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– Pero va a quedarse con sus casos, ¿no?

Haciéndole una seña para que se apartara de en medio, me acerqué a la puerta de mi coche.

– ¿Quién le ha dicho eso?

– Nuestro periodista de tribunales consiguió una copia d la orden de la juez Holder. ¿Por qué le escogió el señor Vincent? ¿Eran buenos amigos?

Abrí la puerta.

– Oiga, ¿cómo se llama?

– Jack McEvoy. Me ocupo de la crónica policial.

– Buena suerte, Jack. Pero no puedo hablar de eso ahora. Si quiere darme una tarjeta, le llamaré cuando pueda hablar.

No hizo amago de ir a darme una tarjeta ni de indicar que entendía lo que acababa de decirle. Simplemente me hizo otra pregunta.

– ¿La juez le ha impuesto una orden de silencio?

– No, no me ha impuesto una orden de silencio. No puedo hablar con usted porque no sé nada, ¿de acuerdo? Cuando tenca algo que decir, lo diré.

– Bueno, ¿puede decirme por qué asume los casos de Vincent?

– Ya conoce la respuesta. Me designó la juez. Ahora he de ir al tribunal.

Me metí en el coche, pero dejé la puerta abierta mientras giraba la llave de contacto. McEvoy apoyó el codo en el techo y se inclinó para continuar con su intento de entrevista.

– Mire -dije-. He de irme, así que haga el favor de retirarse para que pueda cerrar la puerta.

– Esperaba que pudiéramos hacer un trato -dijo rápidamente.

– ¿Un trato? ¿Qué trato? ¿De qué está hablando?

– De información. Tengo oídos en el departamento de policía y usted tiene oídos en el tribunal. Sería una calle de doble sentido. Me cuenta lo que oye y yo le cuento lo que oigo. Tengo la sensación de que éste va a ser un gran caso. Necesito toda la información que pueda conseguir.

Me volví y lo miré un momento.

– Pero la información que usted me dé terminará en el periódico al día siguiente. Puedo esperar y leerla.

– No toda la información se publica. Hay cosas que no se pueden publicar, aunque sepas que son verdad.

Me miró como si me estuviera transmitiendo un gran elemento de sabiduría.

– Tengo la sensación de que se enterará de las cosas antes que yo -dije.

– Me arriesgaré. ¿Trato?

– ¿Tiene una tarjeta?

Esta vez sacó una tarjeta del bolsillo y me la pasó. La cogí entre los dedos y coloqué las manos en el volante. Levanté la tarjeta y la miré. Supuse que no me vendría mal tener una línea de información interna en el caso.

– Muy bien, trato.

Le hice de nuevo una señal para que se apartara y cerré la puerta; luego arranqué el coche. Seguía allí. Bajé la ventanilla.

– ¿Qué? -pregunté.

– Sólo recuerde que no quiero ver su nombre en otros periódicos o en la tele diciendo cosas que yo no conozco.

– No se preocupe, sé cómo funciona.

– Bien.

Metí la marcha atrás, pero pensé en algo y mantuve el pie en el freno.

– Permita que le haga una pregunta. ¿Conoce bien a Bosch, el investigador jefe del caso?

– Sé quién es, pero la verdad es que nadie lo conoce bien. Ni siquiera su compañero.

– ¿Cuál es su historia?

– No lo sé. Nunca lo pregunté.

– ¿Es bueno?

– ¿ Resolviendo casos? Muy bueno. Creo que lo consideran uno de los mejores.

Asentí y pensé en Bosch, el hombre con una misión.

– Cuidado.

Di marcha atrás. McEvoy me gritó en cuanto puse el coche en Drive.

– Eh, Haller, me gusta la matrícula.

Lo saludé con la mano por la ventanilla mientras bajaba por la rampa. Traté de recordar cuál de los Lincoln llevaba y qué ponía en la matrícula. Tengo una flota de tres Town Car que me quedaron de cuando tenía un montón de casos. Pero había usado los coches con tan poca frecuencia en el último año que había puesto los tres en rotación para mantener los motores a punto y que no juntaran polvo. Supongo que formaba parte de mi estrategia de retorno. Los coches eran duplicados exactos, salvo por las placas de matrícula, y no estaba seguro de cuál conducía.

Cuando llegué a la cabina del aparcamiento y le entregué el tíquet vi una pantallita de vídeo junto a la caja registradora. Mostraba la imagen de una cámara localizada a un par de metros de mi coche. Era la cámara de la que me había hablado Cisco, diseñada para grabar el parachoques trasero y la placa de matrícula.

En la pantalla vi mi propia matrícula personalizada.

LOS SACO

Sonreí. Los saco, claro. Me dirigía al tribunal para reunirme ron uno de los clientes de Jerry Vincent por primera vez. Iba a estrecharle la mano y lo iba a sacar de allí para mandarlo directamente a prisión.

9

Judith Champagne estaba en el estrado del juez escuchando mociones cuando entré en su tribunal con cinco minutos de adelanto. Había otros ocho abogados haciendo tiempo, esperando su turno. Apoyé mi mochila de ruedas contra la barandilla y le susurré al actuario que había venido para ocuparme de la sentencia de Edgar Reese en lugar de Jerry Vincent. Me contó que la lista de pedimentos de la juez era larga, pero que Reese sería el primero en salir para oír su sentencia en cuanto 68 éstos se acabaran. Le pregunté si podía ver a Reese y el actuario se levantó y me condujo por la puerta de acero que había detrás de su escritorio al calabozo contiguo al tribunal. Había tres prisioneros en la celda.

– ¿Edgar Reese? -dije.

Un hombre blanco, pequeño y de complexión fuerte se acercó a los barrotes. Vi los tatuajes carcelarios que le llegaban al cuello y me sentí aliviado. Reese iba a ir a un lugar que ya conocía. No tendría que sostener la mano de un primerizo con los ojos como platos. Eso me facilitaba las cosas.

– Me llamo Michael Haller y voy a sustituir a su abogado hoy.

No creía que tuviera sentido explicar a ese tipo lo que le había ocurrido a Vincent. Sólo conseguiría que Reese me planteara un montón de preguntas, y yo no tenía tiempo ni conocimiento para responderlas.

– ¿Dónde está Jerry? -preguntó Reese.

– No ha podido venir. ¿Está preparado para esto?

– Como si tuviera elección.

– ¿Jerry habló de la sentencia cuando llegó al acuerdo?

– Sí, me lo dijo. Cinco años en estatal, a los tres en la calle ton buena conducta.

Más bien cuatro, pero no iba a entrar en eso.

– Vale, bien, la juez está terminando algo ahí y luego le sacarán a usted. El fiscal le leerá un poco de jerigonza legal, usted responderá que sí, que lo entiende, y a continuación la juez le leerá la sentencia. Quince minutos, entrar y salir.

– No me importa cuánto tarde. No he de ir a ninguna parte.

Asentí y lo dejé allí. Llamé suavemente a la puerta metálica para que lo oyera el agente -los alguaciles del condado de Los Ángeles son agentes del sheriff-, y con la esperanza de que con un poco de suerte no lo oyera la juez. Me dejó salir y me senté en la primera fila de la galería. Abrí la bolsa y saqué la mayor parte de los archivos, dejándolos en el banco a mi lado.

El archivo de encima era el de Edgar Reese, y yo ya lo había revisado en preparación para la sentencia. Reese era uno de los clientes repetitivos de Vincent, y éste era un caso de drogas habitual. A Reese, vendedor que consumía su propio producto, lo habían pillado en una venta a un cliente que trabajaba de confidente policial. Según la información de los antecedentes del caso incluida en el expediente, el informante se concentró en Reese porque ya habían tenido un encontronazo. Previamente, el confidente le había comprado cocaína a mi cliente y había comprobado que éste la había cortado demasiado con laxante de bebé. Era un error frecuente que cometían los camellos que también consumían. Cortaban demasiado el producto, incrementando así la cantidad que les quedaba para consumo personal pero diluyendo los efectos del polvo que vendían. Era una mala práctica comercial, porque granjeaba enemigos. Un consumidor que trata de salvarse de una acusación cooperando con la policía está más inclinado a tender una trampa a un camello que no le gusta que a uno que le gusta. Esta era la lección comercial que Edgar Reese tendría que aprender en los siguientes cinco años en la prisión estatal.