– ¿Haciendo qué?
– De chófer. Te pagaré quince pavos la hora por llevarme y otros quince contra tu tarifa. ¿Qué te parece?
Hubo un momento de silencio antes de que Henson respondiera con voz complaciente.
– Eso está bien. Allí estaré.
– Bien. Te veo entonces. Sólo recuerda una cosa, Patrick: has de estar limpio. Si no lo estás, lo sabré. Créeme, lo sabré.
– No se preocupe. Nunca volveré a esa mierda. Esa mierda me ha jodido la vida a base de bien.
– Vale, Patrick, te veré mañana.
– Eh, oiga, ¿por qué está haciendo esto?
Vacilé antes de responder.
– La verdad es que no lo sé.
Colgué el teléfono y me aseguré de apagarlo. Volví a la sala del tribunal preguntándome si estaba haciendo algo bueno o cometiendo la clase de error de la que iba a arrepentirme.
Justo a tiempo. La juez terminó con el último pedimento en el momento en que yo volvía a entrar. Vi a un ayudante de fiscal del distrito llamado Don Pierce sentado a la mesa de la acusación, preparado para empezar con la sentencia. Era un ex marine que mantenía el pelo corto y era uno de los regulares de la hora del cóctel en el Four Green Fields. Puse rápidamente todas las carpetas en mi mochila con ruedas y la arrastré hasta la mesa de la defensa.
– Bueno -dijo la juez-. Veo que el Llanero Solitario cabalga de nuevo.
Lo dijo con una sonrisa y yo también sonreí.
– Sí, señoría. Me alegro de verla.
– No lo había visto en un tiempo, señor Haller.
El tribunal en sesión no era el lugar para decirle dónde había estado. Me ceñí a dar respuestas cortas. Abrí las manos como si presentara mi nuevo yo.
– Lo único que puedo decir es que he vuelto, señoría.
– Me alegro. Vamos a ver, está aquí en lugar del señor Vincent, ¿es correcto?
Lo dijo con un tono de rutina. Me di cuenta de que no sabía nada de la muerte de Vincent. Sabía que podía mantener el secreto y superar la sentencia con ello, pero luego la juez oiría la noticia y se preguntaría por qué no se lo había dicho. No era una buena forma de mantener a un juez de tu lado.
– Desafortunadamente, señoría -dije-, el señor Vincent falleció anoche.
Las cejas de la juez se arquearon en señal de asombro. Había sido fiscal mucho tiempo antes de ser juez durante otra larga temporada. Estaba conectada con la comunidad legal y muy probablemente conocía bien a Jerry Vincent. Le había asestado un mazazo.
– Oh, Dios mío, ¡era tan joven! -exclamó-. ¿Qué ocurrió?
Negué con la cabeza como si no lo supiera.
– No fue una muerte natural, señoría. La policía está investigando y no sé mucho salvo que lo encontraron anoche en mi coche, en el garaje de su oficina. La juez Holder me ha llamado hoy y me ha designado abogado sustituto. Por eso estoy aquí por el señor Reese.
La juez bajó la mirada y se tomó un momento para superar el shock. Me sentí mal por ser el mensajero. Me agaché y saqué la carpeta de Edgar Reese de mi mochila.
– Siento mucho oír eso -dijo finalmente la juez.
Asentí en señal de acuerdo y esperé.
– Muy bien -dijo la juez después de un largo momento-. Saquemos al acusado.
Jerry Vincent no cosechó más retrasos. Si la juez tenía sospechas sobre Jerry o la vida que llevaba, no lo mencionó. Pero la vida continuaría en el edificio del tribunal penal. Las ruedas de la justicia rechinarían sin él.
10
El mensaje de Lorna Taylor era breve y conciso. Lo recibí en el momento en que encendí el teléfono después de salir del tribunal y ver cómo condenaban a Edgar Reese a cinco años. Me dijo que acababa de contactar con la secretaria de la juez Holder a fin de obtener la orden judicial que el banco requería antes de poner el nombre de Lorna y el mío en las cuentas bancadas de Vincent. La juez había accedido a redactar la orden y yo podía recorrer el pasillo hasta su despacho para recogerla.
La sala estaba otra vez oscura, pero la secretaria de la presidenta del tribunal estaba en su puesto al lado del estrado. Todavía me recordaba a mi profesora de tercer grado.
– ¿Señora Gilí? -dije-. Vengo a recoger una orden de la juez.
– Sí, creo que todavía la tiene en el despacho. Iré a mirar.
– ¿Hay alguna posibilidad de que pueda entrar y hablar con ella unos minutos?
– Bueno, está con alguien en este momento, pero lo comprobaré.
La señora Gilí se levantó y recorrió el pasillo situado detrás de su puesto. En el extremo del mismo estaba la puerta del despacho de la juez y observé que Michaela Gilí llamaba una vez antes de que le dieran permiso para pasar. Cuando la secretaria abrió la puerta, vi a un hombre sentado en la misma silla en la que yo me había sentado unas horas antes. Lo reconocí: era el marido de la juez Holder, un abogado de casos de lesiones llamado Mitch Lester. Lo reconocí de la fotografía de su anuncio. Cuando se dedicaba a la defensa penal habíamos compartido en cierta ocasión la contracubierta de las Páginas Amarillas, con mi anuncio en la mitad superior y el suyo en la inferior. Lester no había trabajado en casos penales en mucho tiempo.
Al cabo de unos minutos, la señora Gill salió con la orden judicial que yo necesitaba. Pensaba que esto significaba que no iba a ver a la magistrada, pero la secretaria me dijo que me dejaría pasar en cuanto la juez terminara con su visita.
No era tiempo suficiente para continuar con mi revisión de los archivos que llevaba en la mochila con ruedas, así que paseé por la sala mirando a mi alrededor y pensando en lo que iba a decirle a la juez. En el escritorio vacío del alguacil vi la hoja del calendario de la semana anterior. Conocía los nombres de vanos de los abogados enumerados que tenían hora para vistas de emergencia y pedimentos. Uno de ellos era Jerry Vincent en representación de Walter Elliott. Probablemente había sido una de las últimas comparecencias de Jerry en el tribunal.
Después de tres minutos oí un tono de campana y la señoril Gilí me dijo que podía pasar al despacho de la juez.
Cuando llamé a la puerta, fue Mitch Lester quien abrió. Sonrió y me invitó a pasar. Nos estrechamos la mano y remarcó que acababa de enterarse de lo ocurrido a Jerry Vincent.
– Este mundo da miedo -dijo.
– Puede darlo -aseveré.
– Si necesitas ayuda en algo, házmelo saber.
Salió del despacho y yo ocupe el asiento enfrente de la juez.
– ¿Qué puedo hacer por usted, señor Haller? ¿Recibió la orden del banco?
– Sí, recibí la orden, señoría. Gracias por eso. Quería ponerle un poco al día y preguntarle una cosa.
La juez se quitó unas gafas de lectura y las dejó sobre la mesa.
– Adelante, pues.
– Bueno, quería hablarle sobre la actualización. Las cosas están yendo un poco lentas porque empezamos sin calendario. Tanto el portátil de Jerry Vincent como su calendario en papel desaparecieron después de que lo mataran. Hemos tenido que elaborar un nuevo calendario después de sacar los casos activos. Creemos que lo tenemos bajo control y, de hecho, acabo de venir de una sentencia en la sala de la juez Champagne en relación con uno de los casos. Así que no nos hemos perdido nada.
La juez no parecía impresionada por los esfuerzos realizados por mi equipo y por mí.
– ¿De cuántos casos activos estamos hablando? -preguntó.
– Ah, parece que son treinta y un casos activos, bueno, treinta ahora que me he ocupado de la sentencia. Ese caso está hecho.
– Así pues, diría que ha heredado un bufete próspero. ¿Cuál es el problema?
– No estoy seguro de que haya un problema, señoría. Hasta ahora sólo he tenido una conversación con uno de los clientes activos y parece que voy a seguir siendo su abogado.
– ¿Era Walter Elliot?
– Ah, no, todavía no he hablado con él. Tengo previsto hacerlo hoy mismo. La persona con la que he hablado estaba implicada en algo un poco menos serio. Un robo en realidad.