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– Voy para allá desde el tribunal. Reunámonos delante del monumento.

– Mire, Haller. Estoy ocupado. ¿Puede decirme de qué se trata?

– No por teléfono, pero creo que le valdrá la pena. Si no está allí cuando yo llegue, entonces habrá perdido la oportunidad y no le molestaré más.

Colgué el teléfono antes de que pudiera responder. Tardé cinco minutos en llegar al Parker Center a pie. El lugar estaba en los últimos años de vida, pues su sustituto se estaba construyendo a una manzana de Spring Street. Vi a Bosch de pie al lado de la fuente que formaba parte del monumento a los oficiales caídos en acto de servicio. Vi finos cables blancos que iban de sus oídos al bolsillo de su chaqueta. Me acerqué y no me molesté en darle la mano ni saludarle de ninguna otra manera. Se quitó los auriculares y se los metió en el bolsillo.

– ¿Desconectándose del mundo, detective?

– Me ayuda a concentrarme. ¿Hay algún motivo para esta reunión?

– Después de que se marchó de la oficina hoy miré los archivos que había apilado en la mesa de la sala de archivos.

– ¿Y?

– Y entiendo lo que está tratando de hacer. Quiero ayudarle, pero quiero que comprenda mi posición.

– Le entiendo, abogado. Ha de proteger esos expedientes y al posible asesino que se esconde en ellos porque ésas son las reglas.

Negué con la cabeza. Ese tipo no quería ponerme fácil que le ayudara.

– Le diré qué haremos, detective Bosch. Pase por mi oficina mañana por la mañana a las ocho en punto y le daré lo que pueda darle.

Creo que la oferta le sorprendió. Se quedó sin respuesta.

– ¿Vendrá? -pregunté.

– ¿Cuál es la trampa? -preguntó enseguida.

– No hay trampa. Pero no se retrase. Tengo una entrevista a las nueve y después de eso probablemente estaré en la calle para hablar con clientes.

– Estaré allí a las ocho.

– Muy bien, pues.

Estaba listo para irme, pero él no parecía estarlo.

– ¿Qué pasa? -inquirí.

– Iba a preguntarle algo.

– ¿Qué?

– ¿Vincent tenía casos federales?

Lo pensé un momento, recapitulando lo que sabía de los archivos. Negué con la cabeza.

– Todavía lo estamos revisando todo, pero no lo creo. Era como yo, le gustaba ceñirse a tribunales del estado. Es una cuestión de números: más casos, más cagadas, más agujeros por los que colarse. A los federales les gusta arreglar la baraja. No les gusta perder.

Pensé que podría tomárselo como una cuestión personal. Pero había pasado de eso y estaba encajando alguna pieza. Asintió.

– Vale.

– ¿Es todo? ¿Es todo lo que quería preguntarme?

– Es todo.

Esperé alguna explicación más, pero no me la dio.

– Muy bien, detective.

Le tendí la mano con torpeza. Él la estrechó y pareció sentirse igual de torpe al respecto. Decidí hacer una pregunta que había estado guardándome.

– Eh, hay una cosa que yo también quería preguntarle.

– ¿Qué es?

– No lo pone en su tarjeta, pero he oído que su nombre completo es Hieronymus Bosch. ¿Es cierto?

– ¿Qué pasa?

– Sólo me preguntaba cómo es que tiene un nombre así.

– Mi madre me lo puso.

– ¿Su madre? Bueno, ¿qué opinaba su padre al respecto?

– Nunca se lo pregunté. Ahora he de volver a la investigación, abogado. ¿Hay algo más?

– No, eso es todo. Sólo tenía curiosidad. Le veré mañana a las ocho.

– Allí estaré.

Lo dejé allí de pie junto al monumento y me alejé. Me dirigí calle abajo, sin dejar de pensar en por qué me había preguntado si Jerry Vincent tenía algún caso federal. Cuando doblé a la izquierda en la esquina, miré por encima del hombro y vi a Bosch de pie junto a la fuente. Me estaba observando. No apartó la mirada, pero yo sí lo hice y seguí caminando.

11

Cisco y Lorna todavía estaban trabajando en la oficina de Jerry Vincent cuando volví. Le entregué la orden judicial para el banco a Lorna y le hablé de las dos citas tempranas que había preparado para el día siguiente.

– Pensaba que habías puesto a Patrick Henson en la pila chunga -dijo Lorna.

– Lo hice. Pero ahora lo he recuperado.

Lorna juntó las cejas del modo en que lo hacía cuando la desconcertaba, lo cual sucedía a menudo. Yo quería seguir adelante, no dar explicaciones. Le pregunté si había ocurrido algo nuevo mientras había estado en el tribunal.

– Un par de cosas -dijo Lorna-. Para empezar, el cheque de Walter Elliot está abonado. Si se ha enterado de lo de Jerry es demasiado tarde para impedir el pago.

– Bien.

– Mejor aún. He encontrado el archivo de contratos y he echado un vistazo al de Jerry con Elliot. Esos cien mil depositados el viernes para el juicio eran sólo un pago parcial.

Lorna tenía razón. La cosa mejoraba.

– ¿Cuánto? -pregunté.

– Según el contrato, Vincent cobró 250.000 por anticipado. Eso fue hace cinco meses y parece que lo ha gastado todo. Pero iban a darle otros doscientos cincuenta para el juicio, no reembolsables. Los cien sólo eran la primera parte de eso. El resto vence el primer día de testimonio.

Asentí con satisfacción. Vincent había llegado a unas excelentes condiciones. Yo nunca había tenido un caso con semejante cantidad de dinero, pero me pregunté cómo Vincent se había gastado los primeros 250.000 tan deprisa. Lorna tendría que estudiar las entradas y salidas para conocer la respuesta.

– Vale, todo eso está muy bien, si nos quedamos con Elliot. Si no, no importa. ¿Qué más tenemos?

Lorna parecía decepcionada de que no quisiera recrearme con el dinero y celebrar su hallazgo. Había perdido de vista el hecho de que todavía tenía que comprometer a Elliot. Técnicamente, iba por libre. Yo tendría la primera opción con él, pero aún debía asegurármelo como cliente antes de considerar qué se sentiría al tener unos honorarios de 250.000 dólares.

Lorna respondió a mi pregunta en un tono monocorde.

– Hemos tenido una serie de visitas mientras estabas en el tribunal.

– ¿Quién?

– Primero, uno de los investigadores que usaba Jerry vino después de conocer la noticia. Le echó un vistazo a Cisco y casi se enfrenta con él. Luego se lo pensó mejor y retrocedió.

– ¿Quién era?

– Bruce Carlin. Jerry lo contrató para que trabajara en el caso Elliot.

Asentí con la cabeza. Bruce Carlin era un antiguo agente del Departamento de Policía de Los Ángeles que había cruzado al lado oscuro y ahora trabajaba para la defensa. Muchos abogados lo utilizaban por su conocimiento interno de cómo funcionaban las cosas en el oficio policial. Yo lo había usado en un caso en cierta ocasión y pensaba que se estaba ganando una reputación inmerecida. Nunca volví a contratarlo.

– Vuelve a llamarlo -dije-. Busca un horario para él y que venga.

– ¿Por qué, Mick? Tienes a Cisco.

– Ya sé que tengo a Cisco, pero Carlin estaba trabajando sobre Elliot y dudo que esté todo en el expediente. Sabes cómo funciona esto: si lo dejas fuera del expediente, lo mantienes margen de la revelación de pruebas. Así que tráelo. Cisco puede sentarse con él y descubrir lo que tenía. Paguémosle por su tiempo (cobre lo que cobre) y luego dejémoslo cuando ya no sea útil. ¿Qué más? ¿Quién más vino?

– Un auténtico aumento de perdedora. Carney Andrews le presentó pensando que iba a coger el caso de Elliot de la pila y salir tan campante con él. Se fue con las manos vacías. Luego examiné la cuenta operativa y vi que la habían contratado hace cinco meses como abogada asociada para el caso Elliot. Al cabo de un mes la echaron.

Lo comprendí. Vincent había ido a pescar juez para Elliot. Carney Andrews era una abogada sin talento y una comadreja, pero estaba casada con un juez del Tribunal Superior llamado Bryce Andrews. Éste había pasado veinticinco años como fiscal antes de ser nombrado juez. Según el punto de vista de la mayoría de los abogados defensores que trabajaban en el edificio del tribunal penal, nunca había salido de la oficina del fiscal. Se lo consideraba uno de los jueces más duros del edificio, que en ocasiones actuaba en concierto con la fiscalía, cuando no era su brazo ejecutor. Esto creaba toda una industria artesanal en la cual su mujer se ganaba muy bien la vida al ser contratada como segunda abogada en casos del tribunal de su marido, creando por consiguiente un conflicto de intereses que requería la reasignación de las causas a otros jueces -era de esperar- más benévolos.