se volvió otra vez hacia mí.
– ¿Nos hemos encontrado antes en un caso? Creo que lo conozco.
Bosch sonrió con mucha labia y negó con la cabeza.
– No -dijo-. Si hubiera sido en un caso, me acordaría.
7
Al cabo de una hora me hallaba tras el escritorio de Jerry Vincent, con Lorna Taylor y Dennis Wojciechowski sentados enfrente de mí. Estábamos comiendo nuestros sandwiches y a punto de revisar lo que habíamos reunido de una inspección preliminar de la oficina y los casos. La comida era buena, pero nadie tenía demasiado apetito, algo natural considerando dónde estábamos sentados y lo que había ocurrido al predecesor de la oficina.
Había enviado a Wren Williams temprano a casa. La secretaria de Jerry Vincent había sido incapaz de parar de llorar y de oponerse a que yo tomara el control de los casos de su difunto jefe. Decidí derribar la barricada mejor que rodearla constantemente. Lo último que preguntó antes de que la acompañara a la puerta era si iba a despedirla. Le dije que el jurado todavía tenía que decidirlo, pero que tenía que presentarse al trabajo como de costumbre al día siguiente.
Con Jerry Vincent muerto, y después de que Wren Williams se hubiera ido, habíamos estado dando palos de ciego hasta que Lorna averiguó el sistema de archivo y empezó a sacar los expedientes de casos activos. A partir de las anotaciones de cada expediente, Lorna había logrado empezar a reconstruir un calendario de litigios, el componente clave en la vida profesional de cualquier abogado de juicios. Una vez preparado un calendario rudimentario, empecé a respirar un poco mejor; hicimos una pausa para comer y abrimos los envases de los sandwiches que Lorna había traído de Dusty's.
El calendario de litigios era muy llevadero. Había unas pocas comparecencias, pero resultaba obvio que Vincent estaba manteniendo el camino despejado en preparación para el juicio de Walter Elliott, programado para que empezara con la selección del jurado al cabo de nueve días.
– Bueno, empecemos -dije, con la boca todavía llena con el último bocado-. Según el calendario que hemos montado, longo una sentencia dentro de cuarenta y cinco minutos. Así que estaba pensando que podríamos tener una discusión preliminar ahora, y luego dejaros a los dos mientras voy al tribunal. Cuando vuelva podemos ver hasta dónde hemos llegado antes de que Cisco y yo salgamos y empecemos a ir puerta por puerta.
Ambos asintieron, todavía masticando los sandwiches. Cisco tenía arándanos en el bigote, pero no lo sabía.
Lorna estaba tan arreglada y tan guapa como siempre. Era una rubia despampanante, con unos ojos que te hacían pensar que eras el centro del universo cuando te miraban a ti. Nunca me cansaba de eso. La había mantenido en nómina todo el año que estuve fuera. Podía permitírmelo con el pago del seguro y no quería correr el riesgo de que estuviera trabajando para otro abogado cuando me llegara el momento de volver al trabajo.
– Empecemos con el dinero -dije.
Lorna asintió con la cabeza. En cuanto hubo terminado de reunir los expedientes de los casos activos y me los hubo dado, siguió con las cuentas bancarias, quizá la única cosa tan importante como el calendario de litigios. Las cuentas nos dirían más que cuánto dinero tenía en sus arcas la firma de Vincent: nos daría un conocimiento de cómo manejaba su negocio unipersonal.
– Muy bien, buenas y malas noticias sobre el dinero -dijo-. Tiene 38.000 en la cuenta operativa y 129.000 en la cuenta de fideicomiso.
Silbé. Eso era mucho dinero en fideicomiso. El dinero que se recibe de los clientes va a la cuenta de fideicomiso. Al ir haciéndose el trabajo para cada cliente, se factura contra la cuenta de fideicomiso y el dinero se transfiere a la cuenta operativa. A mí siempre me gusta tener más dinero en la cuenta operativa que en la de fideicomiso, porque una vez que se mueve a aquélla, el dinero es mío.
– Hay una razón para que esté tan asimétrico -dijo Lorna, captando mi sorpresa-. Acaba de ingresar un cheque d cien mil dólares de Walter Elliot. Lo depositó el viernes.
Asentí y di un golpecito en el calendario improvisado que tenía sobre la mesa, delante de mí. Estaba dibujado en una libreta grande. Loma tendría que salir y comprar un calendario real cuando tuviera ocasión. También tendría que introducir todas las citas judiciales en mi ordenador y en un calendario on-line. Finalmente, y como no había hecho Jerry Vincent, lo copiaría todo en una cuenta de almacenamiento de datos externa.