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– Con cuidado -bramé-. Sólo me falta atropellar a un guionista en paro.

– No te preocupes -replicó Cisco con calma-. Siempre se dispersan.

– Esta vez no.

Al llegar a la caseta del vigilante, Cisco adelantó lo suficiente para que mi ventanilla quedara a la altura de la puerta. Comprobé que ninguno de los guionistas nos había seguido a la propiedad del estudio y bajé la ventanilla para poder hablar con el hombre que salió. Llevaba un uniforme de color beis con una corbata marrón oscura y charreteras a juego. Tenía un aspecto ridículo.

– ¿Puedo ayudarle?

– Soy el abogado de Walter Elliot. No tengo cita con él, pero necesito verlo ahora mismo.

– ¿Puedo ver su carné de conducir?

Lo saqué y se lo pasé por la ventanilla.

– Me ocupo de esto por Jerry Vincent, ése es el nombre que reconocerá su secretaria.

El vigilante se metió en la cabina y cerró la puerta. No sé si ora para que no se escapara el aire acondicionado o para impedirme oír la conversación telefónica. Fuera cual fuese la razón, enseguida volvió a abrir la puerta y me pasó el teléfono, tapando el auricular con la mano.

– La señora Albrecht es la secretaria ejecutiva del señor Elliot. Quiere hablar con usted.

Cogí el teléfono.

– ¿Hola?

– ¿Es el señor Haller? ¿De qué se trata? El señor Elliot ha tratado exclusivamente con el señor Vincent sobre este asunto y no tiene ninguna cita en su agenda.

Este asunto. Era una extraña forma de referirse a una acusación de doble homicidio.

– Señora Albrecht, preferiría no hablar de esto en la verja. Como puede imaginar, se trata de un «asunto» delicado, por usar su palabra. ¿Puedo entrar en la oficina y ver al señor Elliot?

Me volví en mi asiento y miré por la ventanilla trasera. Había dos coches en la cola de la caseta detrás de mi Lincoln. No debían de ser productores, porque los guionistas les habían dejado pasar sin molestarles.

– Me temo que eso no basta, señor Haller. ¿Puedo ponerle en espera mientras hablo con el señor Vincent?

– No podrá hablar con él.

– Estoy segura de que atenderá una llamada del señor Elliot.

– Yo estoy seguro de que no lo hará, señora Albrecht. Jerry Vincent está muerto. Por eso estoy aquí.

Miré el reflejo de Cisco en el espejo retrovisor y me encogí de hombros como para decir que no tenía alternativa que sacudirle con la noticia. El plan había sido abrirme camino diplomáticamente y ser yo el que le diera a Elliot la noticia de que su abogado había muerto.

– Disculpe, señor Haller. ¿ Ha dicho que el señor Vincent… está muerto?

– Eso es lo que he dicho. Y yo soy su sustituto asignado por el tribunal. ¿Puedo pasar ahora? -Sí, por supuesto.

Devolví el teléfono y enseguida se abrió la puerta.

13

Nos asignaron un fantástico espacio en el aparcamiento ejecutivo. Le dije a Cisco que esperara en el coche y entré solo, llevando las dos gruesas carpetas que Vincent había reunido sobre el caso. Una contenía el material de revelación entregado hasta el momento por la fiscalía, que incluía importantes documentos de investigación y transcripciones de interrogatorios, y la otra contenía documentos y otros frutos del trabajo generado por Vincent a lo largo de los cinco meses que llevaba en el caso. Entre las dos carpetas logré formarme una idea aproximada de lo que tenía y no tenía la fiscalía, así como de la dirección por la cual quería llevar el caso el fiscal. Todavía había trabajo que hacer y faltaban piezas en el caso y la estrategia de la defensa. Quizás esas piezas estaban en la cabeza de Jerry Vincent, en su portátil o en la libreta de su portafolios, pero a no ser que la policía detuviera a un sospechoso y recuperara la propiedad robada, lo que hubiera allí no me sería de utilidad.

Seguí una acera por un césped perfectamente cuidado hacia la oficina de Elliot. Mi plan para la reunión tenía tres aspectos: el primer asunto era asegurar a Elliot como cliente. Hecho eso, solicitaría su aprobación para aplazar el juicio con el fin de darme tiempo para ponerme al día y prepararme para la vista. La última parte del plan sería ver si Elliot tenía alguna de las piezas que faltaban en el caso de la defensa. Las partes segunda y tercera obviamente no importaban si no tenía éxito con la primera.

La oficina de Walter Elliot se hallaba en el Bungalow Uno, al fondo de la parcela del Archway. La palabra «bungalow» daba la impresión de algo pequeño, pero los bungalows eran grandes en Hollywood, una señal de estatus. Era como tener tu propia casa privada en la parcela. Y como en cualquier casa privada, las actividades en el interior podían mantenerse en secreto.

Una entrada con azulejos españoles conducía a una sala de estar con una chimenea que lanzaba llamas de gas en una pared y una barra de madera de caoba instalada en la esquina opuesta. Llegué al centro de la sala, miré a mi alrededor y esperé. Observé el cuadro que había sobre la chimenea. Mostraba a un caballero con armadura en un corcel blanco. Este se había abierto la visera del casco y sus ojos miraban con intensidad. Me adentré unos pasos en la sala y me di cuenta de que los ojos se habían pintado de modo que miraran al observador de la pintura desde cualquier ángulo de la sala. Me seguían.

– ¿Señor Haller?

Me volví y reconocí la voz del teléfono de la garita. El guardián de Elliot, la señora Albrecht, había entrado en la sala sin que yo la viera. Elegancia fue la palabra que se me vino a la cabeza. Era una belleza entrada en años que parecía tomarse el envejecimiento con calma. El gris salpicaba su cabello sin teñir y minúsculas arrugas aparecían en sus ojos y boca, que aparentemente no habían sido sometidos a incisión o inyección. La señora Albrecht daba la sensación de ser una mujer que se sentía a gusto en su propia piel, lo cual según mi experiencia era algo poco común en Hollywood.

– El señor Elliot lo recibirá ahora.

La seguí, doblamos una esquina y recorrimos un pequeño pasillo hasta una oficina de recepción. Ella pasó junto a un escritorio vacío -el suyo, supuse- y abrió una gran puerta que daba al despacho de Walter Elliot.

Elliot era un hombre muy bronceado con más pelo gris que aparecía por el cuello de su camisa abierta que el que tenía sobre la cabeza. Estaba sentado detrás de una gran mesa de trabajo de cristal. No había cajones debajo ni ordenador encima, pero sí papeles y guiones esparcidos sobre la mesa. No importaba que se enfrentara a dos acusaciones de asesinato, Elliot se mantenía ocupado. Estaba trabajando y dirigiendo Archway del modo en que siempre lo había hecho. Quizá lo hacía siguiendo el consejo de algún gurú de la autoayuda de Hollywood, pero no era una conducta o una filosofía inusual para los i«usados. «Actúa como si fueras inocente y serás percibido ionio inocente. Finalmente, te convertirás en inocente.»

Había una zona para sentarse a la derecha, pero él eligió permanecer detrás de la mesa de trabajo. Tenía unos ojos ósculos y penetrantes que me resultaban familiares, y entonces me di cuenta de que había estado mirándolos: el caballero en el Corcel de la sala de estar era Elliot.

– Señor Elliot, éste es el señor Haller -dijo la señora Albrecht.

La secretaria me señaló la silla que estaba al otro lado de la mesa de Elliot. Después de que me sentara, éste hizo un gesto in mirar a la señora Albrecht y ella salió de la sala sin decir una palabra más. A lo largo de los años he representado y he estado en compañía de un par de docenas de asesinos, y la primera regla es que no hay reglas. Los hay de todos los tamaños y medidas, ricos y pobres, humildes y arrogantes, arrepentidos y fríos como el acero. Los porcentajes me decían que lo más probable era que Elliot fuera un asesino, que había eliminado a sangre fría a su mujer y su amante y que había pensado arrogantemente que podría salir impune. Pero no hubo nada en ese primer encuentro que me cerciorara de una cosa o de la contraria. Y siempre era así.