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Elliot asintió pensativamente al tiempo que miraba su reflejo en el tablero pulido de la mesa.

– Pero ésta no puede ser la bala mágica de la que Jerry le habló -concluí-. Y hay riesgos en ir a por Rilz. -Elliot levantó la mirada-. El fiscal sabe que hubo una deficiencia cuando los detectives investigaron el caso. Ha tenido cinco meses para anticipar que iríamos por este camino y si es bueno, y estoy seguro de que lo es, entonces habrá estado preparándose por si nosotros íbamos en esta dirección.

– ¿Eso no saldría en el material de revelación de pruebas?

– No siempre. La revelación tiene su arte. La mayor parte del tiempo lo que no está en el archivo de revelación es lo importante y lo que hay que vigilar. Jeffrey Golantz es un profesional de talento: sabe lo que ha de hacer constar y lo que puede guardarse.

– ¿Conoce a Golantz? ¿Ha ido ajuicio contra él antes?

– No lo conozco y nunca me he enfrentado a él. Lo que conozco es su reputación. Nunca ha perdido un juicio. Lleva un resultado de veintisiete a cero. -Miré mi reloj. El tiempo había pasado deprisa y necesitaba mantener el ritmo si quería recoger a mi hija a tiempo-. Vale. Hay otro par de cosas de las que me gustaría ocuparme. Hablemos de si va a testificar.

– Eso no es una pregunta, es un hecho. Quiero limpiar mi nombre. El jurado querrá oírme diciendo que no lo hice.

– Sabía que iba a decirme eso y aprecio el fervor que veo en sus negaciones. Pero su testimonio ha de ser algo más que eso. Ha de ofrecer una explicación y ahí es donde podemos meternos en un berenjenal.

– No me importa.

– ¿ Mató a su esposa y a su amante?

– ¡No!

– Entonces, ¿por qué fue a la casa?

– Tenía sospechas. Si estaba con alguien, iba a confrontarla a ella y a darle una patada en el culo a él.

– ¿Espera que el jurado crea que un hombre que dirige un estudio de cine de mil millones de dólares se tomó la tarde libre para ir a Malibú a espiar a su esposa?

– No, yo no soy un espía. Tenía sospechas y fui a verlo por mí mismo.

– ¿Y a confrontarla con una pistola? -Elliot abrió la boca para hablar, pero entonces vaciló y no respondió-. ¿Lo ve, Walter? Sube allí y se expone a cualquier cosa, y nada bueno.

Negó con la cabeza.

– No me importa. Es un hecho. Los culpables no testifican, todo el mundo lo sabe. Voy a testificar que no lo hice.

Me señaló con un dedo con cada una de las sílabas de la última frase. Todavía me gustaba su energía. Era creíble. Quizá podría sobrevivir en el estrado.

– Bueno, en última instancia es su decisión -apunté-. Nos prepararemos para que testifique, pero no tomaremos la decisión hasta que estemos en la fase de defensa del juicio y veamos dónde estamos.

– Ya está decidido. Voy a testificar.

Su tez empezó a adoptar un tono carmesí más oscuro. Tenía que actuar con cautela. No quería que testificara, pero no era ético por mi parte prohibirlo. Era una decisión del cliente, y si alguna vez él afirmaba que yo le había impedido testificar, tendría al Colegio de Abogados encima como un enjambre de abejas airadas.

– Mire, Walter -dije-. Es usted un hombre poderoso. Dirige un estudio, hace películas y se juega millones de dólares cada día. Todo eso lo entiendo. Está acostumbrado a tomar decisiones sin que nadie las cuestione. Pero cuando vayamos a juicio, yo soy el jefe. Y aunque es usted quien toma esta decisión, necesito saber que me está escuchando y considerando mi consejo. No tiene sentido continuar si no es así.

Se frotó la cara con la mano. Era difícil para él.

– De acuerdo. Entiendo. Tomemos una decisión final sobre esto después.

Lo dijo a regañadientes. Era una concesión que no quería hacer. A ningún hombre le gustar ceder su poder a otro.

– Bien, Walter -concluí-. Creo que eso nos pone en la misma órbita.

Miré otra vez mi reloj. Había unas pocas cosas más en mi lista y todavía tenía tiempo.

– De acuerdo, continuemos.

– Por favor.

– Quiero añadir a un par de personas al equipo de la defensa. Serán mi ex…

– No. Se lo he dicho: cuantos más abogados tenga un acusado, más culpable parece. Mire a Barry Bonds. Dígame a alguien que no crea que es culpable. Tiene más abogados que compañeros de equipo.

– Walter, no me ha dejado terminar. No estaba hablando de abogados, y cuando vayamos a juicio, le prometo que sólo estaremos usted y yo en la mesa.

– Entonces, ¿a quién quiere añadir?

– A un asesor de selección del jurado y a alguien que trabaje con usted en imagen y testimonio.

– Nada de consultor de jurados. Hacen que parezca que trata de amañar cosas.

– Mire, la persona que quiero contratar se sentará en la galería del público. Nadie se fijará en ella. Se gana la vida jugando al póquer y sólo lee las caras de las personas y busca delatores, gestos que los traicionen. Nada más.

– No, no pagaré por esas paparruchas.

– ¿Está seguro, Walter?

Pasé cinco minutos tratando de convencerlo, diciéndole que la elección del jurado podía ser la parte más importante del juicio. Hice hincapié en que en casos circunstanciales la prioridad tenía que ser elegir jurados de mentalidad abierta, que no creyeran que sólo porque la policía o la fiscalía dijeran algo era automáticamente cierto. Aseguré que me enorgullecía de mi propia capacidad en elegir un jurado, pero que me serviría la ayuda de una experta que podía leer caras y gestos. Al final de mi petición, Elliot simplemente negó con la cabeza.

– Paparruchas. Confiaré en su talento.

Lo estudié un momento y decidí que ya habíamos hablado bastante por ese día. Trataría el resto con él la siguiente vez. Me había dado cuenta de que pese a que de boquilla aceptaba la idea de que yo era el jefe en el juicio, estaba claro que él poseía un firme control de la cosas.

Y yo no podía evitar pensar que eso podría llevarlo derechito a prisión.

20

En cuanto dejé a Patrick en su coche en el centro y me dirigí al valle de San Fernando en medio del denso tráfico de la tarde, supe que no iba a llegar a tiempo y que eso provocaría otra confrontación con mi ex esposa. Llamé para hacérselo saber, pero ella no lo cogió y dejé un mensaje. Cuando finalmente llegué a su complejo de apartamentos en Sherman Oaks eran casi las 19.40 y me encontré a madre e hija esperando en la acera. Hayley tenía la cabeza baja y estaba mirando al suelo. Me fijé en que adoptaba esa postura cada vez que sus padres estaban cerca el uno del otro. Era como si estuviera en la cámara de teletransporte, esperando a que un rayo de luz la alejara de nosotros.

Desactivé el cierre de seguridad al parar y Maggie ayudó a Hayley a entrar en la parte de atrás con su mochila escolar y su bolsa para pasar la noche.

– Gracias por llegar a tiempo -dijo con voz plana.

– De nada -contesté, sólo para ver si eso encendía las bengalas en sus ojos-. Debe de ser una cita muy interesante si me estás esperando aquí fuera.

– No, la verdad es que no. Una conferencia padres-profesores en la escuela.

El golpe atravesó mis defensas y me dio en la mandíbula.

– Deberías habérmelo dicho. Podríamos haber conseguido una canguro e ir juntos.

– No soy ningún bebé -murmuró Hayley desde detrás de mí.

– Ya lo intentamos -dijo Maggie desde mi izquierda-, ¿ recuerdas? La tomaste de tal manera con el profesor de Hayley por su nota de matemáticas (la circunstancia de la cual desconocías por completo) que me pidieron que me ocupara yo de las comunicaciones con la escuela.

El incidente me sonaba sólo vagamente familiar. Estaba cerrado en algún lugar de mis módulos de memoria corruptos por la oxicodona. Pero sentí la quemazón de la vergüenza en el rostro y el cuello. No tenía respuesta.

– He de irme -dijo Maggie rápidamente-. Hayley te quiero. Sé buena con tu padre, te veo mañana.